– ¿Me puede dar acceso a alguna cuenta? -Sí.
– Déme el número. Le haré la transferencia por la mañana. ¿Puedo hacer llamadas de larga distancia desde la K-9?
– No. Tendrá que llamar a mi despacho. Le diré a Judy que espere su llamada. Entonces ella marcará por otra línea el número que usted le dé y hará la conexión. No habrá problemas. Ya lo hemos hecho otras veces.
Krasner le dio el número de su cuenta y Gladden utilizó la técnica de memorización que Horace le había enseñado para recordarlo.
– Señor Krasner, se hará usted un gran favor a sí mismo si destruye el registro telefónico de esta transacción y se limita a contabilizar el pago de sus honorarios como si se lo hubiera ingresado en efectivo.
– Le entiendo. ¿Se le ocurre alguna otra cosa?
– Sí. Será mejor que ponga usted algo en la red ASP diciéndoles a los demás lo que ha ocurrido, para que se mantengan alejados del carrusel.
– Lo haré.
Después de colgar, Gladden apoyó la espalda en la pared y se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo. Evitó mirar al hombre que estaba al otro lado de la celda. Notó que habían cesado los ronquidos y supuso que quizás el que estaba tendido en el suelo había muerto. Una sobredosis. Entonces el hombre se movió un poco. Por un instante, Gladden consideró la posibilidad de llegar hasta él, quitarle el brazalete de plástico y cambiarlo por el suyo. Probablemente estaría libre a la mañana siguiente y se ahorraría la tarifa del abogado y los 50.000 dólares de fianza.
Pero decidió que era muy arriesgado. El hombre sentado en el rincón de la celda podía ser un poli y, además, el que estaba en el suelo podía ser un delincuente multirreincidente. Nunca se sabe cuándo un juez va a decir que ya basta. Gladden decidió encomendarse a Krasner. Al fin y al cabo, su nombre lo había sacado de la red. El abogado debía de saber lo que hacía. Pero aún le preocupaban los seis mil dólares. Estaba siendo extorsionado por el propio sistema judicial. ¿Seis mil por qué? ¿Qué mal había hecho?
Se llevó la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo, pero entonces recordó que se los habían quitado. Esto aún le hizo enfadarse más. Y sintió compasión de sí mismo. ¿Por qué le estaba persiguiendo la sociedad? Él no había escogido sus instintos y sus inclinaciones. ¿Es que no podían entenderlo?
Gladden deseaba tener consigo su portátil. Quería conectarse y hablar con los de la red. Los de su cuerda. Se sentía solo en la celda. Estuvo a punto de ponerse a llorar, pero el hombre recostado contra la otra pared le estaba mirando. No iba a llorar delante de él.
8
Apenas pude dormir aquella noche, después de haber estado mirando los archivos. No dejaba de pensar en las fotos. Primero en las de Theresa, después en las de mi hermano. Ambos captados en poses horribles y archivados en sendos sobres. Sentía ganas de volver allí, robar las fotos y quemarlas. No quería que nadie las viera nunca más.
Por la mañana, después de hacer café, encendí mi ordenador y lo conecté con el sistema del Rocky para ver si tenía algún mensaje. Me comía los Cheerios a puñados directamente de la caja mientras esperaba que se activase la conexión y se aprobase mi clave de acceso. Tenía el ordenador portátil y la impresora en la mesa del comedor porque lo más frecuente era que estuviera comiendo mientras lo utilizaba. Es un palo estar sentado a la mesa solo y pensar en que llevas comiendo solo más años de los que puedes recordar.
Mi casa era pequeña. Llevaba ya nueve años en el mismo apartamento de un solo dormitorio y con los mismos muebles. No estaba mal, pero no era nada especial. Aparte de Sean, no recordaba quién era la última persona que me había visitado. Cuando salía con mujeres no las llevaba allí. Tampoco habían sido muchas, de todos modos.
