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Operación Cóndor.

La batida masiva de soldados y aviones de apoyo, con bombas y defoliantes. Pero aún era Art Keller quien les indicaba dónde disparar, casi como si contara con un plano personal de todos los campos de amapolas, invernaderos y laboratorios de la provincia, lo cual era casi literalmente cierto.

Ahora Art se acuclilla en la maleza, a la espera del premio gordo.

Pese a todo el éxito de Cóndor, la DEA continúa concentrada en un único objetivo: capturar a don Pedro. Es lo único de lo que ha oído hablar Art: ¿dónde está don Pedro? Capturen a don Pedro. Tenemos que capturar al Patrón.

Como si tuviéramos que colgar la cabeza del trofeo en la pared, de lo contrario toda la operación sería un fracaso. Cientos de hectáreas de amapolas destruidas, toda la infraestructura de los gomeros de Sinaloa arrasada, pero aún necesitamos al viejo como símbolo de nuestro éxito.

Van por ahí corriendo como locos, en persecución de todos los rumores y chismes, pero siempre un paso atrás, o, como diría Taylor, un día tarde y con un dólar de menos. Art es incapaz de decidir qué desea más Taylor: capturar a don Pedro o que Art no capture a don Pedro.

Art había ido en jeep a inspeccionar las ruinas carbonizadas de un laboratorio de heroína importante, cuando Tío Barrera salió del humo con un pequeño convoy de fuerzas de la DFS.

¿La puta DFS?, se preguntó Art. La Dirección Federal de Seguridad es como el FBI y la CIA juntos, solo que más poderosa. Los chicos de la DFS tienen carta blanca para todo lo que hacen en México. Bien, Tío es un poli de Jalisco. ¿Qué coño está haciendo con un pelotón de la DFS de élite, y encima al mando? Tío se asomó de su jeep Cherokee y dijo con un suspiro:

– Lo mejor será ir a por el viejo don Pedro.

Ofrece a Art el trofeo más preciado de la Guerra contra las Drogas como si fuera una bolsa de colmado.

– ¿Sabe dónde está? -preguntó Art.

– Mejor aún -contestó Tío-. Sé dónde estará.

Así que ahora Art está acuclillado en la maleza, a la espera de que el viejo caiga en la emboscada. Nota los ojos de Tío clavados en él. Se vuelve y ve que Tío consulta su reloj.

Art recibe el mensaje.

De un momento a otro.

Don Pedro Avilés está sentado en el asiento delantero de su Mercedes descapotable, mientras traquetea poco a poco sobre la carretera de tierra. Están huyendo del valle en llamas, subiendo la montaña. Si llega al otro lado, estará a salvo.

– Ve con cuidado -dice al joven Güero, que está conduciendo-. Cuidado con los baches. El coche es caro.

– Tenemos que salir de aquí, patrón -le dice Güero.

– Lo sé -replica con brusquedad don Pedro-, pero ¿teníamos que tomar esta carretera? El coche se estropeará.

– No habrá soldados en esta carretera -le dice Güero-. Ni federales, ni policía estatal.

– ¿Lo sabes con certeza? -pregunta Avilés.

Otra vez.

– Me lo dijo Barrera -contesta Güero-. Ha dejado libre esta ruta.

– Más le conviene -dice Avilés-. Con el dinero que le pago…

Dinero para el gobernador Cerro, dinero para el general Hernández. Barrera va a recoger el dinero con la misma puntualidad que la menstruación de una mujer. Siempre, dinero para los políticos, dinero para los generales. Siempre ha sido así, desde que don Pedro era joven, cuando su padre le enseñaba el negocio.

Y siempre habrá estas redadas periódicas, estas purificaciones rituales procedentes de Ciudad de México, a petición de los yanquis. Esta vez es a cambio de una subida en el precio del crudo, y el gobernador Cerro envió a Barrera para que informara a don Pedro: «Invierta en petróleo, don Pedro. Venda el opio e invierta en petróleo. Pronto subirá. Y el opio…».

