Robert Silverberg
El poder oculto
El puerto espacial de Mondarrán IV era pequeño, como podía esperarse de esa clase de mundo atrasado y rudimentario. Rygor Davison recogió su única maleta en el depósito de equipajes y salió al exterior, entre el viento y el calor de primeras horas de la tarde. El sol —de tipo G, muy caliente— estaba en lo alto del cielo todavía, y un camino polvoriento y retorcido llevaba desde aquel rústico puerto espacial hacia un pequeño pueblo gris, a un kilómetro poco más o menos de distancia.
No había nadie para recibirle. Impresionante bienvenida, se dijo. E inició el recorrido del sucio camino hacia el pueblo que sería su hogar durante los cinco años siguientes…, si sobrevivía.
Apenas había dado media docena de pasos, cuando oyó a alguien tras él. Se volvió y descubrió a un chiquillo muy moreno, que se acercaba corriendo por el camino. Tendría unos once años y llevaba un calzón de baño dorado, sin nada más. Parecía apresurado.
—¡Hola, muchacho! —le saludó Davison.
El chico alzó la vista inquisitivamente, menguó el paso y al fin se detuvo, respirando agitadamente.
—¿Acaba de llegar? ¡Vi bajar la nave!
—Sí, recién llegado —sonrió Davison—. ¿Por qué corres?
—Un brujo —explicó el chico jadeando—. Van a darle su merecido esta tarde. No quiero perdérmelo. ¡Vamos, corra!
Davison se puso rígido.
—¿Qué dices que va a pasar, muchacho?
—Van a quemar a un brujo —respondió este hablando lentamente, como si se dirigiera a un retrasado mental o a una criatura—. Dése prisa si quiere llegar a tiempo… ¡Y no me lo haga perder a mí!
Davison levantó la maleta y echó a andar rápidamente junto al chico, que le urgía impaciencia. Nubes de polvo se alzaban del camino y giraban en torno a ellos.
¿Conque la quema de un brujo, eh? Tembló a pesar de sí mismo y se preguntó si el Gremio de los Esper [1] le habría enviado a la muerte.
El Gremio de los Esper operaba en secreto, pero con toda eficiencia. Habían descubierto a Davison, le habían entrenado hasta desarrollar todo su enorme potencial de telequinesis y le habían enviado a los mundos exteriores para que aprendiera a no utilizarlo.
Lloyd Kechnie, el guía de Davison, se lo había explicado. Kechnie era un hombre delgado, de ojos brillantes, nariz de halcón y cejas de gorila. Había trabajado con Davison durante ocho años.
—Eres un telecinésico estupendo —le había dicho—. El gremio ya no puede hacer nada más por ti. Dentro de unos cuantos años, estarás preparado para actuar con toda libertad.
—¿Unos años? Pero yo creía…
—Eres el mejor de cuantos he visto —continuó Kechnie—. Tan bueno que utilizar tu poder supone para ti una segunda naturaleza. No sabes ocultarlo. Y algún día lo lamentarás. No has aprendido a dominarte. —Se inclinó hacia adelante sobre su mesa—. Ry, hemos decidido abandonarte a ti mismo, para que te salves o te pierdas… No eres el primero con el que procedemos así. Vamos a enviarte a un mundo en el que no existe la metapsíquica donde no se ha desarrollado ese poder. Te verás forzado a ocultar tu poder para la telecinesis o te matarán por un delito de brujería o algo semejante.
—¿No puedo quedarme en la Tierra y aprender? —preguntó Davison ansiosamente.
—No. Aquí es demasiado fácil pasar desapercibido. En los mundos exteriores, te enfrentarás a una situación de todo o nada. Así que irás a uno de ellos.
Davison se había embarcado en la nave siguiente. En Mondarrán IV tendría que aprender. De lo contrario…
—¿De dónde viene? —preguntó el chico tras unos minutos de silencio—. ¿Se establecerá aquí como colono?
—Por algún tiempo —respondió Davison—. Soy de Dariak III.
No iba a revelar su procedencia de la Tierra. Dariak era un mundo conocido y sin metapsíquica. Si sospechaban de su condición de Esper, su vida estaría en peligro.
