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En vez de fumarme el cigarrillo que me apetecía, me fui a buscar una Coca-Cola. Salí de la habitación, pero saqué el pestillo para que la puerta no se cerrara del todo, y eché a correr por el pasillo hacia las máquinas de refrescos. A pesar del analgésico, tenía los nervios desquiciados. Sabía que tanta intensidad se traduciría muy pronto en agotamiento si no la atajaba a tiempo con una dosis de cafeína y azúcar. Ya de vuelta, a mitad de camino, oí el teléfono y eché a correr. Me tiré sobre el aparato sin cerrar la puerta siquiera y lo descolgué a la novena señal, según mis cálculos.

– ¿Dan? Silencio.

– Soy Rachel. ¿Quién es Dan?

– ¡Ah! -apenas me quedaba aliento-. Es, hum… un amigo del periódico. Estaba esperando su llamada.

– ¿Qué te pasa, Jack?

– Que estoy sin aliento. Estaba en el pasillo comprando una Coca-Cola cuando ha sonado el teléfono.

– ¡Dios! Debe de haber sido como los cien metros lisos.

– Algo parecido. Espera un momento.

Fui a cerrar la puerta y antes de hablar me puse la máscara de actor.

– ¿Rachel?

– Sí, oye, quería decirte que me voy. Bob quiere que vuelva a Florida y me ocupe del asunto de la ASP. -¡Ah!

– Seguramente me llevará unos días.

Se encendió la luz de otra llamada. Bledsoe, pensé, y maldije en silencio la coincidencia de las dos llamadas.

– De acuerdo, Rachel.

– Tendremos que quedar en alguna parte después. Estaba pensando en tomarme unas vacaciones.

– Creía que ya las habías hecho.

Me acordé de la nota que vi en el calendario de su mesa en Quantico.

Por primera vez, se me ocurrió que debía de ser el día que fue a Phoenix a acechar y matar a Orsulak.

– Hace mucho tiempo que no disfruto de unas vacaciones de verdad. He pensado en Italia, Venecia tal vez.

No le insinué que sabía que mentía. Me quedé callado y a ella se le acabó la paciencia. Mi actuación no era convincente.

– Jack, ¿qué te pasa?

– Nada. -No te creo.

Vacilé un momento y dije:

– No paro de darle vueltas a un detalle, Rachel.

– Dime.

– La otra noche, la primera que nos acostamos, llamé a tu habitación por teléfono cuando te fuiste. Sólo quería darte las buenas noches, ya sabes, y decirte lo bien que me lo había pasado contigo. Pero no contestaste. Incluso fui a llamar a tu puerta, y no había nadie. A la mañana siguiente me dijiste que te habías encontrado a Thorson en el pasillo. Y, no sé, supongo que he estado dándole vueltas al asunto.

– ¿A qué asunto, Jack?

– No sé, pensamientos sueltos. Me preguntaba dónde estarías cuando te llamé y fui a buscarte.

Guardó silencio un momento y, cuando volvió a hablar, su voz restalló furiosa por el teléfono como un látigo.

– Jack, ¿sabes lo que pareces? Un mocoso preuniversitario celoso. Como el chico de las gradas que me contaste. Sí, vi a Thorson en el pasillo y, sí, añadiría incluso que él pensó que andaba buscándolo, que quería estar con él. Pero de ahí no pasó la cosa. No puedo explicarte por qué no contesté a tu llamada, ¿entiendes? A lo mejor te equivocaste de número o a lo mejor estaba duchándome y pensando en lo maravillosa que había sido la noche. Además, no tengo por qué estar justificándome ni dándote explicaciones de ningún tipo. Si eres incapaz de superar tus miserables celos, vete a buscar a otra mujer y empieza una vida distinta.

– Rachel, oye, perdona, ¿vale? Me has preguntado qué me pasaba y te lo he dicho.

– Habrás tomado más pastillas de la cuenta, de esas que te recetó el médico. Te aconsejo que te pongas a dormir hasta que se te pase, Jack. Tengo que coger el avión.

Colgó.

– Adiós -le dije al silencio.