Así que dejé que esos jóvenes idiotas me compraran los campos de amapolas. Cogí el dinero y lo invertí en petróleo. Y Cerro dejó que los yanquis quemaran los campos de amapolas, haciendo el trabajo que el sol habría hecho por ellos.

Porque esa es la gran ironía: la Operación Cóndor se programó para ser lanzada justo antes de que llegaran los años de sequía. Lo ha visto en el cielo durante los dos últimos años. Lo ha visto en los árboles, la hierba, las aves. Los años de sequía se acercan. Cinco años de malas cosechas antes de que vuelvan las lluvias.

– Si los yanquis no hubieran quemado los campos -dice don Pedro a Güero-, lo habría hecho yo. Renueva el suelo.

De modo que la Operación Cóndor es una farsa. Una escenificación, una chanza.

Pero aun así, tiene que huir de Sinaloa.

Avilés no ha sobrevivido durante setenta y tres años siendo descuidado. Por eso Güero conduce, y cinco de sus sicarios de más confianza van en un coche detrás. Hombres cuyas familias viven en la finca de don Pedro en Culiacán, y que serían exterminadas si algo le sucediera a don Pedro.

Y Güero, su aprendiz, su ayudante. Un huérfano al que recogió de las calles de Culiacán, como una manda a san Jesús Malverde, el santo patrón de todos los gomeros de Sinaloa. Güero, al que enseñó el oficio, al que enseñó todo. Ahora un joven, su mano derecha, un chico espabilado, capaz de realizar complejos cálculos en su cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y que sin embargo conduce demasiado deprisa el Mercedes por esta carretera tan mala.

– Más despacio -ordena Avilés.

Güero («Rubiales», debido a su pelo claro) lanza una risita. El viejo tiene millones y millones, pero cloquea como una gallina vieja cuando ve una factura de reparaciones. Podría tirar este Mercedes y no echarlo de menos, pero se queja de los pocos pesos que le cuesta lavarlo para quitar el polvo.

Güero no se enfada. Ya está acostumbrado.

Aminora la velocidad.

– Deberíamos hacer una manda a Malverde cuando lleguemos a Culiacán -dice don Pedro.

– No podremos quedarnos en Culiacán, patrón -dice Güero-. Los norteamericanos estarán allí.

– A la mierda los norteamericanos.

– Barrera nos aconsejó que fuéramos a Guadalajara.

– No me gusta Guadalajara -replica don Pedro.

– Solo será una temporada.

Llegan a un cruce, y Güero se dispone a doblar a la izquierda.

– A la derecha -dice don Pedro.

– A la izquierda, patrón -contesta Güero.

Don Pedro ríe.

– He estado pasando opio de contrabando por estas montañas desde que el padre de tu padre le tiraba de las bragas a tu abuela. Gira a la derecha.

Güero se encoge de hombros y gira a la derecha.

La carretera se estrecha y la tierra es más blanda y profunda.

– Sigue adelante, despacio -dice don Pedro-. Sin pausa, pero sin prisa.

Llegan a una curva cerrada a la derecha que atraviesa la espesa maleza, y Güero levanta el pie del pedal.

– ¿Qué coño te pasa? -pregunta don Pedro.

Cañones de rifles asoman de la maleza.

Ocho, nueve, diez.

Diez más detrás.

Entonces don Pedro ve a Barrera, con su traje negro, y sabe que todo va bien. La «detención» será una representación para los norteamericanos. Si llega a ir a la cárcel, saldrá en menos de un día.

Se levanta poco a poco y alza las manos. Ordena a sus hombres que le imiten.

Güero Méndez se desliza despacio hacia el suelo del coche.

Art empieza a levantarse.

Mira a don Pedro, de pie en su coche con las manos en alto, tembloroso a causa del frío.

El viejo parece muy frágil, piensa Art, como si una ráfaga de viento pudiera derribarle. Una barba blanca incipiente en su cara sin afeitar, los ojos hundidos a causa de la fatiga evidente. Un viejo débil cerca del final del camino.

Parece casi cruel detenerle, pero…

Tío asiente.

Sus hombres abren fuego.

Las balas sacuden a don Pedro como si fuera un árbol joven.