Me enderecé en mi asiento para mirar por encima de las mamparas del pasillo en que se encontraba mi escritorio. Pude ver que la redacción ya se estaba llenando. Glenn había salido de su despacho y estaba en la sección de local hablando con el redactor jefe de la mañana sobre el plan de cobertura de la noticia sobre el médico abortista tiroteado. Me hundí en la silla para que no me vieran y se les ocurriera la idea de encargarme que lo reescribiera. Siempre intentaba escaquearme de reescribir. Envían a un puñado de reporteros a la escena de un crimen o un desastre y después toda esa gente tiene que llamarme para informar. Entonces tengo que escribir el reportaje antes del cierre y decidir qué nombres lo firmarán. Así es el negocio de la prensa en su faceta más furiosa y trepidante, pero yo ya estaba quemado para eso. Yo sólo pretendía escribir mis historias sobre crímenes y que me dejasen en paz.
Estuve a punto de coger mis copias e irme a leer a la cafetería para quedar fuera de su alcance, pero decidí correr el riesgo. Volví a mis lecturas.
El reportaje más impresionante se había publicado en el New York Times cinco meses atrás. No es sorprendente que fuera precisamente en el Times. El Times era el Santo Grial del periodismo. El mejor. Empecé a leer el artículo, pero enseguida decidí reservarlo para el final. Después de leer por encima el resto del material me fui a buscar otra taza de café y entonces me puse a releer el artículo del Times, tomándome el tiempo necesario.
El pretexto de la noticia eran los suicidios, al parecer inconexos, de tres de los mejores policías de Nueva York en un período de seis meses. Las víctimas no se conocían entre sí, pero todos habían sucumbido al síndrome del «blues del policía», como lo llamaba el artículo. Dos se habían matado con sus pistolas en casa y otro se había ahorcado en un subterráneo que utilizaban los heroinómanos para chutarse, ante las miradas aterrorizadas de seis de ellos. El artículo informaba ampliamente de la marcha del estudio sobre suicidios policiales que estaban realizando conjuntamente el Servicio de Ciencias del Comportamiento del FBI en Quantico (Virginia) y la Fundación para el Cumplimiento de la Ley. Citaba al director de la Fundación, Nathan Ford, y anoté ese nombre en mi libreta antes de seguir leyendo. Ford decía que el estudio analizaba cada uno de los suicidios policiales registrados en los últimos cinco años, en busca de causas similares. Decía, en resumen, que resultaba imposible determinar quién podría ser susceptible de sufrir el síndrome del «blues del policía». Pero que una vez diagnosticado podía tratarse adecuadamente si el agente que lo padecía pedía ayuda. Decía Ford que el objetivo del estudio era elaborar una base de datos que pudiera traducirse en un protocolo que ayudaría a los jefes de policía a detectar a los agentes aquejados del «blues» antes de que fuera demasiado tarde.
El artículo del Times incluía un recuadro sobre un caso ocurrido en Chicago un año atrás en el que un agente había respondido al tratamiento, aunque no había logrado salvarse. Mientras iba leyendo se me encogía el estómago. El artículo decía que el detective John Brooks de la policía de Chicago había iniciado sesiones de terapia con un psiquiatra después de que un determinado caso de homicidio que se le había asignado empezara a obsesionarle. El caso era el secuestro y asesinato de un muchacho de doce años llamado Bobby Smathers. El chico llevaba dos días desaparecido cuando se hallaron sus restos en un talud cubierto de nieve junto al parque zoológico Lincoln. Había sido estrangulado. Le faltaban ocho dedos.
La autopsia reveló que los dedos habían sido cortados antes de su muerte. Esto, y la imposibilidad de identificar y
atrapar al asesino, fue, al parecer, más de lo que Brooks podía soportar.
El señor Brooks, un investigador muy bien considerado, se tomó demasiado a pecho la muerte precoz del jovencito de ojos azules.
Cuando sus superiores y colegas se dieron cuenta de que eso estaba afectando a su trabajo, se tomó cuatro semanas libres e inició sesiones intensivas de terapia con el doctor Ronald Cantor, a quien le envió el psicólogo del Departamento de Policía de Chicago.
