Le escribió largas y apasionadas cartas desde México en las que nunca hablaba de lo que hacía. Porque no hago nada, le escribía.
Nada de nada, salvo compadecerme de mí mismo.
Pues mueve el culo y haz algo, escribió ella. O déjalo y vuelve a casa conmigo. Sé que papá podría conseguirte un empleo en el equipo de un senador de un día para otro, solo tienes que decirlo.
Art no dijo ni pío.
Lo que hizo fue mover el culo e ir a ver a un santo.
Todo el mundo en Sinaloa conoce la leyenda de san Jesús Mal-verde. Era un bandido, un atracador osado, un hombre de los pobres que entregaba el botín a los pobres, un Robin Hood de Sinaloa. Se le acabó la suerte en 1909 y los federales le ahorcaron justo al otro lado de la calle donde se alza ahora su altar.
El altar fue espontáneo. Primero algunas flores, después una foto, después un pequeño edificio de tablas toscamente unidas, que los pobres erigían por la noche. Hasta la policía tenía miedo de derribarlo porque la leyenda afirmaba que el alma de Malverde moraba en el altar. Que si ibas a rezar, encendías una vela y hacías una manda, una promesa devota, Jesús Malverde concedía favores.
Depararte una buena cosecha, protegerte de tus enemigos, curar tus enfermedades.
Notas de gratitud detallando los favores concedidos por Mal-verde están clavadas en las paredes: un niño enfermo curado, dinero del alquiler reaparecido como por arte de magia, un detenido fugado, una sentencia de culpabilidad revocada, un mojado regresado sano y salvo del norte, un asesinato evitado, un asesinato vengado.
Art fue al altar. Imaginaba que era un buen lugar donde empezar. Fue a pie desde su hotel, esperó pacientemente en la cola con los demás peregrinos y entró por fin.
Estaba acostumbrado a los santos. Su piadosa madre le había arrastrado hasta Nuestra Señora de Guadalupe, en Barrio Logan, donde asistió a clases de catecismo, le confirmaron y tomó la primera comunión. Había rezado a los santos, encendido velas ante estatuas de santos, mirado cuadros de santos.
De hecho, Art fue un católico devoto incluso durante la carrera. Al principio, en Vietnam, comulgaba con regularidad, pero su devoción se desvaneció y dejó de ir a confesarse. Era algo así como: Perdóneme, padre, porque he pecado, perdóneme, padre, porque he pecado. Perdóneme, padre, porque he… A la mierda, ¿de qué sirve? Cada día señalo a hombres para que los maten, una semana sí y otra también los mato yo mismo. No voy a venir para decirle que no voy a volver a hacerlo, cuando se repite con tanta regularidad como una misa.
Sal Scachi, un tipo de las Fuerzas Especiales, iba a misa todos los domingos que no iba a matar a nadie. Art se asombraba de que la hipocresía no le afectara. Incluso hablaron de ello una noche de borrachera, Art y aquel tío tan italiano de Nueva York.
– A mí no me molesta -dijo Scachi-. A ti tampoco debería molestarte. El Vietcong no cree en Dios, así que les den por el culo.
Se enzarzaron en una furiosa discusión, en la que Art quedó horrorizado al descubrir que Scachi estaba convencido de que estaban «haciendo el trabajo de Dios» cuando asesinaban a los vietcongs. Los comunistas son ateos, repetía Scachi, que quieren destruir la Iglesia. Lo que estamos haciendo, explicó, es defender la Iglesia, y eso no es un pecado, sino un deber.
Buscó debajo de la camisa y enseñó a Art la medalla de san Antonio que llevaba colgada alrededor del cuello con una cadena.
– El santo me protege -explicó-. Deberías conseguir una.
Art no lo hizo.
Ahora, en Culiacán, se levantó y miró los ojos de obsidiana de san Jesús Malverde. La piel de yeso del santo era blanca, y su bigote negro, y habían pintado alrededor de su cuello un chillón círculo rojo para recordar al peregrino que el santo había padecido martirio, como todos los santos.
San Jesús murió por nuestros pecados.
