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Leí la noticia dos veces. No contenía nada que yo no supiera, pero me provocaba una extraña fascinación. Quizá porque creía que sabía o que empezaba a tener una idea de por qué Sean había ido a Estes Park y había hecho todo el camino hasta el lago Bear. Había una razón, pero yo no quería pensar en ella. Recorté el artículo, lo puse en una carpeta y guardé ésta en un cajón del escritorio.

Mi ordenador emitió un pitido y apareció un mensaje en lo alto de la pantalla. Era una llamada del redactor jefe en Denver. Había vuelto al trabajo.

El despacho de Greg Glenn estaba al fondo de la sala de redacción. Una de las paredes era de vidrio y le permitía ver las hileras de mesas en que trabajaban los reporteros y, a través de las ventanas que daban al oeste, las montañas cuando no las tapaba la polución.

Glenn era un buen jefe, que en una noticia valoraba la redacción por encima de todo. Eso era lo que me gustaba de él. En este oficio hay dos escuelas de redactores jefe. A unos les gustan los hechos y atestan con ellos la noticia hasta dejarla tan sobrecargada que nadie la va a leer entera. A otros les gustan las palabras y nunca dejan que los hechos se interpongan. Glenn me gustaba porque me dejaba escribir y casi se puede decir que me permitía escoger el tema. Nunca me metía prisas por un original y nunca me daba la paliza para que lo entregase. Hacía tiempo que intuía que todo lo que me gustaba cambiaría si él dejaba el periódico, si lo degradaban o lo promocionaban fuera de la redacción. Los redactores jefe se construyen sus propios nidos. Si él se iba, lo más probable es que yo me viera de nuevo trabajando en los sucesos, escribiendo sueltos basados en notas policiales. Cubriendo crímenes de poca monta.

Me senté en el sillón acolchado que había ante su escritorio, mientras él acababa una conversación telefónica. Glenn tenía unos cinco años más que yo. Cuando entré en el Rocky, diez años atrás, él era uno de los reporteros estrella, como yo ahora. Pero, finalmente, entró a formar parte de la dirección. Ahora iba siempre de traje, tenía sobre la mesa una de esas estatuillas de un futbolista de los Broncos que movía la cabeza, pasaba más tiempo al teléfono que en cualquier otra actividad y estaba siempre atento a los vientos políticos que soplaban desde la oficina central de la empresa en Cincinnati. Era un cuarentón con barriga, mujer, dos hijos y un buen sueldo que no alcanzaba para comprar una casa en el barrio en el que su esposa quería vivir. Me lo había contado todo tomando una cerveza en el Wynkoop, la única noche que habíamos salido juntos en los últimos cuatro años.

Clavadas en una pared del despacho de Glenn estaban las portadas de los últimos siete días. Lo primero que hacía cada día era quitar la más antigua y poner la última. Supongo que lo hacía para seguir el rastro de las noticias y la continuidad de su cobertura. O quizá porque, como ya no firmaba nunca nada, el poner las páginas allí era un modo de recordarse a sí mismo que era el responsable. Glenn colgó el teléfono y me miró.

– Gracias por venir -me dijo-. Sólo quería decirte otra vez que siento lo de tu hermano. Y que si quieres tomarte más tiempo, no hay ningún problema. Nos apañaremos.

– Gracias, pero ya he vuelto.

Asintió, pero no hizo ningún gesto que diera por terminada la conversación. Yo sabía que me había llamado por algo más.

– Bueno, pues a trabajar. ¿Tienes algo entre manos? Por lo que recuerdo, estabas buscando un nuevo proyecto cuando… cuando ocurrió. Me imagino que si estás de vuelta lo mejor será que estés ocupado en algo. Ya sabes, otra vez a sumergirse.

Fue en ese momento cuando supe lo que iba a hacer a continuación. Bueno, de hecho era algo que estaba en mi cabeza. Pero no había salido a la superficie hasta que Glenn me planteó la cuestión. Entonces, por supuesto, resultó obvio.

– Vo y a escribir sobre mi hermano -le dije.

