También recibió la lección: YOYO.
Estás más solo que la una.
Una buena lección, porque la DEA le envió a Culiacán prácticamente solo. «Hazte una idea del terreno», le dijo Taylor al principio de la retahila de tópicos, que también incluyó «En la vida hay que mojarse», «Tómatelo con calma» y, aunque parezca mentira, «No prepararse es prepararse para fracasar».
También debería haber incluido «Y vete a tomar por el culo», porque ese era el mensaje fundamental. Taylor y los polis le aislaron por completo, le ocultaron información, no le presentaron a sus contactos, le excluyeron de las reuniones con los polis mexicanos, no le incluyeron en las charlas de las mañanas, con café y donuts, ni en las sesiones de cerveza vespertinas, cuando se transmitía la verdadera información.
Le jodieron desde el comienzo.
Los mexicanos no iban a hablar con él porque, al ser un yanqui en Culiacán, solo podía ser dos cosas: un traficante de drogas o un soplón. No era traficante de drogas porque no compraba nada (Taylor no le daba dinero; no quería que Art jodierá algo que ya estaba en marcha), por lo tanto, tenía que ser un soplón.
Los policías de Culiacán no querían saber nada de él porque era un soplón yanqui que debería quedarse en casa y ocuparse de sus asuntos, y además, la mayoría estaban a sueldo de don Pedro Avilés. Los polis estatales de Sinaloa no trataban con él por los mismos motivos, partiendo de que, si la propia DEA no trabajaba con él, ¿por qué iban a hacerlo ellos?
Al equipo no le iba mucho mejor.
La DEA llevaba dando la matraca al gobierno mexicano desde hacía dos años, con la intención de que actuaran contra los gomeros. Los agentes aportaban pruebas (fotos, cintas, testigos), pero solo conseguían que los federales prometieran actuar en el acto, y cuando no lo hacían tenían que escuchar: «Esto es México, señores. Estas cosas necesitan tiempo».
Mientras las pruebas maduraban, los testigos se asustaban y los federales cambiaban de puesto, de manera que los norteamericanos tenían que empezar de nuevo con un poli federal diferente, quien les decía que aportaran pruebas sólidas y le presentaran testigos. Cuando lo hacían, les miraban con perfecta condescendencia y les decían: «Esto es México, señores. Estas cosas necesitan tiempo».
Mientras la heroína descendía desde las colinas e inundaba Culiacán como barro en el deshielo primaveral, los jóvenes gomeros peleaban contra las fuerzas de don Pedro cada noche, hasta que a Art la ciudad le parecía Danang o Saigón, solo que con muchos más tiroteos.
Noche tras noche, Art yacía en la cama de su habitación del hotel, bebía whisky escocés barato, tal vez veía un partido de fútbol o un combate de boxeo en el televisor, se cabreaba y se compadecía de sí mismo.
Y echaba de menos a Althie.
Dios, cómo echaba de menos a Althie.
Había conocido a Althea Patterson en Bruin Walk, durante el último curso, y se había presentado con una frase poco convincente.
– ¿No estamos en la misma sección de policía científica?
Alta, delgada y rubia, Althea era más angulosa que curvilínea. Su nariz era larga y ganchuda, la boca un poco demasiado grande, y sus ojos verdes estaban un poco hundidos para ser considerada una belleza clásica, pero Althea era guapa.
E inteligente. Estaban en la misma sección de policía científica, y él la oía hablar en clase. Defendía su punto de vista (un poco a la izquierda de Emma Goldman) con ferocidad, y eso también le excitaba.
Fueron a comer una pizza, y después fueron al apartamento de ella en Westwood. Preparó café, hablaron, y él descubrió que era una chica rica de Santa Bárbara, de una familia californiana de rancio abolengo, y que su padre era un pez gordo del Partido Demócrata del estado.
Para ella, Art era terriblemente guapo, con el flequillo de pelo negro que le caía sobre la frente, la nariz rota de boxeador que le salvaba de ser un chico bonito, y la serena inteligencia que había conducido a un chico del barrio hasta la UCLA. Había algo más también (esa especie de soledad, de vulnerabilidad, de dolor profundo, de posible ira) que le hacía irresistible.
