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llevaba sus libros.

Gladden repasó mentalmente lo que llevaba en la cartera y concluyó que no era nada importante. El carnet de conducir de Alabama lo identificaba como Harold Brisbane. Lo había conseguido a través de la red, cambiando fotos por carnets. Tenía otro en el coche, así que se despediría de Harold Brisbane en cuanto estuviera libre.

No habían conseguido las llaves del coche. Estaban bien escondidas en la rueda. Gladden estaba preparado para la eventualidad de que lo trincasen. Sabía que tenía que mantener a los polis alejados del coche. Había aprendido por experiencia a tomar tales precauciones, a planificar pensando siempre en el peor de los casos. Eso es lo que le había enseñado Horace en Raiford. Todas aquellas noches juntos.

En el despacho de detectives del Departamento de Policía de Santa Mónica lo metieron con rudeza pero en silencio en una sala de interrogatorios minúscula. Lo sentaron en una de las sillas de hierro pintadas de gris y le soltaron una de las esposas, que fijaron después a una anilla de hierro atornillada en el centro de la parte superior de la mesa. Los detectives salieron y lo dejaron solo durante más de una hora.

En la pared de enfrente había una ventana con cristal de espejo y Gladden sabía que estaba en una sala de observación. No podía imaginar a quién tenían al otro lado del cristal. No se le ocurría de qué modo podían haberle seguido la pista desde Phoenix o Denver o desde cualquier otra parte.

En un momento dado le pareció oír voces al otro lado del cristal. Estaban allí mirándole, contemplándolo, murmurando. Cerró los ojos y clavó la barbilla en el pecho para que no pudieran verle la cara. Entonces levantó de pronto la cabeza, con una mueca recelosa, de maníaco, y gritó:

– ¡Os va a pesar, malditos!

«Eso le hará temblar el pulso a quienquiera que los polis tengan ahí. La jodida recogeboletos», volvió a pensar. Y volvió a alimentar sus sueños de venganza contra ella.

Cuando ya llevaba noventa minutos encerrado, por fin se abrió la puerta y entraron los mismos polis. Trajeron sillas y la mujer se sentó justo enfrente de él y el hombre, a su izquierda. La mujer puso sobre la mesa una grabadora, junto con el macuto. «No pasa nada», se repetía Gladden una y otra vez para sus adentros como una letanía. Estaría libre antes de que se pusiera el sol.

– Perdone que le hayamos hecho esperar -dijo cordialmente la mujer.

– No hay problema -dijo él-. ¿Puedo recuperar mis cigarrillos?

Lo dijo señalando el macuto. En realidad no quería fumar, sólo quería ver si la cámara seguía allí. No se puede confiar en los jodidos polis. Eso no había tenido que enseñárselo Horace. La mujer ignoró su petición y puso en marcha la grabadora. Entonces se identificó como la detective Constance Delpy y a su compañero como el detective Ron Sweetzer. Ambos pertenecían a la Unidad de Niños Explotados.

A Gladden le sorprendió que fuera ella quien llevase la voz cantante. Parecía de cinco a ocho años más joven que Sweetzer. Llevaba el cabello rubio corto, muy práctico. Pesaba quizá seis o siete kilos de más, repartidos, sobre todo, entre las caderas y los antebrazos. Gladden supuso que hacía pesas. También pensó que era lesbiana. Tenía un sexto sentido para ese tipo de cosas.

Sweetzer tenía una cara ojerosa y un porte lacónico. Había perdido el cabello de manera que le había quedado una estrecha banda que le llegaba hasta la coronilla.

Gladden decidió concentrarse en Delpy.

Era la que mandaba.

Delpy se sacó del bolsillo una tarjeta y le leyó a Gladden sus derechos constitucionales.

– ¿Para qué me lee eso? -le preguntó él cuando acabó-. No he hecho nada malo.

– ¿Ha comprendido usted estos derechos?

– Lo que no comprendo es por qué estoy aquí.

– Señor Brisbane, ¿ha comprendido usted…?

– Sí.

– Bueno. A propósito, su carnet de conducir es de Alabama. ¿Qué está haciendo usted por aquí?

– Eso es asunto mío. Ahora me gustaría hablar con un abogado. No pienso contestar a ninguna pregunta. Como ya le he dicho, he comprendido perfectamente los derechos que me acaba de leer.

Sabía que lo que querían era su dirección allí y la ubicación de su coche. De momento no tenían nada. Pero el hecho de haber salido corriendo probablemente era suficiente para que un juez local lo considerase motivo suficiente y les diera un mandato para investigar el domicilio y el coche si podían localizarlos. Eso no podía permitirlo, de ningún modo.

– Enseguida hablaremos de su abogado -le dijo Delpy-. Pero quiero darle la oportunidad de aclarar esto, quizá para que salga de aquí sin necesidad de gastar dinero en un abogado.

Abrió el macuto y sacó la cámara y la bolsa de caramelos Starburst que tanto gustaban a los niños.

– ¿Qué es todo esto? -le preguntó.

– A mí me parece bastante evidente.

Ella levantó la cámara y la miró domo si no hubiera visto nunca nada igual.

– ¿Para qué la usa?

– Para sacar fotos.

– ¿De niños?

– Quiero un abogado ahora.

– ¿Qué hay de estos caramelos? ¿Qué hace con ellos? ¿Se los da a los niños?

– Quiero hablar con un abogado.

– A la mierda el abogado -dijo Sweetzer enojado-. Te hemos pillado, Brisbane. Has estado fotografiando niños en las duchas. Niños desnudos con sus madres. Me das asco, joder.

Gladden se aclaró la garganta y lanzó a Delpy una mirada inexpresiva.

– Yo no sé nada de eso. Pero he de hacerle una pregunta: ¿Cuál es el delito? ¿Lo sabe? No estoy diciendo que lo haya hecho, pero aunque lo hubiera hecho, no sabía que sacar fotos de niños en la playa fuera contra la ley.

Gladden sacudió la cabeza como si estuviera confuso. Delpy sacudió la suya como si le diera asco.

– Detective Delpy, puedo asegurarle que existen numerosos precedentes legales que sostienen que la observación de la desnudez pública aceptable (en este caso, una madre lavando a su hijo en la playa) no puede considerarse un acto lascivo. Ya ve, si el fotógrafo que saca esas fotos comete un delito, también tendrían ustedes que procesar a la madre por brindarle la ocasión. Es probable que usted sepa ya todo esto. Estoy seguro de que uno de ustedes se ha pasado la última hora y media consultando con el fiscal.

Sweetzer se inclinó hacia él sobre la mesa. Gladden pudo percibir su aliento, que olía a cigarrillos y a patatas fritas con salsa barbacoa. Supuso que Sweetzer había estado comiendo patatas a propósito, sólo para que su aliento resultase intolerable durante el interrogatorio.

– Escúchame, gilipollas, sabemos exactamente quién eres y lo que estás haciendo. He visto raptos, homicidios… pero vosotros, tíos, sois la forma de vida más ruin de todo el planeta tierra. ¿No quieres hablar con nosotros? Bien, no hay problema. Vamos a hacer una cosa, te llevaremos a Biscailuz esta noche y te pondremos con todos los demás. Conozco a algunos que están allí, Brisbane. Y te vaya decir algo. ¿Sabes qué les hacen allí a los pedófilos?

Gladden volvió la cabeza lentamente hasta que sus ojos se posaron tranquilamente en los de Sweetzer por primera vez.

– Detective, no estoy muy seguro, pero creo que sólo su aliento ya constituye un castigo cruel y fuera de lo común. Si se da el caso de que me condenan por haber sacado fotos en la playa, me basaré en eso para apelar.

Sweetzer echó el brazo hacia atrás.

– ¡Ron!

Se quedó inmóvil, mirando a Delpy, y bajó el brazo lentamente. Gladden no se había inmutado ante la amenaza. Le habría venido bien el golpe. Sabía que le habría ayudado en el juicio.

– Muy listo -dijo Sweetzer-. Lo que tenemos aquí es un detenido legalista que cree estar al tanto de todo. Muy bonito. Bueno, esta noche vas a saber lo que es bueno, no sé si me entiendes.

– ¿ Puedo llamar ya a un abogado? -preguntó Gladden con voz cansina.

Sabía lo que estaban haciendo. No tenían nada contra él Y estaban tratando de amedrentado para ver si cometía un error. Pero no les iba a complacer porque era demasiado listo para ellos. Y sospechaba que en el fondo ya lo sabían.