Al principio de esas sesiones, según el doctor Cantor, Brooks hablaba abiertamente de sus sentimientos suicidas y dijo que le acosaban pesadillas en las que el chico agonizaba chillando.
Después de veinte sesiones de terapia, durante un primer período de cuatro semanas, el doctor Cantor aprobó el retorno del detective a su puesto en la unidad de homicidios. Según todas las versiones, Brooks trabajaba perfectamente y siguió llevando y resolviendo otros casos de homicidio. Contó a sus colegas que habían desaparecido las pesadillas. Conocido como John el Lanzado por su actitud frenética e imparable, Brooks incluso continuó con su finalmente infecunda persecución del asesino de Bobby Smathers.
Pero, al parecer, algo cambió durante el frío invierno de Chicago. El 13 de marzo -el día en que el joven Smathers habría cumplido trece años- Brooks se sentó en su silla favorita en el estudio donde solía ponerse a escribir poemas para distraerse de su trabajo como detective de homicidios. Se había tomado al menos dos pastillas de Percocet que le quedaban del tratamiento de una vieja herida del año anterior. Escribió una sola línea en su cuaderno de poemas. Después se metió en la boca el cañón de su 38 Especial y apretó el gatillo. Lo encontró su mujer al volver del trabajo.
La muerte de Brooks dejó desconsolados a la familia y amigos, que se hacían preguntas sin cesar. ¿Qué podían haber hecho ellos? ¿Qué se les había escapado? Cantor sacudió la cabeza pensativo cuando se le preguntó, en una entrevista, si había respuestas a tan problemáticas preguntas.
«La mente es algo extraño, impredecible y a veces horrible -dijo en su despacho el psicólogo de voz afable-. Creo que John había llegado muy lejos conmigo. Pero, obviamente, no avanzamos lo suficiente.»
Brooks y lo que quiera que fuese que le atormentaba siguen siendo un enigma. Hasta su último mensaje es un rompecabezas. La última línea que escribió en su cuaderno ofrece pocas pistas para descubrir qué fue lo que le impelió a volver el arma contra sí mismo.
Sus últimas palabras escritas fueron: «A través de la pálida puerta.» La frase no es original. Brooks la tomó de Edgar Alian Poe. En el poema «El palacio encantado», que se publicó originalmente en uno de los relatos más conocidos de Poe, La caída de la casa Usher, el poeta escribió:
Mientras, cual espectral torrente, por la pálida puerta, sale una horrenda multitud que ríe… pues la sonrisa ha muerto.
No está claro qué significaron para Brooks estas palabras, aunque, ciertamente, traslucen la melancolía implícita en su acto final.
Mientras tanto, el asesinato de Bobby Smathers sigue siendo un caso abierto. En la unidad de homicidios en que trabajaba Brooks, donde sus colegas siguen aún con el caso, los detectives afirman que ahora están tratando de hacer justicia a dos víctimas.
«Por lo que me concierne, éste es un doble asesinato -declaró Lawrence Washington, un detective que se había formado junto a Brooks y era su compañero en la unidad de homicidios-. El que hizo lo de! chico también es culpable de lo de John el Lanzado. Nadie me convencerá de lo contrario.»
Me enderecé y eché un vistazo por la redacción. Nadie me miraba. Volví a mirar las hojas de impresora y leí de nuevo el final del reportaje.
Estaba aturdido, casi en el mismo grado que la noche en que Wexler y St. Louis vinieron a buscarme. Oía los latidos de mi propio corazón, se me revolvieron las tripas con un escalofrío. No podía apartar la vista del nombre del relato: Usher. Lo había leído en el instituto y también en la universidad. Conocía la historia. Y conocía al protagonista que le daba nombre: Roderick Usher. Abrí mi cuaderno de notas y repasé los escasos apuntes que había tomado cuando dejé a Wexler el día anterior. Allí estaba el nombre. Sean lo había escrito en el registro cronológico. Fue su última anotación: