– Necesito más de lo que ya tienes para justificado, Jack -me dijo Glenn-. No podemos permitirnos el lujo de organizar una costosa expedición de pesca; necesitamos hechos. Si consigues más, puede que te envíe a Chicago. Pero lo de esa Fundación y lo del FBI tendrás que hacerlo por teléfono. Si no lo consigues, entonces quizá pueda enviar allí a alguien de la redacción de Washington.
– Pero se trata de mi hermano, de mi jodido reportaje. Ni se te ocurra enviar a alguien. Levantó las manos en un ademán tranquilizador. Sabía que su sugerencia estaba fuera de lugar.
– Entonces ponte al teléfono y vuelve con algo más.
– Un momento, ¿no ves lo que estás diciendo? Estás diciendo que no puedo ir sin tener las pruebas. Pero tengo que ir para conseguir las pruebas.
De vuelta a mi escritorio abrí un nuevo archivo en el ordenador y empecé a escribir en él todo lo que sabía sobre las muertes de Theresa Lofton y de mi hermano. Introduje todos los detalles que logré recordar de los expedientes. Sonó el teléfono, pero no lo cogí. No hacía más que teclear. Sabía que tenía que empezar por una base de información. Después podría utilizada para desmontar la teoría del suicidio. Glenn había llegado por fin a un acuerdo conmigo. Si conseguía que los polis reabriesen el caso de mi hermano, iría a Chicago. Dijo que más adelante hablaríamos de Washington, pero yo sabía que si conseguía ir a Chicago iría también a la capital.
Mientras tecleaba, la foto de mi hermano no se me borraba de la cabeza. Ahora me preocupaba aquella imagen estéril, sin vida. Había creído en un imposible. Yo le había defraudado y ahora me invadía un profundo sentimiento de culpabilidad. Era mi hermano el que estaba en aquel coche, mi hermano gemelo. Era yo mismo.
9
Terminé con las cuatro páginas de notas que luego resumí, después de una hora de estudio y reflexión, en seis líneas de taquigráficas preguntas a las que tenía que encontrar respuesta. Había descubierto que si enfocaba los hechos del caso desde la perspectiva contraria, considerando que Sean había sido asesinado y no que se había quitado la vida, percibía algo que a los polis posiblemente se les había pasado por alto. Su error había sido su predisposición a creer, y por tanto a admitir, que Sean se había suicidado. Conocían a Sean y sabían que estaba agobiado por el caso de Theresa Lofton. O quizás era algo que todo policía podía creer de cualquier otro policía. Quizá todos ellos habían visto demasiados cadáveres y lo único sorprendente era que no se suicidaran. Pero cuando escudriñé los hechos con ojos incrédulos descubrí lo que a ellos se les había pasado por alto.
Me puse a estudiar la lista que había anotado en mi cuaderno:
Pena: ¿las manos?
después… ¿cuánto tiempo?
Wexler/Scalari: ¿el coche?
¿la calefacción?
¿el cierre?
Riley: ¿los guantes?
A Riley podía preguntarle por teléfono. Marqué su número y estaba a punto de colgar después de seis timbrazos cuando ella descolgó.
– ¿Riley? Soy Jack. ¿Estás bien? ¿Es un mal momento?
– ¿Cuándo es un buen momento?
Le sonaba la voz como si hubiera bebido.
– ¿Quieres que lo deje, Riley? Lo dejo…
– No, Jack, no. Estoy bien. Es sólo, ya sabes, uno de esos días tristes. Sigo pensando en él, ¿sabes?
– Sí. Yo también pienso en él.
– Entonces ¿cómo es que estuviste tanto tiempo sin aparecer por aquí antes de que él se fuera y…? Perdona, no debería hablarte, así… Me quedé callado un instante.
– No lo sé, Riles. Nos habíamos peleado por algo. Le dije algunas cosas que no debía. Él también, supongo. Creí que nos vendría bien dejar que las cosas se enfriaran… Pero lo hizo antes de que pudiera reconciliarme con él.
Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no la llamaba Riles. Me preguntaba si lo habría notado.
– ¿Por qué fue la pelea?, ¿por la chica partida en dos?
– ¿A qué viene eso? ¿Te lo contó él?
