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– Ahórrate la molestia. No las tengo. Me las robaron en el hotel de Hollywood. Entró una raposa en el gallinero, Bob.

– ¿Qué insinúas?

– Si me dices lo de la caja de condones que encontraste entre las cosas de Thorson, te digo a qué me refiero. Le oí suspirar como diciendo: «Me rindo.»

– Había una caja de condones, ¿estamos? Ni siquiera estaba abierta. Ahora, dime, ¿de qué estás hablando?

– ¿Dónde está ahora?

– En una caja de cartón lacrada, con los demás efectos personales. Mañana por la mañana sale hacia Virginia, junto con el cuerpo.

– ¿Dónde está la caja lacrada?

– La tengo aquí mismo.

– Tienes que abrirla, Bob, para ver si el paquete de condones tiene la etiqueta del precio o cualquier otra indicación que nos lleve al sitio donde la compró.

Mientras escuchaba los ruidos del cartón y la cinta adhesiva al romperse, recordé la imagen de Thorson acercándose por el pasillo con un paquete en la mano.

– Te lo puedo decir ahora mismo -dijo Backus, mientras abría la caja de las pertenencias-, estaban en una bolsa de una farmacia.

El corazón me dio un vuelco y enseguida oí que abría la bolsa.

– Bien, aquí está -dijo Backus, con una voz que delataba que estaba a punto de perder la paciencia-. Farmacia Scottsdale. Abierta las veinticuatro horas. Caja de doce condones, nueve noventa y cinco. ¿Quieres saber también la marca, Jack?

Pasé por alto el sarcasmo, aunque la pregunta me dio una idea para más adelante.

– ¿Hay recibo?

– Te lo acabo de leer.

– ¿No dice la fecha y la hora? Casi todos los tickets incluyen la fecha y la hora de la compra. Silencio. Tan largo que me entraron ganas de gritar.

– Madrugada del domingo, doce cincuenta y cuatro.

Cerré los ojos. Mientras Thorson compraba la caja de condones que ni siquiera llegó a abrir, había alguien en su habitación haciendo una llamada telefónica.

– Bueno, Jack. ¿Qué significa esto? -me preguntó Backus.

– Que todo es mentira.

Abrí los ojos y me separé del auricular. Me parecía un objeto extraño adherido a la mano y, lentamente, lo coloqué en su sitio.

Bledsoe estaba todavía en su oficina, y contestó a la primera señal.

– Dan, soy Jack otra vez.

– JackMac, ¿qué hay?

– ¿Te acuerdas de esa cerveza que me ofreciste? Pues he pensado que en vez de eso, podías hacerme otro favor.

– Dalo por hecho.

Le dije lo que quería que hiciera y él no vaciló ni un instante, ni siquiera cuando añadí que tenía que ser inmediatamente. Me advirtió que no podía garantizarme los resultados pero que, en cualquier caso, se pondría en contacto conmigo y lo antes posible.

Pensé en la primera llamada que se hizo cuando Thorson no estaba en su habitación, a la centralita general del centro de Quantico. Cuando llamé desde el avión, no me pareció extraño. Pero ahora sí. ¿Por qué habían de llamar a la centralita en plena noche? Ahora sabía que sólo cabía una respuesta: la persona que llamó no quiso marcar un número directo del centro para no revelar que lo conocía. Por eso llamó a la centralita y, cuando la telefonista reconoció la señal de fax, transfirió la conexión a una de las líneas generales de fax.

Recuerdo que, durante la reunión del domingo por la mañana para hablar del fax del Poeta, Thorson nos contó el trayecto que el fax había recorrido desde Quantico. Había llegado a través de la centralita y posteriormente fue transferido a una máquina de fax.

La telefonista de Quantico me puso con las oficinas del Servicio de Ciencias del Comportamiento sin decir ni mu, cuando llamé preguntando por el agente Brad Hazelton. El teléfono sonó tres veces y ya empezaba a pensar que había llegado tarde, que Brad ya se habría ido a casa, cuando por fin descolgó.

– Brad, soy Jack McEvoy desde Los Angeles.

– Hola Jack, ¿qué tal estás? Ayer te libraste por los pelos, ¿no?

