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—Bien, bien… Mirad quién ha vuelto —exclamó Janey al acercarse Davison—. ¿Has descansado bien esta mañana?

—He pensado en muchas cosas, Janey —respondió suavemente—. Compensaré estas horas el domingo, mientras vosotros descansáis. Así quedaremos en paz.

El viejo Rinehart se acercó sonriendo.

—¿Todo resuelto, jovencito? Espero que sí, porque esta tarde nos aguarda un trabajo muy duro.

—Me tendrán con ustedes —dijo Davison.

Apretó los labios sin escuchar lo que le decían, pensando tan sólo en cuál sería la mejor salida.

—¡Eh miradme! —exclamó una voz aguda tras él.

—¡Deja eso! —ordenó firmemente Dirk Rinehart—. ¡Baja de ahí antes de que te rompas el cuello!

Davison se volvió y vio a Buster Rinehart de pie sobre la cabina del camión. Tenía unas vainas en las manos y las arrojaba al aire, jugueteando con ellas.

—¡Miradme! —chilló el chiquillo de nuevo, orgulloso de su habilidad para las acrobacias—. ¡Soy un malabarista!

Un momento después, perdió el control de las vainas. Estas cayeron, esparciéndose por el suelo. Y un momento más tarde, el chiquillo aullaba de dolor mientras su padre le administraba un buen castigo en las posaderas.

Davison soltó una risita, que se convirtió en una carcajada al comprender lo que había sucedido.

Al fin había encontrado la respuesta.

Se despidió al terminar la semana, después de trabajar con toda intensidad en el campo. Se sentía algo culpable por abandonarles. Había llegado a apreciar bastante a los Rinehart, pero era necesario romper todos los lazos y seguir adelante.

Anunció, pues, a Dirk Rinehart que se iría al término de otros ocho días. Indudablemente, al granjero no le satisfizo la noticia, pero no protestó. Transcurrida la semana, se marchó Davison, llevándose todas sus cosas en una maleta y saliendo a pie.

Necesitaba recorrer una gran distancia, alejarse lo suficiente del pueblo para que nadie le siguiera. Pagó a uno de los hijos del granjero vecino para que le llevara en coche a la ciudad más próxima, dándole una de las pocas monedas que le quedaban. En el bolsillo del pantalón, llevaba los billetes arrugados que le dieran como salario por su trabajo en casa de los Rinehart, aparte la habitación y las comidas. De momento, no quería utilizar ese dinero en absoluto.

El chico le condujo a través de la campiña llana y monótona de Mondarrán hasta otra ciudad, apenas más grande que la primera y casi idéntica por lo demás.

—Gracias —se limitó a decir Davison, bajando del vehículo y echando a andar.

Entró en la ciudad —adornada con su correspondiente estaca para los brujos— y empezó a mirar en torno suyo, buscando un lugar donde vivir. Había de hacer muchos preparativos antes de estar dispuesto.

Seis meses más tarde, comenzaron a aparecer los anuncios en los alrededores de la localidad. Eran llamativos, impresos en tres colores, brillantes y atractivos. Decían tan sólo:

LLEGA EL PRESTIDIGITADOR

Causó sensación. Cuando Davison llego en su carro, adornado y pintado con purpurina, al primer punto de su itinerario, un pequeño pueblo situado en el extremo más lejano de los dominios de Lord Gabrielson, una muchedumbre rodeó el carro y le precedió por la calle principal, gritando y aplaudiendo. La llegada de un mago ambulante no era cosa que se viese todos los días.

Siguió lentamente a la multitud con su carro por una calle bastante amplia, le dio la vuelta y lo aparcó casi delante de la estaca de los brujos. Echó el freno, bajó la pequeña plataforma sobre la que iba a actuar y se adelantó, resplandeciente en su traje rojo y dorado, con su capa flotante, para enfrentarse a la multitud. Comprobó que la emoción se apoderaba del público.

Un tipo alto gritó desde la primera fila:

—¿Es usted el preti…, prestig…, lo que sea?

