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Rusher

Llamé a la biblioteca de la editorial y pregunté por Laurie Prine.

– Laurie, soy…

– Jack. Sí, ya lo sé.

– Mira, necesito una búsqueda urgente. Quiero decir que creo que es una búsqueda. No estoy seguro de cómo conseguirlo.

– ¿De qué se trata, Jack?

– Edgar Alian Poe. ¿Tenemos algo sobre él?

– Seguramente. Estoy segura de que tenemos bastantes notas biográficas. Podría…

– ¿Y no tenemos algunos de sus relatos u obras suyas? El que estoy buscando es La caída de la casa Usher. Y perdona que te haya interrumpido.

– Está bien. Hummm, no sé lo que puede haber por aquí de sus obras. Como ya te he dicho, la mayor parte es material biográfico. Puedo echar un vistazo. Pero mira, en cualquier librería te venderán sus obras, si no las tenemos aquí.

– Vale, gracias. Ahora mismo me pasaré por la Tattered Cover. Estaba a punto de colgar cuando oí que pronunciaba mi nombre. -¿Sí?

– Se me acaba de ocurrir algo. Si lo que buscas es una cita o algo así, tenemos un CD-ROM con miles. No tengo más que ponerlo y ya está.

– Vale. Hazlo.

Me dejó al teléfono una eternidad. Volví a releer el final del reportaje del Times. Lo que se me estaba ocurriendo parecía inconcebible, pero no podía pasar por alto las coincidencias en la manera en que habían muerto mi hermano y Brooks y en los nombres de Roderick Usher y Rusher.

– Vale, Jack -dijo Laurie de nuevo al teléfono-. Acabo de comprobar nuestros índices. No tenemos libros que contengan obras completas de Poe. He puesto el CD, así que probemos. ¿Qué es lo que quieres?

– Hay un poema titulado «El palacio encantado» que forma parte del relato La caída de la casa Usher. ¿Puedes conseguirlo? No me contestó. Oí cómo tecleaba en el ordenador.

– Vale, sí, aquí hay una selección de citas del relato y el poema. Tres pantallas.

– Vale. Mira a ver si hay una frase que dice: «Fuera del espacio, fuera del tiempo.»

– Fuera del espacio. Fuera del tiempo.

– Eso es. Pero no conozco la puntuación.

– No importa. Se puso a teclear.

– Uf, no. No está en…

– ¡Maldición!

No sé por qué me salió tal exabrupto. Me incomodó enseguida.

– Pero escucha, Jack, ésa es una frase de otro poema.

– ¿Qué? ¿De Poe?

– Sí. Es de un poema titulado «Tierra de sueños». ¿Quieres que te lo lea? Está la estrofa entera.

– Léela.

– Vale. No soy muy buena declamando poesía, pero ahí va: «Por un sendero desierto y oscuro, en el que hondan tan sólo ángeles malditos, y en el que un ídolo llamado Noche reina erguido sobre su oscuro trono; poco tiempo ha arribé a estas tierras desde una sombría Tule, desde un país sobrenatural, que se halla, sublime, fuera del espacio… fuera del tiempo.» Ya está. Pero hay una nota del editor. Dice que un ídolo es un fantasma.

Me quedé callado. Aún estaba congelado.

– ¿Jack?

– Vuelve a leerlo. Esta vez más despacio.

Anoté la estrofa en mi cuaderno. No tenía más que pedirle una copia y pasar luego a recogerla, pero no quería moverme. Por el momento, sólo quería estar a solas con aquello. Tenía que estar solo.

– ¿Qué pasa, Jack? -me preguntó cuando acabó de leer-. Pareces tan interesado…

– Aún no lo sé. Voy a ver. Colgué.

Enseguida empecé a sentirme excesivamente acalorado, me entró claustrofobia. Pese a que la sala de redacción era espaciosa, sentía como si las paredes me fueran aprisionando. El corazón me palpitaba con fuerza. Me pasó como un relámpago la visión de mi hermano en el coche.

Glenn estaba al teléfono cuando entré en su despacho y me senté ante él. Señaló la puerta y me hizo un gesto como si quisiera que esperase fuera hasta que hubiera acabado. No me moví. Repitió el gesto y yo me negué con la cabeza.