– Estoy bien. Siento lo del agente Thorson. Sé que os sentís todos muy unidos…

– Bueno, era un gilipollas de cuidado, pero nadie se merece una cosa así. Es horrible. Hoy no se ven caras muy risueñas por aquí.

– Me lo imagino.

– Bueno, ¿qué me cuentas?

– Sólo un par de detalles sin importancia. Estoy ordenando los hechos cronológicamente para el reportaje. Bueno, si es que consigo escribirlo todo algún día, ya sabes.

Me daba rabia mentirle de aquella manera a una persona que siempre se había mostrado amable conmigo, pero no podía contarle la verdad porque entonces no me ayudaría.

– Pero me parece que me he hecho un lío con las notas sobre el fax, el del Poeta, ya sabes, el que envió a Quantico el sábado. Recuerdo que Bob dijo que tú o Brass le habíais facilitado los detalles. Necesito saber la hora exacta en que llegó, si es que la tenéis.

– Hum…, espera un momento, Jack.

Antes de decirle que sí, ya se había ido. Cerré los ojos y pasé los minutos siguientes preguntándome si de verdad estaría buscando el dato o si habría ido a pedir permiso para dármelo.

Por fin volvió a ponerse al teléfono.

– Perdona, Jack, he tenido que revisar todos los papeles. El fax llegó a la máquina número dos de la sala de comunicaciones de las oficinas de la Academia, a las tres y treinta y ocho de la madrugada del domingo.

Miré mis notas. Restando las tres horas de diferencia horaria, el fax llegó a Quantico un minuto después de que se produjera la llamada a la centralita desde la habitación de Thorson.

– ¿Está bien, Jack?

– ¡Sí, sí, gracias! Esto…, tengo otra pregunta.

– Dispara… ¡Ay, mierda! Perdona.

– No importa. Hum…, la pregunta es, hum… El agente Thompson envió una muestra bucal de la víctima de Phoenix, Orsulak.

– Sí, Orsulak.

– Hum, quería identificar la sustancia. Creía que era lubrificante de condón. La pregunta es si, a través de la muestra, llegó a concretarse la marca. ¿Es posible? ¿Se identificó?

Hazelton se quedó callado al principio y yo estaba apunto de estallar. Pero entonces, habló.

– ¡Qué pregunta tan retorcida, Jack!

– Sí, ya lo sé, pero… hum, los detalles del caso, la forma en que investigáis las cosas, es que me fascina. Me parece importante tenerlo todo en su sitio… El relato resulta más creíble.

– Bueno, anda, espera un momento.

Otra vez desapareció del teléfono sin darme tiempo a contestar. Pero volvió enseguida.

– Sí, tengo esa información. ¿Quieres decirme de verdad para qué la necesitas? Ahora me tocaba a mí guardar silencio.

– No -dije por fin, decantándome por la vía de la honestidad-. Estoy tratando de aclarar una cosa, Brad. Si sale como yo creo, el FBI será el primero en saberlo, te lo aseguro.

Hazelton hizo una pausa.

– De acuerdo, Jack, confío en ti. Además, Gladden ya está muerto. No es como si te revelara pruebas del caso, ni tampoco podrás probar gran cosa con este dato. Por exclusión, la sustancia quedó definida como similar a la usada en dos marcas diferentes: Ramses Lubricated y Trojan Golds. El problema es que son dos de las más vendidas en el país. No sería lo que llamamos prueba inequívoca de nada.

Tal vez no fuera una prueba aceptable ante un tribunal, pero Ramses Lubricated era la marca del condón que Rachel sacó de su bolso y me dio la noche del sábado en mi habitación del hotel. Le di las gracias a Hazelton sin más comentarios y colgué.

Ya lo tenía todo, y todo encajaba. No conseguí cargarme mi propia teoría por más intentos que hice. Estaba basada en sospechas y especulaciones, pero funcionaba como una máquina bien engrasada. Y no tenía nada con que detenerla.

Lo último que necesitaba era la llamada de Bledsoe. Me puse a esperada paseando por la habitación, con una sensación de desasosiego en el estómago, tan machacante que parecía un ser vivo. Salí al balcón a tomar el aire, pero no me sirvió de nada. El Hombre de Madboro me miraba fijamente, dominando todo Sunset Strip desde lo alto con su cara de diez metros. Volví adentro.