Wexler desvió la mirada y cogió la cuenta que había dejado la camarera. Después se bebió lo que quedaba en el vaso y se levantó del banco. Ya en pie, se quedó mirándome y me echó una bocanada de aliento que apestaba a bourbon.
– Vamos al despacho -dijo-. Te daré una hora.
Levantó el dedo índice y repitió, por si no le había entendido:
– Una hora.
En la sala de trabajo del CAP me senté en la mesa que había sido de mi hermano. Nadie la había cogido todavía. Quizás ahora era la mesa de la mala suerte. Wexler estaba de pie ante un muro de archivadores, mirando en un cajón abierto. St. Louis estaba en alguna parte fuera de mi vista, aparentando que no tenía nada que ver con aquello. Por fin, Wexler volvió del fichero con dos gruesas carpetas. Me las puso delante.
– ¿Esto es todo?
– Todo. Tienes una hora.
– Vamos, hombre, aquí hay medio palmo de papel -protesté-. Deja que me lo lleve a casa y te lo devolveré…
– Ya veo, igual que tu hermano. Una hora, McEvoy. Comprueba tu reloj porque esto tiene que volver al archivo dentro de una hora. Ya sólo te quedan cincuenta y nueve minutos. Estás perdiendo el tiempo.
Dejé de insistir y abrí la primera carpeta. Theresa Lofton había sido una hermosa joven que vino a la universidad a sacarse un título de magisterio. Quería ser maestra de primer grado.
Estaba en primer curso y vivía en una residencia para estudiantes del campus. Llevaba un buen currículum y eso que trabajaba a tiempo parcial en la guardería para los hijos de los estudiantes.
Se creía que Lofton fue secuestrada en el campus o cerca de él un miércoles, el primer día de las vacaciones de Navidad. La mayoría de los estudiantes ya se habían marchado. Theresa seguía aún en Denver por dos motivos. Tenía su trabajo; la guardería no cerraba por vacaciones hasta el final de la semana. Además, tenía problemas con el coche. Esperaba a que le cambiasen el embrague a su viejo Escarabajo para poder volver a casa con él.
Su desaparición pasó inadvertida porque su compañera de habitación y todos sus amigos se habían ido ya de vacaciones. Nadie la echó en falta. Cuando no apareció por su trabajo el jueves por la mañana, el encargado de la guardería se limitó a pensar que había adelantado un poco su marcha a Montana, dejando incompleta la semana porque ya no volvería a trabajar allí después de las vacaciones de Navidad. No era la primera vez que un estudiante en prácticas hacía novillos así, sobre todo cuando ya habían terminado los exámenes finales y empezado las vacaciones. Por eso el encargado no lo denunció ni informó a las autoridades.
Su cuerpo se encontró el viernes por la mañana en Washington Park. Los investigadores siguieron las huellas de sus últimos movimientos conocidos hasta el mediodía del miércoles, cuando llamó al mecánico desde la guardería -él recordaba haber oído un fondo de voces infantiles-, y éste le dijo que el coche ya estaba listo. Ella le contestó que iría a recogerlo al salir del trabajo, después de pasar por el banco. No hizo ninguna de las dos cosas. A mediodía se despidió del encargado de la guardería y salió por la puerta. Nadie volvió a verla con vida. Excepto su asesino, claro.
Sólo tuve que mirar las fotos del expediente para darme cuenta de hasta qué punto el caso había impresionado a Sean y cómo le había atenazado el corazón. Había fotos de antes y después. Un retrato de ella, probablemente hecho para la memoria anual del instituto. Una muchacha fresca con toda la vida por delante. Tenía el cabello negro y ondulado, y los ojos de un azul muy claro. Cada uno de ellos reflejaba un punto de luz, del flash de la cámara. Había también una foto algo indiscreta de ella, con pantalón corto y el sujetador de un biquini. Se la veía sonriente, sacando de un coche una caja de cartón. Los músculos de sus delgados y bronceados brazos estaban tensos. Daba la impresión de que no le costaba demasiado esfuerzo posar para el fotógrafo con la pesada caja a cuestas. Le di la vuelta y leí lo que, al parecer, habían garabateado los padres: «¡Primer día de Terri en el campus! Denver, Colo.»
