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– La puerta -acerté a decir con voz estrangulada.

El coche se detuvo al fin dando una sacudida, mientras Wexler desactivaba el bloqueo de seguridad. Abrí la puerta, me asomé y vomité sobre la sucia aguanieve. Tres vómitos abundantes desde el fondo de las entrañas. Seguí inmóvil medio minuto, esperando que hubiera más, pero no. Estaba vacío. Pensé en el asiento trasero del coche. Para detenidos y sospechosos. Y supuse que en aquel momento yo era ambas cosas. Sospechoso como hermano de la víctima. Prisionero de mi amor propio. Y la condena, claro, sería la perpetua.

Estos pensamientos desaparecieron rápidamente con el alivio que me proporcionó el exorcismo físico. Me aparté con cuidado del coche y di unos pasos hasta el borde del asfalto, donde las luces de los coches que pasaban levantaban reflejos irisados sobre la capa de carburante helado que cubría la nieve de febrero. Al parecer nos habíamos parado en medio de un prado, pero yo no sabía dónde. No había prestado atención e ignoraba la distancia que nos separaba de Boulder. Me quité los guantes y las gafas y los metí en los bolsillos de la chaqueta. Después me agaché y cavé con las manos en la sucia superficie nevada hasta alcanzar la nieve blanca y pura. Cogí dos puñados del frío y limpio polvo, me los estampé en la cara y me froté la piel hasta que me dolió.

– ¿Estás bien? -me preguntó St. Louis.

Me había sorprendido con su estúpida pregunta. Era lo mismo que aquel «¿Cómo se siente?». No le hice ni caso.

– Vamos -dije.

Volvimos al coche y Wexler, sin decir palabra, volvió a encarrilado en la autopista. Vi un indicador de la salida de Broomfield y de este modo supe que estábamos hacia la mitad del camino. Me crié en Boulder y había recorrido mil veces los casi cincuenta kilómetros hasta Denver, pero en esta ocasión el trayecto me parecía discurrir por tierra extraña.

Por primera vez pensé en mis padres y en cómo les sentaría aquello. Llegué a la conclusión de que reaccionarían estoicamente. Siempre lo habían hecho así. Nunca se lamentaban. Seguían adelante. Lo habían hecho con Sarah y ahora lo harían con Sean.

– ¿Por qué lo habrá hecho? -pregunté al cabo de unos minutos.

Wexler y St. Louis no dijeron nada.

– Soy su hermano. Éramos gemelos, por Dios.

– También eres periodista -dijo St. Louis-. Hemos ido a buscarte porque queríamos que Riley tuviera cerca a alguien de la familia por si lo necesita. Eres el único…

– ¡Mi hermano se ha suicidado, joder!

Lo dije en voz demasiado alta. Me estaba poniendo histérico y sabía que eso les molesta a los polis. Empiezas a chillar y ellos se encierran en sí mismos, pasan de todo. Seguí hablando con voz más pausada.

– Creo que tengo derecho a saber lo que ha ocurrido y por qué. No estoy escribiendo una jodida historia. Por Dios, tíos, sois…

Sacudí la cabeza y dejé la frase sin acabar. Sabía que si intentaba precisar la idea se me iría otra vez el santo al cielo. Miré por la ventana y vi cómo se acercaban las luces de Boulder. Muchas más que cuando era niño.

– No sabemos por qué -dijo Wexler, por fin, al cabo de medio minuto-. ¿Vale? Todo lo que podemos decir es que ha ocurrido. A veces los polis se cansan de toda la mierda que sale del tubo. Quizá Mac se cansó, eso es todo. ¿Quién sabe? Pero están trabajando en ello. Y cuando lo sepan, yo lo sabré. Y te lo diré a ti. Te lo prometo.

– ¿Quién lleva el asunto?

– Las autoridades del parque remitieron el caso a la policía. Lo está llevando la SIU.

– ¿Quieres decir la Unidad de Investigaciones Especiales? Ésos no se ocupan de los suicidios de polis.

– Normalmente, no. Lo hacemos nosotros. El CAP. Sólo que esta vez no van a dejamos que nos investiguemos a nosotros mismos. Conflicto de intereses, ya sabes.

CAP, pensé. Delitos Contra Personas Físicas. Homicidio, agresión, violación. Suicidio. Me preguntaba quiénes figurarían en la lista de personas contra las cuales se había cometido este crimen. ¿Riley?, ¿yo?, ¿mis padres?, ¿mi hermano?