Cuando me mudé sólo pensaba estar aquí un par de años, pensaba que quizá me compraría una casa y me casaría o tendría un perro o algo así. Pero eso no había ocurrido y no estaba seguro de por qué. Por el trabajo, supongo. Al menos eso es lo que me decía a mí mismo. Concentraba todas mis energías en el trabajo. Por todas las habitaciones del apartamento había montañas de periódicos con mis reportajes en sus páginas. Me gustaba releerlos y guardarlos. Si hubiera muerto en casa, sé que al entrar y encontrarme allí habrían pensado, erróneamente, que era un guardalotodo de esos sobre los que he escrito, que se mueren entre montones de periódicos y con todo su dinero embutido en los colchones. No se les hubiera ocurrido coger uno de los periódicos y leer mi historia.
Sólo tenía un par de mensajes en el ordenador. El más reciente era de Greg Glenn, preguntándome cómo iba eso. Lo había enviado a las seis y media de la tarde anterior. Me fastidiaban las prisas; el tío me había hecho el encargo el lunes por la mañana y esa misma tarde ya quería saber cómo iba. «¿Cómo va eso?» es la forma que tienen los redactores jefes de preguntarte: «¿Dónde está el reportaje?»
«A la mierda», pensé. Le envié una respuesta breve diciendo que había pasado el día con los polis y que estaba convencido del suicidio de mi hermano. Aclarado esto, empezaría a investigar las causas y la frecuencia de los suicidios de policías.
El mensaje anterior que tenía en pantalla era de Laurie Prine, de la biblioteca. Lo había enviado el lunes a las cuatro y media. Todo lo que decía era: «Material interesante en Nexis. Está sobre el mostrador.»
Le envié una respuesta agradeciéndole la rapidez de la investigación y diciéndole que un imprevisto me había entretenido en Boulder, pero que iría a por el material enseguida. Pensé que sentía un interés especial por mí, a pesar de que sólo la había tratado a nivel profesional. Hay que ir con cuidado y estar bien seguro. Si das un paso y se lo esperan, perfecto, pero si lo das y no lo esperan, se quejan al jefe de personal. Mi opinión es que lo mejor es abstenerse.
Después navegué por las noticias de AP y UPI para ver si había algo interesante. Había una noticia sobre un médico al que habían disparado frente a una clínica para mujeres en Colorado Springs. Habían detenido a una militante antiabortista, pero el doctor aún seguía con vida. Hice una copia electrónica de la noticia y la guardé en mi archivo personal, aunque pensé que no haría nada con ella a menos que el médico muriese.
Llamaron a la puerta y eché un vistazo por la mirilla antes de abrir. Era Jane, que vivía abajo, al otro lado del pasillo. Llevaba allí cerca de un año y la había conocido cuando me pidió ayuda para trasladar unos muebles durante la mudanza. Quedó impresionada cuando le dije que era reportero de prensa, pues no sabía nada al respecto. Habíamos salido al cine un par de veces y otra a cenar y pasamos un día esquiando en Keystone, pero esos encuentros se habían espaciado durante el año que llevaba viviendo en el edificio y nunca llegaron a más. Creo que era yo el que dudaba, no ella. Le gustaba mucho salir, y quizás era eso. A mí también me gustaba eso -al menos mentalmente-, pero aspiraba a algo muy diferente.
– Hola, Jack. Anoche vi tu coche en el garaje, por eso supe que habías vuelto. ¿Cómo ha ido el viaje?
– Estuvo bien. Estuvo bien como escapada.
– ¿Fuiste a esquiar?
– Un poco. Estuve en Telluride:
– Suena bien. ¿Sabes? Iba a decírtelo, pero ya te habías ido: si te has de marchar otra vez puedo cuidarte las plantas, recogerte el correo o lo que sea. No tienes más que decírmelo.
– Oh, gracias. Pero en realidad no tengo ninguna planta. Paso muchas noches fuera de casa por el trabajo, así que no tengo ninguna.
Me volví desde la puerta y eché un vistazo al apartamento como para asegurarme. Supongo que debería haberla invitado a tomar un café, pero no lo hice. En vez de eso, le pregunté:
– ¿Ya te vas a trabajar? -Sí.
– Yo también. Será mejor que me apresure. Pero oye, haremos algo una vez que me vaya situando. Una película o algo así.