El resto de las fotografías habían sido tomadas después. Eran muchas más y me llamó la atención la cantidad. ¿Para qué querían tantas los polis? Cada una de ellas me parecía una especie de terrible indiscreción, a pesar de que la chica ya estaba muerta. En esas fotografías, los ojos de Theresa Lofton habían perdido el brillo. Los tenía abiertos pero apagados, entelados por una membrana lechosa.
Las fotos mostraban a la víctima que yacía entre unos matorrales sobre una leve pendiente nevada. Las noticias que se habían publicado estaban en lo cierto. Estaba cortada en dos. Tenía una bufanda fuertemente ceñida en torno al cuello y los ojos suficientemente dilatados y perplejos para dar a entender que era así como había muerto. Pero el asesino, al parecer, había tenido más trabajo después. El cuerpo había sido cortado a la altura del diafragma, después la parte inferior había sido colocada sobre la superior, componiendo un cuadro horripilante que sugería que estaba realizando un acto sexual consigo misma.
Noté que Wexler me estaba mirando desde la otra mesa mientras yo escrutaba aquella galería de espantosas fotografías. Traté de disimular mi repugnancia. O mi fascinación. Ahora ya sabía de qué me estaba protegiendo mi hermano. Nunca había visto nada tan horrible. Por fin miré a Wexler.
– ¡Dios mío!
– Ya.
– Aquello que decían los diarios de que era como lo de la Dalia Negra en Los Ángeles… ¿Está cerrado aquel caso, no?
– Claro. Mac compró un libro sobre él. También llamó a un veterano del Departamento de Policía de Los Ángeles. Había algunas similitudes. El trabajo de carnicería. Pero eso fue hace cincuenta años.
– Quizás alguien copió la idea de ahí.
– Puede ser. Él también lo pensó.
Metí las fotos en el sobre y volví a mirar a Wexler.
– ¿Era lesbiana?
– No, al menos no por lo que sabemos. Tenía un novio allí en Butte. Buen chico. Lo interrogamos. Mac pensó en eso durante un tiempo. Por lo que hizo el asesino, ya sabes, con las dos partes del cuerpo. Pensaba que quizás alguien se había vengado de ella por ser tortillera. Que había montado aquella escena movido por una mente enfermiza. Pero no llegó a ninguna parte con eso.
Asentí.
– Te quedan cuarenta y cinco minutos.
– Mira, es la primera vez que te oigo llamarle Mac desde hace tiempo.
– No te preocupes por eso. Preocúpate por los tres cuartos de hora.
El informe de la autopsia era bastante más soportable que las fotos. Me enteré de que la hora de la muerte se había establecido el mismo día de su desaparición. Llevaba muerta más de cuarenta horas cuando se encontró el cadáver.
La mayoría de los informes acababan en un callejón sin salida. Las investigaciones rutinarias sobre la familia de la víctima, el novio, amigos de la universidad, colegas de la guardería e incluso padres de los niños que estaban a su cargo no llevaban a ninguna parte. A casi todos se les había descartado por tener coartadas o mediante otros medios de investigación.
La conclusión del informé era que Theresa Lofton no conocía a su asesino, que éste se había cruzado en su camino, una simple cuestión de mala suerte. Siempre se referían al desconocido asesino como hombre, aunque no había ninguna prueba efectiva que lo avalase. La víctima no había sido agredida sexualmente. Pero la mayoría de los asesinos violentos y carniceros de mujeres eran hombres, y se consideraba que era necesaria una persona con fuerza física para cortar los huesos y los cartílagos del cadáver. No se encontró ningún instrumento cortante.
Aunque el cuerpo estaba casi totalmente desangrado, había indicios de lividez post mortem, lo que significaba que había pasado cierto tiempo entre la muerte de la víctima y su mutilación. Posiblemente dos o tres horas, según el informe.
Otro dato peculiar era el tiempo que el cadáver llevaba en el parque. Se había descubierto aproximadamente cuarenta horas después del momento en que, según los investigadores, Theresa Lofton había sido asesinada. Pero el parque es un lugar muy frecuentado por gente que va a pasear o a correr. Era improbable que el cuerpo hubiera permanecido en el parque a campo abierto durante tanto tiempo sin ser visto, a pesar de que una precoz nevada redujo considerablemente el número de gente que solía pasar por allí. De hecho, el informe llegaba a la conclusión de que no llevaba allí más de tres horas cuando fue descubierto, al amanecer, por un corredor de footing madrugador.