—Soy Marius, el Prestidigitador, desde luego —contestó Davison con voz sepulcral. Se estaba divirtiendo.

—Bien. ¿Y qué sabe hacer, señor Marius? —insistió el paleto.

Sonrió. Esto era mejor que tener a alguien pagado entre la gente para que le hiciera preguntas.

—Jovencito, soy capaz de hacer cosas que motiven la imaginación, que asombren a la mente, que sobrepasen la realidad. —Agitó los brazos sobre la cabeza en un gesto teatral y grandioso—. ¡Puedo hacer venir a los espíritus de las vastas profundidades! —gritó—. ¡Poseo los secretos de la vida y de la muerte!

—Eso es lo que dicen todos los magos —comentó alguien con aire aburrido, allá en las últimas filas—. Haga algo bueno antes de que tengamos que pagar.

—¡Muy bien, incrédulos! —gritó Davison. Rebuscó a sus espaldas y sacó un par de velas. Encendió una cerilla y las prendió con ella—. Miren cómo las manejo —dijo con voz sonora—. Observen cómo juego con las llamas sin sufrir el menor daño.

Lanzó las velas al aire con suavidad y empezó a hacerlas girar con su poder telecinésico, de modo que, cuando caían, las cogía por el extremo contrario a la llama. Jugueteó con las dos por un momento, luego sacó una tercera y la introdujo en el acto. Continuó así por un rato. La multitud se iba sintiendo impresionada, mientras Davison seguía lanzando las velas al aire y simulando tropezar con todo tipo de dificultades. Finalmente, cuando la cera estuvo demasiado caliente para manejarla con comodidad, las hizo bajar lentamente, una por una, y las recogió. Saludó con gesto altivo. La multitud respondió con un diluvio de monedas.

—Gracias, gracias —dijo.

Sacó una caja llena de bolas de colores y se puso a jugar con ellas sin más prólogo. A los pocos minutos, manejaba cinco a la vez. En realidad, las manipulaba mediante la telecinesis, agitando las manos bajo ellas de modo impresionante aunque totalmente inútil. Introdujo en el acto una sexta bola, luego la séptima…

Sonreía satisfecho mientras realizaba estos juegos de manos. Probablemente, todas aquellas personas habían tropezado antes con otros Esper y los habían quemado por brujería. Pero se trataba de telecinésicos auténticos. Él no era más que un prestidigitador vulgar, un hombre de coordinación excepcional, un charlatán vagabundo…, un fraude. Todos sabían que los magos eran unos embusteros y que sólo mediante la habilidad de sus manos mantenían tantas bolas en el aire.

Cuando se detuvo la lluvia de monedas, recogió las bolas y las devolvió a su caja. Inició un nuevo truco, sin parar de hablar volublemente, mientras iba colocando una columna de objetos en precario equilibrio. Fue apilando sillas sobre sillas, añadiendo muebles del fondo del carro para hacer el montón más impresionante, hasta formar, en difícil equilibrio, una columna de objetos de unos cuatro metros de altura. Corrió en torno a ella rápidamente, afirmándola al parecer con las manos, en realidad controlándola mediante la telecinesis.

Al fin, aparentó quedar satisfecho. Empezó a trepar lentamente. Cuando llegó a la silla superior —absurdamente apoyada en una de sus patas—, se subió a ella, se sentó y, alzándose con su poder telecinésico, se mantuvo allí en equilibrio con una sola mano. Luego, dio la vuelta, saltó ligeramente a tierra y levantó las manos en gesto de triunfo. Cayó otra lluvia de monedas.

He aquí el modo de sobrevivir, pensó, mientras la muchedumbre rugió su aprobación. Jamás sospecharían que utilizaba una especie de magia auténtica. Podía practicar el control de la telecinesis en la vida ordinaria, pero estas actuaciones le facilitarían el desahogo necesario. Cuando volviera a la Tierra estaría en buena forma, mucho más que los otros, mucho más que Joe el Tonto, por ejemplo. Porque él había seguido viviendo en sociedad, en lugar de huir de ella.

En la primera fila, un niño se puso en pie.