Mi hermano y su equipo del CAP trabajaban como si no tuvieran ninguna obligación de hablar con el público. Cada día, la oficina de prensa del Departamento de Policía de Denver daba a conocer una escueta nota anunciando que continuaba la investigación y que no se habían producido detenciones. Acorralados, los jefes declararon solemnemente que no permitirían que el caso fuese investigado por los medios de comunicación, lo cual era en sí misma una declaración ridícula. Faltos de información oficial, los medios hicieron lo que hacen siempre en estos casos: investigar por su propia cuenta, abrumando a lectores y telespectadores con una retahíla de detalles sobre la vida de la víctima que realmente no tenían nada que ver con el asunto.
Es más, casi nada se filtraba del Departamento y poco se sabía fuera del cuartel general de la calle Delaware, y al cabo de un par de semanas remitió el asedio de los medios, estrangulados por la falta de lo que era su fluido vital, la información.
Yo no escribí sobre Theresa Lofton. Pero lo había intentado. No era el tipo de historia qué aparece a menudo en este lugar, ya cualquier periodista le habría gustado hincarle el diente. Pero al principio Van Jackson trabajó en ella con
Laura Fitzgibbons, la reportera que cubría los temas relacionados con la universidad. Yo tuve que esperar mi oportunidad. Sabía que lo tendría a tiro mientras los polis no lo aclarasen. Así que cuando Jackson me preguntó, durante los primeros días del caso, si podía sacarle algo a mi hermano, aunque fuera extraoficialmente, le dije que lo intentaría, pero no lo intenté. Yo quería hacerme con la historia, y no iba a ayudarle a él a mantenerse en el caso dándole de beber de mis propias fuentes.
A finales de enero, cuando el caso tenía un mes y ya no era noticia, jugué mi baza. Y me equivoqué.
Una mañana fui a ver a Greg Glenn, el redactor jefe en Denver, y le dije que quería quedarme con el caso Lofton. Era mi especialidad, lo mío. Una larga serie de artículos sobre los grandes crímenes en los dominios del Rocky Mountain. Por usar un tópico periodístico, mi relato iría más allá de los titulares para contar la verdadera historia. Así que me fui a ver a Glenn y le recordé que tenía algo. Era el caso de mi hermano, le dije, y sólo me lo iba a contar a mí. Tal como me imaginaba, Glenn no tuvo la menor consideración con el tiempo y el esfuerzo que Jackson había dedicado ya al tema. Su mayor preocupación era conseguir un tema que el Post no tuviera. Y salí de su despacho con el encargo.
Mi error fue decirle a Glenn que tenía algo antes de haberlo consultado con mi hermano. Al día siguiente recorrí las dos manzanas que separan el Rocky del bar de los polis y me reuní con él para almorzar en la cafetería. Le hablé de mi encargo. Sean me dijo que diera marcha atrás.
– Déjalo, Jack. Yo no puedo ayudarte.
– Pero ¿qué dices? Es tu caso.
– Es mi caso, pero no voy a cooperar contigo ni con nadie que quiera escribir sobre él. He dado los detalles esenciales y no estoy obligado a nada más, eso es lo que hay.
Dejó vagar la mirada por la cafetería. Tenía la irritante costumbre de no mirarte a los ojos cuando no estaba de acuerdo contigo. De pequeños saltaba sobre él cuando lo hacía y le golpeaba en la espalda. Pero ahora ya no podía hacerlo, aunque muchas veces lo deseaba.
– Sean, ésta es una buena historia. Tú tienes…
– Yo no tengo nada y me importa un rábano lo buena que sea. Es una historia chunga, ¿vale, Jack? No puedo dejar de pensar en ello. Y no voy a ayudarte a vender periódicos con esto.
– Venga, hombre, yo soy escritor. Mírame. No me importa si vende periódicos o no. Me interesa la historia en sí. Me importa un carajo el diario. Ya sabes lo que pienso de eso.
Por fin me miró.
– Ahora ya sabes lo que opino al respecto -dijo. Me quedé un instante en silencio y saqué un cigarrillo. Por entonces había bajado quizás a medio paquete diario y podría habérmelo ahorrado, pero sabía que a él le molestaba. Así que me ponía a fumar cuando quería tocarle las narices.
