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—Mirad cómo come —observó Mamá Rinehart una noche durante la cena—. Lo devora todo como si fuera la última comida que hubiera de tomar en la vida.

Davison sonrió y se metió en la boca otra cucharada rebosante. Era cierto. Comía como nunca lo hiciera antes. Toda su vida en la Tierra le parecía extraordinariamente insípida y limitada comparada con estas labores manuales en Mondarrán IV. Físicamente, se hallaba en magnífica forma.

Mentalmente, en cambio… Su mente empezaba a preocuparle.

Mantenía bien controlada la telecinesis a pesar de las tentaciones constantes de utilizarla. Le costaba, pero seguía viviendo sin echar mano de sus poderes paranormales. Hasta que sufrió un retroceso.

En la quinta madrugada de su estancia en Mondarrán IV, se despertó bruscamente, sentándose en la cama y mirando en torno suyo. La mente le ardía. Parpadeó para enfocar la visión y saltó de la cama.

Por unos instantes, permaneció en pie, inquieto, preguntándose qué le había sucedido, escuchando el loco latir de su corazón. Recogió los pantalones que había dejado en una silla y se los puso. Se dirigió a la ventana y miró al exterior.

Aún faltaba mucho para el amanecer. El sol no asomaba en el horizonte y, allá arriba, las lunas gemelas avanzaban serenamente por el cielo. Lanzaban una luz brillante y helada sobre los campos, en el exterior, todo estaba terriblemente silencioso.

Davison comprendió lo sucedido. Era la reacción de su mente reprimida y torturada, que le arrancaba al sueño para gritarle su protesta por el trato que recibía. «No puedes olvidarte de la telequinesia así como así. Tienes que desahogarte. Eso es», se dijo Davison.

Bajó las escaleras reteniendo el aliento, atemorizado cada vez que crujía un escalón, y salió de la granja por la puerta lateral. Cruzó corriendo la extensión de tierra hasta el pequeño granero que se alzaba al borde de) campo, en el que se amontonaban las vainas ya recogidas.

Rápidamente, en el silencio de aquella primera hora, subió la escalerilla hasta la parte superior del granero. El olor cálido y ligeramente rancio del montón de vainas le acogió. Se dejó caer y aterrizó sobre ellas.

Entonces, con cautela, dejó sus poderes en libertad. Le inundó una oleada de alivio. Extendió la mano, señaló una vaina aislada, la hizo volar unos cuantos metros por el aire y la dejó caer. Después, otra; luego, dos a la vez. Siguió así durante casi quince minutos. Se gloriaba en la utilización de su poder, haciendo volar las vainas por todas partes.

Sin embargo, un detalle le alarmó. No encontraba tanta facilidad como antes. Necesitaba un esfuerzo manifiesto en su ejercicio de la telecinesis e incluso sentía algo de fatiga tras unos momentos de actividad. Esto no le había ocurrido nunca.

Le asaltó un pensamiento horrible. ¿Y si la abstinencia acababa por dañar su capacidad? ¿Y si cinco años seguidos de abstinencia (si lograba aguantar tanto tiempo) le robaban su poder para siempre?

No parecía probable. Después de todo, otros habían sufrido esos cinco años de exilio y regresado con su poder intacto. Se habían abstenido de usarlo… ¿O no? ¿Habrían tenido que acudir a un remedio semejante a éste, obligados a levantarse de madrugada y esconderse en cualquier granero para hacer volar los objetos o encender una hoguera?

Desconocía la respuesta. Con gesto hosco, hizo volar unas cuantas vainas más por el aire, sintiéndose refrescado, volvió a la ventana y bajó la larga escalera.

Buster Rinehart estaba en el suelo, con los ojos llenos de curiosidad alzados hacia él.

Por un segundo se quedó sin aliento, pero continuó descendiendo.

—Hola —dijo el pequeño—. ¿Qué haces ahí, Ry? ¿Por qué no estás durmiendo?