– Oye, aquí está pasando algo -dijo al teléfono-. ¿Puedo llamarte yo luego? Bien. Vale. Colgó.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que ir a Chicago -le dije-. Hoy mismo, y después quizás a Washington y puede que a Quantico, en Virginia. Al FBI.

Glenn no se dejó convencer.

– ¿Fuera del espacio? ¿Fuera del tiempo? Vamos a ver, Jack, esa es una idea que se les ha ocurrido a la mayoría de

las personas que han pensado en suicidarse o lo han hecho. El hecho de que se cite en un poema escrito hace ciento cincuenta años por un tipo morboso que también escribió otro poema, citado a su vez por ese otro policía, no es prueba de una conspiración.

– ¿Y qué hay de Rusher y Roderick Usher? ¿También crees que es una coincidencia? Entonces tenemos una triple coincidencia, y dices que no vale la pena verificarlo.

– Yo no he dicho que no valga la pena verificarlo -levantó la voz hasta un nivel que delataba su indignación-. Por supuesto, verifícalo. Vete al teléfono y verifícalo. Pero yo no te voy a enviar a recorrer el país sobre la base de lo que tienes ahora.

Dio la vuelta a su silla para comprobar si tenía mensajes pendientes en el ordenador. No había ninguno. Se encaró de nuevo conmigo.

– ¿Cuál es el móvil? -¿Qué?

– ¿Quién habría querido matar a tu hermano y a ese tipo de Chicago? No tiene… ¿Cómo es que se les ha pasado por alto a los polis?

– No lo sé.

– Bueno, te has pasado todo un día con ellos y con el caso, ¿dónde se encuentra el fallo en la teoría del suicidio? ¿Cómo podría alguien haberlo hecho y escapar enseguida? ¿Cómo es que ayer me viniste convencido de que era un suicidio? Recibí tu mensaje y decías que estabas convencido. ¿Cómo han llegado a estar convencidos los polis?

– Todavía no tengo respuestas para todo. Por eso quiero ir a Chicago y luego al FBI.

– Mira, Jack. Aquí has conseguido un buen puesto. No te voy a decir la cantidad de veces que me han venido otros reporteros a decir que lo querían. Tú…

– ¿Quién? -¿Qué?

– ¿Quién quiere mi puesto?

– No importa. No es de eso de lo que estamos hablando. El caso es que has logrado hacerlo bien y que, si quieres, puedes desplazarte a cualquier lugar dentro del estado. Pero este tipo de viajes tendría que poder justificarlos ante Neff y Neighbors. Además, tengo una redacción llena de reporteros a los que les gustaría tener la oportunidad de viajar de vez en cuando para hacer un reportaje. A mí también me gustaría que viajasen. Eso les serviría de incentivo. Pero estamos en época de vacas flacas y no puedo aprobar todos los viajes que se me proponen.

Yo odiaba esos sermones y me preguntaba si a Neff y Neighbors, el administrador y el director del periódico, les importaba siquiera a quién enviaba ni adonde con tal de que consiguieran buenos reportajes. Y éste era un buen reportaje. Glenn estaba mintiendo y lo sabía.

– Vale. Me tomo vacaciones y lo hago por mi cuenta.

– Ya te has tomado lo que te correspondía tras el funeral. Además, no vas a ir por todo el país diciendo que eres reportero del Rocky Mountain News si no tienes un encargo del Rocky Mountain News.

– ¿Y si me tomo una excedencia? Ayer me dijiste que si quería tomarme más tiempo os apañaríais.

– Me refería al tiempo por el duelo, no para andar recorriendo el país. De todos modos, ya conoces las normas sobre excedencias. Yo no puedo guardarte el puesto. Si te tomas una excedencia, puede que ya no esté libre cuando vuelvas.

Quise marcharme en aquel mismo instante, pero no tenía el valor suficiente y sabía que necesitaba el respaldo del periódico para tener acceso a policías, investigadores, a todas las personas implicadas. Sin mi carnet de prensa no sería más que el hermano de un suicida al que podían quitarse de en medio.