– No te preocupes, Jack. No intentaré detenerte.
Asentí agradecido, pero noté cierta ironía en sus palabras.
– Hoy he estado con los polis, y he subido al lago.
– No quiero hablar de eso, Jack. Si quieres escribir, es cosa tuya. Tú haz lo que tengas que hacer. Pero yo he decidido que no quiero hablar de ello. Y si escribes sobre Sean, tampoco quiero leerlo. Yo también tengo que hacer lo que debo.
Asentí y le dije:
– Lo comprendo. Sin embargo, hay una cosa que necesito preguntarte. Después te dejaré al margen.
– ¿Qué quiere decir que me dejarás al margen? -me preguntó airadamente-. Me gustaría poderme quedar al margen. Pero estoy dentro. Estoy dentro para el resto de mi vida. ¿Quieres escribir sobre ello? ¿Crees que así te quitarás el peso de encima? ¿Y yo qué hago, Jack?
Bajé los ojos. Quería desaparecer, pero no sabía cómo hacerlo. Sentía su dolor y su ira como el calor de un horno cerrado.
– Tú quieres saber de esa chica -me dijo en voz baja, más tranquila-. Eso era lo que preguntaban todos los detectives.
– Sí. ¿Por qué este caso…?
No sabía cómo plantear la pregunta.
– ¿Por qué este caso le hizo olvidar todo lo bueno de la vida? La respuesta es que no lo sé. No lo sé, maldita sea.
De nuevo vi aparecer en sus ojos la ira y las lágrimas. Era como si su marido la hubiera dejado por otra mujer. Y allí estaba yo, lo más parecido en carne y hueso a Sean que volvería a ver jamás. No era extraño que volcase sobre mí todo su pesar y su ira.
– ¿Hablaba del caso contigo? -le pregunté.
– No mucho. De vez en cuando me contaba algo de sus casos. Este último no parecía diferente de los demás, salvo por lo que le pasó a ella. Me contó lo que el asesino le había hecho. Me contó cómo tuvo que verla. Después, quiero decir. Sabía que le preocupaba, pero había muchas cosas que le preocupaban. Muchos casos. No quería que nadie se le escapase. Siempre decía eso.
– Pero esta vez fue a ver a ese médico.
– Había tenido pesadillas y le dije que debería ir. Le obligué a ir.
– ¿Qué soñaba?
– Que estaba allí. Ya sabes, cuando le ocurrió eso a ella. Soñaba que lo estaba viendo, pero que no podía hacer nada para impedido.
El relato me hizo recordar otra muerte, de mucho tiempo atrás. La de Sarah. Cayendo por el hielo. Recordé la sensación de impotencia al verlo y ser incapaz de hacer algo. Miré a Riley.
– ¿Sabes por qué Sean subió allí?
– No.
– ¿Fue por Sarah?
– Te he dicho que no lo sé.
– Eso fue antes de que os conocierais. Pero allí es donde murió. Un accidente…
– Lo sé, Jack. Pero no sé qué tiene que ver. No ahora.
Yo tampoco. Era una de las muchas ideas confusas, pero no me la podía quitar de la cabeza.
Antes de regresar a Denver me dirigí al cementerio. No sabía lo que hacía. Era de noche y había nevado dos veces desde el funeral. Necesité un cuarto de hora sólo para encontrar el sitio donde estaba enterrado Sean. Todavía no tenía lápida. Lo encontré por la que estaba a su lado. La de mi hermana.
En la tumba de Sean había un par de jarros con flores congeladas y una etiqueta plastificada con su nombre clavada en la nieve. En la de Sarah no había flores. Me quedé un rato mirando la tumba de Sean. Era una noche clara y la luz de la luna me bastaba para ver. Mi aliento formaba nubes de vapor.
– ¿Cómo ocurrió, Sean? -pregunté en voz alta-. ¿Cómo fue?
Me di cuenta de lo que estaba haciendo y miré a mi alrededor. Era la única persona que había en el cementerio. La única viva. Pensé en lo que Riley había dicho de que Sean no quería que nadie se le escapase. Y pensé en lo poco que me importaban a mí esas cosas, mientras me proporcionasen material para un reportaje de dos páginas y media. ¿Cómo nos habíamos distanciado tanto? Mi hermano y yo. Mi hermano gemelo. No lo sabía. Sólo me entristecía. Me hacía sentir que quizá no era yo el que tenía que quedar en este mundo.