– Bien -dijo Art a la estatua-, hagas lo que hagas, está funcionando, y lo que yo hago no, así que…
Art hizo una manda. Se arrodilló, encendió una vela y dejó un billete de veinte dólares. Qué cono.
– Ayúdame a bajarte, san Jesús -susurró-, y habrá más como este. Daré el dinero a los pobres.
Cuando volvía al hotel del altar, Art conoció a Adán Barrera.
Art había pasado decenas de veces por delante de aquel gimnasio. Siempre sentía la tentación de echar un vistazo, pero nunca lo había hecho, pero esa noche en particular había dentro una gran multitud, así que entró y se mantuvo al margen.
Adán apenas tenía veinte años entonces. Bajo, casi diminuto, muy delgado. Pelo negro largo peinado hacia atrás, téjanos de diseño, zapatillas deportivas Nike y un polo púrpura. Ropa cara para ese barrio. Ropa elegante, chico elegante, Art se dio cuenta en el acto. Adán Barrera tenía aspecto de saber siempre lo que estaba pasando.
Art calculó que mediría metro sesenta y dos, tal vez metro sesenta y cinco, pero el chico que había a su lado alcanzaba el metro ochenta y siete sin problemas. Y menudo cuerpo. Pecho grande, hombros caídos, larguirucho. Era imposible tomarles por hermanos, salvo cuando les mirabas a la cara: la misma cara en dos cuerpos diferentes, ojos castaños hundidos, piel color café con leche, de aspecto más hispano que indio.
Se hallaban en un extremo del cuadrilátero, contemplando a un boxeador inconsciente. Otro luchador se erguía en el cuadrilátero. Un chico que aún no habría cumplido veinte años, pero con un cuerpo que parecía tallado en piedra viva.Y tenía aquellos ojos (Art ya los había visto en el cuadrilátero), la mirada de un asesino nato. Solo que ahora parecía confuso y un poco culpable.
Art lo entendió enseguida. El boxeador acababa de dejar inconsciente a un sparring, y ahora no tenía a nadie con quien trabajar. Los dos hermanos eran sus representantes. Era una escena bastante común en cualquier barrio mexicano. Para los chicos pobres del barrio, solo había dos caminos de ascenso y salida: drogas o boxeo. El chico prometía, de ahí la multitud, y los dos hermanos de clase media tan distintos eran sus representantes.
El bajito paseaba la vista entre la muchedumbre en busca de alguien capaz de subir al cuadrilátero y aguantar unos asaltos. Muchos tipos en la multitud descubrieron de repente algo muy interesante en las puntas de sus zapatos.
Art no.
Aguantó la mirada del bajito.
– ¿Quién eres? -preguntó el chico.
Su hermano lanzó una ojeada a Art, y este le dijo:
– Un agente de la brigada de narcóticos yanqui.
Después, clavó la vista en Art y dijo:
– ¡Vete al demonio, picaflor!
– Pela las nalgas, perra -replicó al instante Art.
Lo cual fue una sorpresa, saliendo de la boca de alguien que parecía muy blanco. El hermano larguirucho empezó a abrirse paso entre la multitud para llegar hasta Art, pero el hermano bajito le agarró del codo y le susurró algo al oído. El hermano alto sonrió, y después el pequeño dijo a Art en inglés:
– Eres del tamaño adecuado. ¿Quieres pelear unos cuantos asaltos con él?
– Es un crío -murmuró Art.
– Sabe cuidar de sí mismo -replicó el hermano bajito-. De hecho, sabrá cuidar de ti.
Art rió.
– ¿Boxeas? -insistió el chico.
– Antes -contestó Art-. Un poco.
– Bien, acércate, yanqui -dijo el chico-.Te encontraremos unos guantes.
Art aceptó el reto, pero no fue por machismo. Podría haberlo rechazado con una carcajada, pero el boxeo es sagrado en México, y cuando la gente a la que has intentado acercarte durante meses te invita a entrar en su iglesia, tienes que aceptar.
– ¿Con quién voy a pelear? -preguntó a un hombre de entre el gentío mientras le calzaban los guantes.
– Con el Leoncito de Culiacán -contestó el hombre con orgullo-. Algún día será campeón del mundo.
Art caminó hasta el centro del cuadrilátero.