– No. Sólo lo supongo. Si a él le tenía absorto, ¿por qué no a ti? En eso estaba pensando.
– Riley, tú has… Mira, no te conviene darle más vueltas. Trata de pensar en las cosas buenas.
Casi me vine abajo. Estuve a punto de decirle que me habría gustado poderle ofrecer algo que aliviase su dolor. Pero era demasiado pronto. -Es duro esto.
– Lo sé, Riley. Lo siento. No sé qué decirte.
Se hizo un largo silencio entre los dos. No se oía ningún ruido de fondo. Ni música, ni televisión. Me preguntaba qué estaría haciendo en casa sola.
– Mamá me ha llamado hoy. Le contaste lo que estaba haciendo.
– Sí. Creí que debería saberlo. No dije nada.
– ¿Qué es lo que quieres, Jack? -preguntó ella finalmente.
– Sólo una pregunta. Quizás esté fuera de lugar, pero ahí va. ¿Te devolvieron los polis los guantes de Sean o te los enseñaron?
– ¿Sus guantes?
– Los que llevaba aquel día.
– No. No me los han dado. Nadie me habló de ellos.
– Bien, entonces, ¿qué tipo de guantes llevaba?
– De piel. ¿Por qué?
– Es sólo algo que estoy barajando. Ya te lo contaré más tarde si me sirve de algo. ¿De qué color eran? ¿Negros?
– Sí. De piel negra. Creo que estaban forrados por dentro.
Su descripción se correspondía con los guantes que yo había visto en las fotos de la escena del crimen. En realidad, eso no era nada significativo. Sólo un extremo a comprobar, un eslabón más de la cadena.
Seguimos hablando unos minutos y le pregunté si quería cenar conmigo esa noche, puesto que estaría en Boulder,
pero me dijo que no. Después de eso colgamos. Estaba preocupado por ella y esperaba que la conversación -aunque sólo fuera por el contacto humano- le levantara el ánimo. De todos modos, consideré la posibilidad de dejarme caer por su casa después de terminar lo que tenía que hacer.
Mientras cruzaba Boulder pude ver cómo se iban formando nubes de nevada por encima de las cumbres de Fiat Irons. Sabía por haberme criado allí que podían descargar con fuerza cuando llegasen. Esperaba que el Tempo de la empresa que conducía tuviera cadenas en el maletero, pero sabía que era improbable.
En el lago Bear encontré a Pena fuera de la cabana, hablando con un grupo de esquiadores de fondo que pasaban por allí. Mientras esperaba me acerqué al lago. Observé que en varios lugares la gente había quitado la nieve hasta dejar el hielo al descubierto. Di unos pasos cautelosos por el lago helado, miré por una de aquellas aberturas de color azul-negro y me imaginé las profundidades. Sentí un ligero temblor en las entrañas. Veinte años atrás, mi hermana se había escurrido entre el hielo y había muerto en aquel lago. Ahora, mi hermano había muerto en su coche a menos de cincuenta metros de allí. Mientras miraba el hielo ennegrecido recordé haber oído contar que algunos peces del lago se congelaban en invierno, pero cuando llegaba el deshielo, en primavera, se despertaban y abandonaban su letargo. Me preguntaba si sería cierto y pensé que era una lástima que las personas no hicieran lo mismo.
– Usted otra vez. Me volví y vi a Pena.
– Sí, lamento molestarle. Sólo querría hacerle unas preguntas más.
– No se preocupe. Me habría gustado poder hacer algo antes, ¿sabe? Quizás haberlo visto llegar y haber acudido por si necesitaba ayuda. No sé.
Habíamos empezado a caminar hacia la cabana.
– No sé si alguien hubiera podido hacer algo -contesté sin saber qué decir.
– Bueno, ¿cuáles son esas preguntas? Saqué mi cuaderno de notas.
– Uf, la primera: cuando usted llegó al coche ¿le vio las manos? ¿Dónde las tenía? Siguió caminando en silencio. Pensé que estaba reconstruyendo mentalmente el incidente.
– ¿Sabe? -dijo por fin-. Creo que le vi las manos. Porque en cuanto llegué y lo vi me figuré enseguida que se había disparado. De modo que estoy casi seguro de que le miré las manos para ver si aún sostenía el arma.