48

El sol se estaba poniendo y el cielo estaba del color de las calabazas maduras con cuchilladas de rosa fosforescente. Era tan hermoso que incluso la maraña de vallas publicitarias se me hizo agradable. Esperando a que llamara otra vez Bledsoe, que era el que había dejado el recado mientras yo hablaba con Rachel, volví a salir al balcón para intentar pensar y hacerme una idea clara de la situación. Su mensaje decía que no estaba en la oficina y que volvería a llamar.

Me quedé mirando al Hombre Marlboro, con sus ojos rodeados de arrugas y su estoico mentón. Siempre había sido uno de mis héroes, sin importarme que estuviera tan hueco como la página de la revista o la valla publicitaria. Recuerdo estar sentado a la mesa a la hora de cenar, ocupando mi sitio a la derecha de mi padre. Él siempre fumaba, con el cenicero a la derecha del plato. Así aprendí a fumar. Identificaba a mi padre con el Hombre Marlboro, por lo menos en aquella época.

De vuelta a la habitación, llamé a casa y contestó mi madre. Como de costumbre, se interesó por cómo estaba y me riñó amablemente por no haber llamado antes. Cuando le aseguré que estaba bien y conseguí calmarla, le pedí que me pasara a mi padre. No habíamos hablado desde el funeral, si es que hablamos aquel día.

– Hola, papá.

– Hijo. ¿Seguro que estás bien?

– Sí. ¿Y tú?

– Sí, bien. Sólo que estábamos preocupados por ti.

– No os preocupéis. Todo va bien.

– Es una locura, ¿no?

– ¿Lo de Gladden? Sí.

– Riley está aquí con nosotros. Se quedará unos días.

– Eso está muy bien.

– ¿Quieres hablar con ella?

– No. Quería hablar contigo.

Se quedó callado, como si eso le pusiera nervioso.

– ¿Estás en Los Angeles? Lo dijo con una «g» áspera.

– Sí, todavía estaré uno o dos días más. Sólo… llamaba porque quería… He estado pensando y quería decir que lo siento.

– ¿Por qué, hijo?

– No sé, por todo. Por Sarah, por Sean. Verás -me reí de la forma en que uno se ríe cuando algo no es gracioso y se siente incómodo-, lo siento por todo.

– Jack. ¿Seguro que estás bien?

– Estoy bien.

– Bueno, no tienes que disculparte por nada.

– Sí, papá, sí.

– Bueno… pues nosotros también lo sentimos. Lo siento. Dejé que el silencio subrayara sus palabras.

– Gracias, papá. Te dejo. Despídeme de mamá y saluda a Riley de mi parte.

– Sí. ¿Por qué no te pasas por aquí cuando vuelvas y te quedas también un par de días?

– Sí, lo haré.

Colgué. «El Hombre Marlboro», pensé. Miré por el balcón abierto y vi sus ojos que me miraban a hurtadillas por encima de la barandilla. Me volvía a doler la mano, y también la cabeza. Sabía demasiadas cosas que no deseaba saber. Me tomé otra pastilla.

A las cinco y media llamó por fin Bledsoe. Las noticias que me dio no eran buenas. Era la pieza que faltaba, el último desgarrón del velo de esperanza al que me asía. A medida que le escuchaba notaba cómo la sangre abandonaba mi cabeza. Volvía a estar solo. Y lo peor era que la mujer a la que había deseado no sólo me había rechazado, sino que me había utilizado y traicionado como nunca creí que pudiera hacerlo una mujer.

– Esto es lo que he sabido -dijo Bledsoe-. Agárrate que vienen curvas, te lo advierto.

– Suéltalo.

– Rachel Walling. Su padre era Harvey Walling. Yo no lo conocí. Cuando él era detective, yo todavía estaba patrullando las calles. He hablado con uno de los detectives de entonces y dice que le llamaban Harvey Bulldozer. Ya sabes, lo de la bebida. Era un tipo raro y solitario.

– ¿Qué sabes de su muerte?

– Ahora voy a eso. He pedido a un compañero que revisara los archivos. Ocurrió hace diecinueve años. Es curioso que no lo recuerde. Debía de tener la cabeza en otro sitio. Bueno, me encontré con mi colega en la taberna de Fells

Point y me dejo el expediente. Lo primero es que, con toda seguridad, era su padre. Su nombre aparece allí. Ella fue la que lo encontró. Se había pegado un tiro. Un tiro en la sien. Quedó como un suicidio, pero había algunos problemas.