—Dariak III —repitió el chico—. ¿Es bonito?
—No mucho. Llueve demasiado.
De pronto, hubo un estallido de llamas y fuego brillante en el pueblo, allá delante, que iluminó el cielo de la tarde como un rayo.
—¡Maldición! —exclamó el chico, disgustado—. Ya está ardiendo. Me perdí el espectáculo, después de todo. Supongo que debí de haber salido antes.
—Demasiado tarde, ¿eh? —Davison se sentía más que aliviado. Se humedeció los labios—. Supongo que nos hemos perdido toda la diversión.
—Es realmente apasionante —dijo el muchacho, con entusiasmo—. Especialmente cuando se trata de brujos muy buenos, que hacen toda clase de trucos antes de que los quememos. Debería ver las cosas que son capaces de hacer cuando ya están en la estaca.
«Me lo imagino», pensó Davison amargamente. Pero omitió todo comentario.
Siguieron avanzando, a un paso más lento ahora. El pueblo se acercaba a ellos. Ya distinguía bastante bien los edificios más próximos y la gente que deambulaba por las calles. En el firmamento, el sol parecía aún más fuerte.
Llegaban a la última curva del camino, cuando una figura lamentable, cubierta de harapos, apareció caminando en dirección a ellos.
—Hola, Joe el Tonto —saludó el chico alegremente al llegar el hombre a su lado.
Éste gruñó un monosílabo y siguió andando. Era alto y esquelético, con una barba descuidada, los zapatos sin cordones y una cazadora de piel muy gastada. Se detuvo al pasar junto a Davison, le miró curiosamente al rostro y sonrió, revelando unos dientes amarillentos.
—¿Le sobra una moneda, amigo? —preguntó con voz baja y ronca—. ¿Tiene algo para un pobre?
Davison se registró el bolsillo y sacó una moneda. El muchacho le miró con desaprobación, pero él la dejó caer en la palma abierta del mendigo.
—Buena suerte, señor —dijo éste, y siguió andando. Unos pasos más allá se volvió—. Lástima que se perdiera el asado, señor. Fue estupendo.
Entraron en el pueblo. Davison vio que consistía en un grupo de edificios de dos pisos, al parecer prefabricados, agrupados en torno a la plaza mayor, y en cuyo centro, observó Davison, había una estaca de acero con algo muy desagradable todavía humeando en la base. Sintió un estremecimiento y apartó la mirada.
—¿Qué le pasa, señor? —preguntó el chico, despectivamente—. ¿Es que no asan a los brujos en Dariak III?
—No con frecuencia —repuso Davison.
Descubrió que los dedos le temblaban y luchó por controlarse. Pensó en Kechnie, cómodamente instalado allá en la Tierra. Y mientras tanto, él se veía aquí, en este mundo asqueroso, polvoriento y lleno de moscas, condenado a pasarse los cinco años siguientes en un poblacho aburrido, y haciendo girar los pulgares. Aquello era como estar en la cárcel.
No… Peor todavía. En la cárcel no se tenían preocupaciones. Uno se adaptaba a la rutina diaria, tenía tres comidas al día y un lugar para dormir, por malo que fuese. Y no padecía ninguna angustia.
Esto era diferente. Davison se esforzó por no estallar en maldiciones. Tendría que mantenerse en vigilancia constante, reprimiendo su metapsíquica, ocultando su poder… o acabaría en aquella estaca de acero en la plaza central, divirtiendo a los pueblerinos antes de convertirse en cenizas. Luego sonrió.
«Kechnie sabe lo que hace —admitió a pesar suyo—. Si logro sobrevivir a esto, estaré preparado para la tarea que me confíen, sea la que sea.»
Cuadró los hombros, moldeó sus rasgos en una amplia sonrisa y entró en el pueblo.
Un hombre alto, de rostro muy curtido por el tiempo y de encendidos colores, se dirigió a él cojeando.
—Hola, forastero. Me llamo Domarke y soy el alcalde. ¿Es nuevo aquí?