Estaba pidiendo refuerzos. Tenía que ser eso. Él tenía que mantenerse tranquilo y pensar un plan. El hombre de la corbata estaba a menos de veinte metros. Gladden se apartó de la valla y empezó a caminar a paso ligero hacia el extremo del muelle. Hizo lo que había hecho la poli. Se escudó en el cuerpo y empujó el macuto para que le quedase delante. Abrió la cremallera, metió la mano y agarró la cámara. Sin sacarla, la manipuló hasta encontrar el botón de borrado y lo accionó. No era demasiado lo que tenía: la niña del carrusel y unos cuantos niños en las duchas públicas. No era una gran pérdida.
Hecho esto, siguió avanzando por el muelle. Sacó del bolso un paquete de cigarrillos y, escudándose con el cuerpo, se volvió y se cubrió del viento para encender uno. Cuando lo hubo encendido, alzó la vista y vio que los dos polis se iban acercando. Sabía que lo creían atraparlo. Estaba llegando al final del muelle. La mujer había alcanzado al hombre e iban hablando mientras se acercaban. Probablemente discutían sobre si sería conveniente esperar a los refuerzos, pensó Gladden.
Gladden se dirigió rápidamente hacia la tienda de artículos de pesca y las oficinas del muelle. Conocía bien el trazado del extremo del muelle. En dos ocasiones, durante aquella semana, había seguido a niños con sus padres desde el carrusel hasta allí. Sabía que al otro lado de la tienda de artículos de pesca había unas escaleras que subían al mirador, en la terraza.
Al doblar la esquina de la tienda, fuera del campo de visión de los polis, Gladden se puso a correr junto a la pared trasera y subió por la escalera. Desde allí podía ver la parte del muelle que estaba delante de la tienda. Los dos polis seguían allí abajo, hablando otra vez. Entonces el hombre siguió los pasos de Gladden y la mujer se quedó atrás. No le iban a dar la oportunidad de escabullirse. De pronto, a Gladden se le ocurrió una pregunta. ¿Cómo lo habían sabido? No es corriente que haya polis con traje por el muelle. Habían acudido allí con un objetivo. Él. Pero ¿cómo se habían enterado?
Dejó estos pensamientos para encararse con la situación real. Tenía que hacer algo para distraerlos. El hombre pronto
se daría cuenta de que él no estaba entre los pescadores situados en la punta del muelle y subiría a buscarlo en el mirador. Vio un cubo de basura en un rincón junto a la baranda de madera. Corrió hacia él y miró en su interior. Estaba casi vacío. Se descolgó el macuto, levantó el cubo de basura por encima de la cabeza y tomó impulso hacia la barandilla. Lo tiró tan lejos como pudo, vio cómo pasaba sobré las cabezas de dos pescadores y caía al agua con un fuerte salpicón. Entonces oyó a un niño que gritaba:
– ¡Ey!
– ¡Hombre al agua! -gritó Gladden-. ¡Hombre al agua!
Entonces cogió el macuto y corrió rápidamente hacia la barandilla trasera del mirador. Vio a la mujer policía. Todavía estaba allí abajo, aunque había oído claramente el chapoteo y los gritos. Un par de chiquillos corría junto a la tienda de artículos de pesca para ver qué eran aquellos gritos y el alboroto. Después de titubear un instante, la mujer se fue tras los niños rodeando el edificio hacia el lugar del chapoteo y la conmoción subsiguiente. Gladden se colgó el macuto al hombro, pasó por encima de la baranda, se colgó de ella y saltó desde una altura de metro y medio. Empezó a correr por el muelle en dirección a tierra firme.
Cuando estaba a mitad de camino, Gladden vio a dos polis de playa en bicicleta. Llevaban pantalón corto y polo azul. Totalmente ridículos. Los había visto el día anterior y le divirtió la idea de que aún así se considerasen polis. Ahora corrió directamente hacia ellos, agitando las manos para que se detuvieran.
– ¿Son ustedes el refuerzo? -les gritó cuando llegó a su altura-. Están en la punta del muelle. El tipo se ha tirado al agua. Necesitan ayuda y un bote. Me han enviado a avisarles.