– Fue por lo de Theresa Lofton, ¿no? -inquirí, aunque en realidad no fue una pregunta: Sentía que no era necesario que me lo confirmasen o negasen. Sólo estaba diciendo en voz alta lo que creía que estaba fuera de toda duda.

– No lo sabemos, Jack-dijo St. Louis-. Dejémoslo así de momento.

La muerte de Theresa Lofton fue uno de esos asesinatos que dan que pensar. No sólo en Denver, sino en todas partes. Todos los que escuchaban o leían algo sobre ella se veían obligados a considerar, al menos durante un instante, las violentas imágenes que les acudían a la mente, el revuelo que armaban en las tripas.

La mayoría de los homicidios son asesinatos de poca monta. Así es como los llamamos en las redacciones. Sus efectos sobre los demás son limitados y apenas hacen mella en la imaginación. Se saldan con un par de párrafos en las páginas interiores. Quedan enterrados en el papel como las víctimas bajo tierra.

Pero cuando a una universitaria atractiva la encuentran partida en dos en un lugar hasta entonces apacible como Washington Park, por lo general no hay espacio suficiente en los periódicos para albergar los montones de folios que se escriben sobre el caso. El de Theresa Lofton no fue un asesinato de poca monta. Fue un imán que atrajo a periodistas de todo el país. Theresa Lofton era la chica partida en dos. Eso es lo que tenía de fascinante. Y lo que atrajo a Denver, desde lugares como Nueva York, Chicago y Los Ángeles, a reporteros de televisión, de diarios y de revistas sensacionalistas. Durante una semana se instalaron en hoteles con buen servicio de habitaciones, vagaron por la ciudad y el campus de la Universidad de Denver, haciendo preguntas sin sentido y recibiendo respuestas del mismo calibre. Algunos se apostaron en la guardería en la que Lofton había trabajado a tiempo parcial o se llegaron hasta Butte, de donde ella procedía. Allá donde fueran llegaban a la misma conclusión: Theresa Lofton encajaba en el modelo más exclusivo de imagen mediática, era el prototipo de la chica americana.

El asesinato de Theresa Lofton se comparaba inevitablemente con el caso de la Dalia Negra de cincuenta años atrás en Los Ángeles. En ese caso, una muchacha no tan típicamente americana fue hallada en un solar cortada por la cintura. Un espacio sensacionalista de la televisión bautizó a Theresa Lofton como la Dalia Blanca, jugando con el hecho de que había sido hallada en un campo nevado junto al lago Grasmere de Denver.

Y así, la historia se alimentó a sí misma. Ardió como una tea durante al menos dos semanas. Pero no detuvieron a nadie, y hubo otros crímenes, otros fuegos con los que los medios nacionales pudieron calentarse. Las noticias de seguimiento del caso Lofton pasaron a las páginas interiores de los periódicos de Colorado. Se convirtieron en breves para las páginas de miscelánea. Y, finalmente, Theresa Lofton fue a parar al saco de los asesinatos de poca monta. Fue enterrada.

Mientras tanto, la policía en general y mi hermano en particular permanecían virtualmente mudos, negándose siquiera a confirmar el detalle de que la víctima había aparecido cortada por la mitad. Esta información apareció por casualidad, procedente de un fotógrafo del Rocky llamado Iggy Gómez. Estaba en el parque haciendo fotos de la naturaleza -el tipo de fotografías que llenan las páginas en los días en que apenas hay noticias- cuando tropezó con la escena del crimen con ventaja sobre los demás periodistas y fotógrafos. Los polis habían establecido comunicación por mensajero con las oficinas del juez de instrucción y del forense en cuanto se enteraron de que el Rocky y el Post interferían sus frecuencias de radio. Gómez tomó fotos de dos camillas que transportaban dos bolsas para cadáveres. Llamó a la redacción y dijo que los polis estaban trabajando con dos bolsas y que, a juzgar por su tamaño, las víctimas probablemente serían niños.

Más tarde, un reportero de sucesos del Rocky, Van Jackson, consiguió que una fuente de la oficina del juez de instrucción confirmase el tétrico detalle de que había ingresado en el depósito un cadáver partido en dos. A la mañana siguiente, el reportaje del Rocky dio la señal de alarma a los medios de comunicación de todo el país.