No sé si era eso lo que Glenn esperaba que le dijese, pero creo que sí. Creo que le había echado el ojo a la historia desde que se enteró de que los polis habían venido a buscarme a la sala de espera para contarme lo que había hecho mi hermano. Probablemente era lo bastante sagaz para saber que no me tendría que sugerir ese reportaje, que se me ocurriría a mí mismo. Le bastó con plantearme una simple pregunta.

En cualquier caso, mordí el anzuelo. Y eso cambió toda mi vida. Con la misma claridad con que se puede trazar la línea de la vida en retrospectiva, la mía cambió con aquella frase, en el momento en que le dije a Glenn lo que iba a hacer. Por entonces creía que sabía algo acerca de la muerte. Creía que sabía algo sobre el mal. Pero no sabía nada.

3

Los ojos de William Gladden escrutaban las caras felices que iban pasando ante él. Era como una gigantesca máquina expendedora: escoja a su gusto. ¿No le gusta éste? Ahí viene otra. ¿Ésta sí?

Esta vez, no podría ser. Los padres estaban demasiado cerca. Tenía que esperar a que, en un momento dado, uno de ellos cometiera un error, saliese al muelle o se acercase a la ventanilla del puesto de chucherías a por una nube de azúcar, dejando sola a su preciosidad.

A Gladden le gustaba el carrusel del muelle de Santa Mónica. No le gustaba porque fuese original ni porque, según decía el cartel expuesto en la taquilla, se hubiera tardado seis años en restaurar los caballitos y en pintarlos a mano uno por uno. No le gustaba porque hubiera salido en muchas películas que había visto años atrás, sobre todo cuando estaba en Raiford. Tampoco le gustaba porque le recordase las cabalgadas con su amigo del alma en el tiovivo de la Feria del Condado de Sarasota. Le gustaba por los niños que iban montados en él. La inocencia y el abandono a la más pura felicidad estaban representados en cada una de las caras que desfilaban una y otra vez acompañadas por la música del organillo. Desde que llegó de Phoenix había estado viniendo aquí. Cada día. Sabía que le llevaría algún tiempo, pero un día, por fin, sería capaz de conseguirlo y esto le compensaría.

Mientras contemplaba la mezcla de colores sus pensamientos retrocedieron, como lo hacían tan a menudo, desde que estuvo en Raiford. Se acordó de su amigo del alma. Se acordó del oscuro armario, con sólo una franja de luz bajo la puerta. Se acurrucaba en el suelo cerca de la luz, cerca del aire. Podía verle los pies al acercarse. Paso a paso. Quisiera ser mayor, más alto, para así poder alcanzar el estante de arriba. Si lo fuera, le daría una sorpresa a su amigo del alma.

Gladden se volvió. Miró a su alrededor. El carrusel se había parado y los últimos niños salían al encuentro de sus padres, que esperaban al otro lado de la verja. Había otra fila de niños preparados para subir corriendo al carrusel a elegir su caballito. Buscó de nuevo a una niña de cabello oscuro y suave piel morena, pero no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que le estaba mirando la mujer que pedía los boletos a los niños. Sus ojos se encontraron y Gladden apartó la mirada. Se ajustó la tira del macuto. El peso de la cámara y los libros que llevaba dentro hacía que se le descolgase del hombro. Pensó que la próxima vez dejaría los libros en el coche. Echó un último vistazo al carrusel y se encaminó hacia una de las puertas que daban al muelle.

Cuando llegaba a la puerta se volvió distraídamente hacia la mujer. Los niños chillaban mientras corrían hacia los caballitos de madera. Algunos con sus padres, la mayoría solos. La mujer que recogía los boletos se había olvidado de él. Estaba a salvo.

4

Laurie Prine miró por encima de la pantalla de su terminal y sonrió al verme entrar. Yo había confiado en que la encontraría allí. Pasé al otro lado del mostrador, cogí una silla del escritorio más próximo, que estaba vacío, y me senté a su lado. Parecía que había un descanso en la biblioteca del Rocky.

– Oh, no -dijo cariñosamente-. Cuando tú llegas y te sientas ya sé que va para largo.