– ¡Vamos! -gritó uno de los polis a su colega. Mientras uno salía pedaleando, el otro se sacó el transmisor de radio del cinturón y empezó a pedir un bote salvavidas.
Gladden les agradeció con un ademán su rápida reacción y se fue caminando en dirección opuesta. Al cabo de unos segundos se volvió y vio cómo el segundo poli pedaleaba hacia la punta del muelle. Gladden volvió a echar a correr.
En lo alto del puente que va desde la playa hasta la avenida Ocean, Gladden miró hacia atrás y vio el tumulto que se había formado en el extremo del muelle. Encendió otro cigarrillo y se quitó las gafas de sol. «Son tan estúpidos los polis», pensó. «Ya tienen lo que se merecen.» Se apresuró a alcanzar la calle, cruzó la avenida Ocean y anduvo hacia Third Street Promenade, donde estaba seguro de que podría perderse entre la multitud en la popular zona de tiendas y restaurantes. «Que se jodan los polis», pensó. «Han tenido su oportunidad y la han desperdiciado. Eso es lo que han hecho.»
En la zona peatonal, caminó por un pasaje que conducía a unos cuantos restaurantes de comida rápida. La excitación le había abierto el apetito y entró en uno de ellos para tomarse un trozo de pizza y una gaseosa. Mientras esperaba que la chica se lo calentase en el horno se acordó de la niña del carrusel y lamentó haber borrado el contenido de la cámara. Pero ¿cómo podía saber que le resultaría tan fácil escapar?
– Debería haberlo previsto -dijo airadamente en voz alta, y miró a su alrededor para asegurarse de que la muchacha que estaba tras el mostrador no le había oído. Se detuvo a contemplada un momento y la encontró carente de atractivo. Era demasiado mayor. Casi podría tener hijos.
Mientras la estaba mirando, ella, sin utilizar la pala, sacó el trozo de pizza del horno y lo puso en un plato de cartón. Después se chupó los dedos -se había quemado- y puso la comida de Gladden sobre el mostrador. Él se la llevó a la mesa, pero no la probó. Detestaba que alguien tocase su comida.
Gladden se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar hasta que estuviera a salvo y pudiera volver a la playa a recoger su coche. Afortunadamente, lo había dejado en un aparcamiento que estaba abierto toda la noche. Por si acaso. Pasara lo que pasase, tenía que evitar que dieran con su coche. Si lo hicieran podrían abrir el portaequipajes y encontrar su ordenador. Estaría acabado.
Cuanto más pensaba en el episodio de los policías, más se iba enfadando. Ya podía olvidarse del carrusel. No podía volver por allí. Al menos durante una buena temporada. Tendría que enviar un mensaje a los de la red.
Aún le costaba imaginarse cómo había ocurrido. Su mente sopesaba las distintas posibilidades, llegando a considerar incluso que hubiera sido alguno de la red, pero entonces sus pensamientos se detuvieron en la mujer que recogía los boletos. Ella debía de haber puesto la denuncia. Era la única que lo había visto todos los días. Había sido ella.
Cerró los ojos y recostó la cabeza en la pared. Imaginaba que estaba en el carrusel, acercándose a la mujer que recogía los boletos. Llevaba la navaja. Le iba a dar una lección para que aprendiera a meterse en sus cosas. Ella se creía que bastaba con…
Sintió la presencia de alguien. Alguien le estaba mirando.
Gladden abrió los ojos. Los dos polis del muelle estaban frente a él. El hombre, empapado en sudor, alzó la mano indicándole a Gladden que se levantase.
– Levántate, gilipollas.
De camino a comisaría, los dos polis no dijeron nada que le resultara útil a Gladden. Le habían cogido el macuto, le habían registrado, le habían esposado y le habían dicho que estaba arrestado, aunque se negaron a decirle por qué. Le quitaron los cigarrillos, la cartera y el macuto. Lo único de qué preocuparse era la cámara. Por suerte, esta vez no