– Estamos en la zona de no fumadores, Jack.
– Pues denúnciame. Al menos habrás detenido a alguien.
– ¿Por qué te pones tan gilipollas cuando no consigues lo que quieres?
– ¿Y por qué te pones tú? No lo vas a resolver, ¿eh? De eso se trata. No quieres que indague ni que escriba sobre tu fracaso. Estás tirando la toalla.
– Jack, eso es un golpe bajo. Ya sabes que eso no funciona nunca.
Tenía razón. Nunca funcionaba.
– Entonces, ¿qué? ¿Quieres para ti solo esa pequeña historieta de terror? ¿Es eso?
– Sí, algo así. Llámalo así, si es lo que quieres.
En el coche de Wexler y St. Louis yo iba sentado con los brazos cruzados. Era un alivio. Casi como si me estuviera recomponiendo por dentro. Cuanto más pensaba en mi hermano, menos sentido tenía todo para mí. Sabía que el caso Lofton le había caído encima como una losa, pero no hasta el punto de que hubiera querido quitarse la vida. Sean no era de ésos.
– ¿Usó su pistola?
Wexler me miró por el retrovisor. «Me está estudiando», pensé. Me preguntaba si sabría lo que había pasado entre mi hermano y yo.
– Sí.
Entonces lo comprendí. No podía ser. Todo lo que habíamos vivido juntos y ahora esto. Ya no me importaba el caso Lofton. Lo que me estaban diciendo era imposible.
– No es propio de Sean.
St. Louis se volvió para mirarme.
– ¿Qué?
– Que él no lo habría hecho, eso es todo.
– Mira, Jack, él…
– Él no estaba harto de tratar con basura a todas horas. Le gustaba. Pregúntale a Riley. Pregúntale a cualquiera del… Wex, tú le conocías mejor que nadie y sabes que es mentira. Le gustaba la caza. Así es como lo llamaba. No lo habría cambiado por nada. Probablemente a estas alturas podría haber sido el ayudante del jodido jefe, pero no quiso. Quería trabajar en homicidios, por eso se instaló en el CAP.
Wexler no contestó. Ya estábamos en Boulder, en Baseline, camino de Cascade. Me oprimía el silencio dentro del coche. El impacto de lo que me decían que Sean había hecho me iba calando y me estaba dejando tan frío y sucio como la nieve que quedaba en el arcén de la autopista.
– ¿No dejó una nota o algo? -pregunté-. ¿Algo…?
– Había una nota. Creemos que era una nota.
Advertí que St. Louis miraba de reojo a Wexler y con la vista le decía que estaba hablando demasiado.
– ¿Qué? ¿Qué decía?
Hubo un largo silencio y después Wexler hizo caso omiso de St. Louis.
– Fuera del espacio -dijo-. Fuera del tiempo.
– Fuera del espacio. Fuera del tiempo. ¿Sólo eso?
– Sólo eso. Era todo lo que decía.
A Riley la sonrisa no le duró más de tres segundos. Inmediatamente se trocó en una mirada de horror sacada de aquel cuadro de Munch. El cerebro es un ordenador sorprendente. Tres segundos para mirar a tres caras ante la puerta y saber que tu marido ya no volverá a casa. La IBM nunca llegará a superarlo. La boca se le convirtió en un horrible agujero negro del que surgió un sonido ininteligible, antes del inevitable e inúticlass="underline"
– ¡No!
– Riley -dijo Wexler apaciguador-. Vamos a sentarnos un minuto.
– ¡No, oh Dios, no!
– Riley…
Retrocedió desde la puerta moviéndose como un animal acorralado, yendo de un lado a otro, como si creyese que podría hacer que las cosas cambiasen si conseguía eludirnos. Se metió en la sala de estar. Fuimos tras ella y la encontramos hundida en medio del sofá en un estado casi catatónico, no muy distinto del mío. Entonces empezó a llorar. Wexler se sentó a su lado en el sofá. Big Dog Y yo nos quedamos de pie, callados como cobardes.