—Yo podría preguntarte lo mismo —respondió Davison, decidido a mantener el tipo. Le temblaban las manos. ¿Y si Buster le hubiera espiado, si le hubiera visto utilizando su poder? ¿Aceptarían la palabra de un niño en un asunto tan grave? Probablemente sí, en un mundo como aquél, histérico ante toda brujería—. ¿Qué haces levantado, Buster?, tu madre armaría un escándalo si supiera que estás de pie y paseando a estas horas.

—A ella no le importa —dijo el niño. Levantó un cubo que rebosaba de gusanos pálidos y grasientos—. Estaba recogiendo cebos. Es la única hora a la que se puede cavar, a medianoche, cuando brillan las lunas. —Sonrió a Davison con aire de conspirador—. ¿Y cuál es tu excusa?

—No podía dormir y salí a dar un paseo —respondió éste nerviosamente, odiando la necesidad de defenderse ante el chiquillo—. Eso es todo.

—Lo que me figuraba. Conque no puedes dormir, ¿eh? —dijo Buster—. Ya sé lo que te pasa, Ry. Estás enamorado de mi hermana. Te tiene tan loco que no puedes dormir. ¿No es cierto?

Asintió de inmediato.

—Pero tú no se lo dirás, ¿verdad? —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda, que dejó caer en la mano del chico. Los dedos gordezuelos se cerraron instantáneamente en torno a ella, y la moneda desapareció—. No quiero que sepa lo que siento hasta que lleve aquí un poco más de tiempo.

—Me callaré —prometió Buster.

Sus ojos brillaban a la luz de las lunas gemelas. Apretó nerviosamente el cubo de los gusanos para pescar. Estaba en posesión de un secreto precioso y eso le excitaba.

Davison dio la vuelta y se dirigió de regreso a la granja, sonriendo secamente. La red se apretaba más y más en torno a él, pensó. Había llegado al extremo de tener que inventar romances imaginarios con campesinas de piernas largas con objeto de salvar el pellejo.

Esta vez había funcionado. Pero no podía arriesgarse a subir allí por segunda vez. Imposible repetir aquella sesión privada de telecinesis en el granero. Había de hallar un desahogo en alguna otra parte.

Cuando al fin llegó la mañana, Davison bajó a enfrentarse con el viejo Rinehart.

—¿Puede darme permiso hoy, señor? Me gustaría disponer de un día libre, si le parece bien.

El granjero frunció el ceño y se rascó la oreja.

—¿Un día libre? ¿En plena recolección? ¿Tan preciso es, muchacho? Nos gustaría tenerlo todo recogido antes de que acabe la temporada. Pronto será tiempo de plantar de nuevo, lo sabes bien.

—Lo sé —respondió Davison—. De todas formas me gustaría tener libre la mañana. He de resolver unas cosas.

—De acuerdo, Ry. No soy un explotador. Tómate la mañana si quieres. Compensarás esas horas el domingo.

El calor era ya pesado cuando se alejó de la granja Rinehart y se dirigió al lago fangoso, al extremo de sus tierras. Lo bordeó y se introdujo en el espeso bosque que separaba la propiedad de la de su vecino, el acaudalado Lord Gabrielson.

Entró en el bosque, deliciosamente fresco. Gruesos árboles de hojas rojas se alzaban tan unidos que parecían formar una selva virgen. Gran profusión de arbustos salvajes cubrían el suelo, oscuro y fértil. Sobre su cabeza, resonaban los gritos de los pájaros, de muchos colores. De vez en cuando, una curiosa criatura con alas de murciélago saltaba de una rama a otra de los árboles gigantes.

Sabía por qué estaba en Mondarrán IV. Para aprender moderación. Para aprender a manejar su poder. Eso estaba claro: ¿Pero cómo lograría sobrevivir?

El ambiente religioso era aquí de una ortodoxia inflexible, al parecer, y el código moral no permitía la menor desviación. La paranormalidad equivalía a brujería, una ecuación común en estos mundos atrasados y carentes de ella. Los granjeros de este mundo tenían poco contacto con los planetas más sofisticados de los que vinieran hacía diez o veinte siglos y, por la razón que fuera, habían alcanzado un punto en su equilibrio cultural que no dejaba lugar para la metapsíquica.