Acabaron en la cama, y en la oscuridad posterior al coito, él preguntó:
– ¿Puedes tachar eso de tu lista liberal?
– ¿El qué?
– Acostarte con un sudaca.
Ella pensó unos segundos antes de contestar.
– Siempre he pensado que «sudaca» se refería a los puertorriqueños. Lo que puedo tachar de la lista es acostarme con un frijolero.
– De hecho -adujo Art-, solo soy medio frijolero.
– Bien, Art, Jesús, ¿qué eres?
Althea era la excepción de la Doctrina del YOYO de Art, un infiltrado insidioso en la autosuficiencia ya muy enraizada en su interior cuando la conoció. El secretismo era un hábito, un muro protector que había construido su alrededor de niño. Cuando se enamoró de Althie, poseía la ventaja añadida de la instrucción profesional en la disciplina de la compartimentación mental.
Los buscadores de talentos de la Compañía le habían captado en segundo de carrera, lo habían recogido como fruta madura.
Su profesor de Relaciones Internacionales, un exiliado cubano, le llevó a tomar café, y después empezó a aconsejarle sobre qué clases debía tomar, qué idiomas estudiar. El profesor Osuna le llevó a su casa a cenar, le enseñó qué tenedor debía utilizar en cada ocasión, qué vino elegir para acompañar cada plato, incluso con qué mujeres debía salir. (Al profesor Osuna le encantó Althea. «Es perfecta para ti -dijo-.Te aporta sofisticación.»)
Fue más una seducción que un reclutamiento.
Tampoco era que costara seducir a Art.
Tienen olfato para tipos como yo, pensó Art después. Los extraviados, los solitarios, los desarraigados biculturales con un pie en dos mundos y en ninguno.Y tú eras perfecto para ellos, listo, criado en las calles, ambicioso. Parecías blanco, pero peleabas como un mulato. Solo necesitabas que te pulieran, y ellos lo hicieron.
Después llegaron los recaditos: «Arturo, viene de visita un profesor boliviano. ¿Podrías acompañarle a ver la ciudad?». Unos cuantos más del mismo tipo, y después: «Arturo, ¿qué le gusta hacer al doctor Echeverría en su tiempo libre? ¿Bebe? ¿Le gustan las chicas? ¿No? ¿Tal vez los chicos?». Después: «Arturo, si el profesor Méndez quisiera marihuana, ¿se la conseguirías?», «Arturo, ¿podrías decirme con quién está hablando por teléfono nuestro distinguido amigo poeta?», «Arturo, esto es un aparato de escucha. ¿Podrías introducirlo en su habitación…?».
Y él lo hacía todo sin parpadear, y lo hacía bien.
Le entregaron su diploma y un billete para Langley casi al mismo tiempo. Explicárselo a Althie constituyó un ejercicio interesante.
– Podría contártelo, pero en realidad no puedo -fue lo mejor que se le ocurrió.
Ella no era estúpida. Lo captó.
– Boxear es la metáfora más adecuada para ti -le dijo.
– ¿Qué quieres decir?
– El arte de mantener las cosas alejadas -replicó ella-. Es tu especialidad. Todo te resbala.
Eso no es verdad, pensó Art.Tú no me resbalas.
Se casaron unas semanas antes de que le enviaran aVietnam. Le escribía largas y apasionadas cartas en las que nunca hablaba de lo que hacía. Estaba cambiado cuando regresó, pensó ella. Pues claro, era lógico. Pero su aislamiento de siempre se había intensificado. De repente podía interponer océanos de distancia emocional entre ellos y negar que lo hacía. Después, volvía a ser el hombre cariñoso y afectuoso del que se había enamorado.
Althie se alegró cuando dijo que estaba pensando en cambiar de trabajo. Estaba entusiasmado con la nueva DEA. Pensaba que podía hacer un buen trabajo para la organización. Ella le alentó a aceptar el empleo, aunque eso significara que iba a ausentarse tres meses más, incluso cuando volvió lo justo para dejarla embarazada y partir de nuevo, esta vez a México.