Recordé lo que Wexler me había dicho aquella primera noche, cuando vino a buscarme y me contó lo de mi hermano. Hablaba de toda la mierda que sale del tubo y que acabó siendo demasiada para Sean. Aún me parecía increíble. Pero tenía que creer en algo. Pensé en Riley y en las fotos de Theresa Lofton. Y pensé en mi hermana escurriéndose entre el hielo. Entonces creí que el asesinato de la chica había hundido a mi hermano en la más profunda desesperación. Creí que le habían acosado esa desesperación y esos cristalinos ojos azules de la chica que había sido cortada en dos. Y, puesto que no tenía un hermano al que recurrir, recurrió a su hermana. Subió hasta el lago que se la llevó a ella. Y se fue con ella.
Salí del cementerio sin volver la vista atrás.
Gladden se apostó junto a la valla, en el lado opuesto al de la mujer que recogía los boletos de los niños. Ella no podía verle. Pero en cuanto el carrusel comenzase a girar, él podría estudiar a los niños uno por uno. Gladden se pasó los dedos por el cabello teñido de rubio y miró a su alrededor. Estaba casi seguro de que lo miraban como a un padre más.
El tiovivo iba a arrancar. El organillo tocaba los acordes de una canción que Gladden no pudo identificar y los caballos iniciaron su trote, girando en sentido contrario a las agujas del reloj. En realidad, Gladden no había subido nunca al carrusel, aunque había visto que muchos de los padres acompañaban a sus hijos. Pensó que eso sería arriesgarse demasiado. Se fijó en una niña de unos cinco años que se aferraba desesperadamente a uno de los caballitos negros. Iba inclinada hacia delante con los bracitos asiendo la barra, pintada a rayas en espiral, como un caramelo, que salía del cuello del caballito de madera. Una pernera del pantaloncito rosa se le había subido dejando al descubierto la cara interna del muslo. Tenía la piel morena, color café. Gladden hurgó en su macuto y sacó la cámara. Aumentó la velocidad del obturador para evitar que la toma saliera movida y encaró la cámara hacia el carrusel. Enfocó y esperó a que la niña volviera a pasar.
Tuvo que esperar dos vueltas del tiovivo, pero le pareció que había conseguido la foto y guardó de nuevo la cámara. Miró en derredor sólo para asegurarse de que todo iba bien y divisó a un hombre apoyado en la valla a unos seis metros a su derecha. Ese hombre no estaba antes ahí. Y lo más alarmante era que iba con chaqueta deportiva y corbata. O era un pervertido o era un policía. Gladden decidió que era mejor marcharse.
El sol casi cegaba en el muelle. Gladden metió la cámara dentro del macuto y sacó las gafas con cristales de espejo. Decidió alejarse por el muelle hasta el gentío. Allí podría despistar a aquel tipo si era necesario. Si es que realmente le estaba siguiendo. Recorrió aproximadamente la mitad del camino, tranquilo y sereno, actuando con frialdad. Entonces se detuvo junto a la valla, se volvió y se recostó de espaldas en ella como si quisiera tomar el sol. Levantó la cara hacia el sol, pero sus ojos, tras los espejos, miraban a la parte del muelle de donde había venido.
Durante unos instantes no pasó nada. No vio al hombre con chaqueta deportiva y corbata. Después lo vio con la chaqueta al brazo, también con gafas de sol, pasando por delante de las galerías libres de impuestos, acercándose lentamente en dirección a Gladden.
– ¡Mierda! -dijo Gladden en voz alta.
Al oír la exclamación, una mujer que estaba sentada en un banco cercano con un niño pequeño le lanzó a Gladden una mirada furibunda.
– Perdón -dijo Gladden.
Se volvió y paseó la mirada por el resto del muelle. Tenía que pensar con rapidez. Sabía que los polis solían ir en pareja cuando entraban en acción. ¿Dónde estaba el otro? Le costó treinta segundos descubrir entre la multitud a una mujer situada unos veinticinco metros por detrás del hombre de la corbata. Llevaba pantalón largo y un polo. No tan formal como el hombre. Habría pasado desapercibida a no ser por el receptor-transmisor que llevaba al costado. Gladden se percató de que ella intentaba ocultarlo. Cuando la miró, ella se volvió dándole la espalda y se puso a hablar por la radio.