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Las escaleras crujieron, y la casa vibró azotada por el viento. Con un suspiro se ciñó aún más el chal sobre el camisón de lana y se encaminó hacia la biblioteca de John. Volvería a leer los libros de medicina, como tantas veces había hecho en el pasado, cuando ella y su esposo trabajaban codo con codo… Con John durmiendo a pierna suelta, podría hacerlo sin interrupciones.

Fiebre reumática. ¿Era ésa su enfermedad? Su madre la había padecido.

Al abrir la puerta de la biblioteca encontró a Micah arrodillada, con el vestido de algodón de rayas marrones y el delantal de muselina sin blanquear enrollados por encima de las rodillas, exhibiendo unas gastadas enaguas de bombasí blanco lleno de remiendos. Mariana las reconoció como unas de las de Gretel, demasiado deshilachadas para que Leah las llevara.

La joven recogía la nieve que había entrado por el marco de la ventana. Ya había atizado el fuego. Al verla, la flacucha quinceañera se levantó de un salto y se estiró la ropa.

– Oh, señora, no sabía que estaba levantada.

Mariana asintió distraída. Cogió un libro encuadernado en cuero del estante y se sentó en la butaca de John para abrir el tomo por la descripción de «fiebre reumática». Se suponía que esa enfermedad era más grave en la infancia, como la fiebre amarilla, que le había arrebatado a David en la epidemia del 98. Fiebre fuerte, garganta siempre dolorida… Sin embargo, David no había tenido las articulaciones hinchadas y doloridas, y ella tampoco.

Tan absorta estaba que apenas si advirtió que Micah había abandonado la habitación y regresado con una tetera y una taza.

Mariana se examinó las articulaciones. No sentía dolor ni molestias. Entonces ¿qué provocaba aquellas repentinas fiebres? ¿Qué enfermedad padecía?

Cerró el libro, sirvió el té negro en la taza y, sosteniéndola con ambas manos, inhaló el vapor. El señor Ellis, el tendero, le había advertido que pronto escasearía el té debido al embargo del señor Jefferson, de modo que se había provisto bien. Aunque los temores del hombre habían resultado infundados, pues había llegado una generosa remesa de Canadá, los precios subieron, de modo que se alegraba de haberlo comprado antes y más barato. Meneó la cabeza. Sería terrible sufrir de nuevo las provocaciones del año 75 y los años de guerra. Inexplicablemente le invadió otra oleada de calor. ¿Acaso se debía al té?

Ese verano cumpliría cuarenta y siete. Una anciana. John cumpliría en marzo sesenta y dos. Llevaban juntos treinta y dos años. Su primer hijo, un hermoso varón, había nacido muerto, y el segundo, David, que en paz descansara, llevaba diez años enterrado. Lo habían llamado así por el padre de Mariana. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas al recordar. David había sido un niño encantador, y John lo había llevado a todas partes. Habría sido médico como su padre.

John se había culpado de la muerte de David. Aquel horrible año habían fallecido mil quinientas personas, y una de ellas había sido su gozo, su David. Muchos neoyorquinos se habían marchado apresuradamente al campo, desesperados por escapar del azote de la fiebre. Los Tonneman se habían quedado. John trabajaba noche y día para salvar las vidas de amigos y desconocidos y, cuando por fin dormía, luchaba contra las Furias que le reprochaban que había dejado morir a su hijo.

Después, durante un tiempo, John quiso alejarse de la maldita ciudad de Nueva York y su agua ponzoñosa, convencido de que la causa de la fiebre era la contaminación del Collect. Mariana se habría marchado de buen grado. Su hermano Ben le había pedido que se reunieran con él en Princeton, Nueva Jersey, donde dirigía un periódico. Sin embargo, John cambió de pronto de parecer. Se había prometido que no cejaría hasta encontrar agua potable para la ciudad, de ahí que se hubiera presentado para el cargo de delegado de sanidad y se hubiera involucrado con la Collect Company.

Mostró tal entusiasmo y buena voluntad que incluso cuando los federalistas recuperaron el control de Nueva York tras las elecciones de Chartes de 1806, John Tonneman conservó el cargo. Y continuó desempeñándolo después de que el consejo municipal de Albany expulsara a De Witt Clinton, y Marinus Willett reemplazara al señor Clinton en la alcaldía.

Mariana no era caritativa. También había culpado a John de la muerte de David. Y nunca lo había perdonado. Desde aquella tragedia ya no eran los mismos.

Su único consuelo era que Leah había nacido diez meses después de que David fuera enterrado en el viejo cementerio judío de Saint James Street; una nueva vida que querer, aunque no para John, ya que Leah sólo era una niña.

Aquel fatídico año Peter cumplió nueve años, y Gretel cuatro. Dos hijos perdidos. Todavía le quedaba Peter, pero por desgracia no era David.

David siempre había enternecido a su padre sólo por ser David. John Tonneman saltaba de alegría cada vez que el solemne niño anunciaba con gravedad que él también sería médico. El aprensivo Peter se mareaba al ver sangre y, a causa de la insistencia de su padre en que se dedicara a la medicina, se había dado a la bebida. Ese muchacho representaba la gran desilusión de la vida de Tonneman.

A Mariana nunca le había gustado el amigo de John, el doctor Maurice Jamison, un despreciable monárquico que se había casado con Grace Greenaway -una viuda con simpatías monárquicas-, por su considerable fortuna. Grace y Jamie se habían congratulado de pertenecer al singular círculo de los que conocían al rey. Habían repartido su tiempo entre Nueva York y Londres. Por desgracia para Grace, una de las temporadas que pasó en Nueva York fue en el año 98, por lo que se convirtió en miembro de otro grupo singular: el de las mil quinientas víctimas que se había cobrado la fiebre amarilla.

Tras la muerte de Grace, Jamie se había instalado en Nueva York, llevando la vida de un terrateniente acaudalado. El dinero de Grace le había permitido abandonar la profesión y dedicarse de lleno a la especulación de tierra. Además, Jamie era un directivo de la Collect Company.

En honor a la verdad se había brindado a rescatar a Peter de la colera de John, proporcionándole el cargo de secretario de Thaddeus Brown, el delegado de vías públicas que se encargaba del proyecto Collect.

– Vamos, John, no todo el mundo tiene vocación de médico -lo había tranquilizado Jamie.

Cierto, pensó Mariana. No todos la tenían. Pero la veía arder en los ojos de su hija menor, Leah, como había ardido en los suyos cuando no era mucho mayor. Algún día se permitiría a las mujeres asistir a las clases del Columbia, estaba segura. Se enjugó las lágrimas y se levantó para dejar el libro en su sitio. De pronto se detuvo. Las mujeres. Mariana volvió a sentir náuseas y fiebre. Dejó caer el chal y se abanicó con la mano. Se sentó y volvió a abrir el libro, hojeándolo en busca de las referencias a las mujeres. Ah, reproducción femenina. Cesación de la menstruación… Empezó a leer.

«Climaterio. Período de reducción de la capacidad reproductiva.»«Hystericus (histeria). Explosión incontrolable de emoción, temor, risa, llanto, característico de las mujeres y causados por trastornos en el útero.»

Así pues, su enfermedad era ser mujer.

RECIÉN PUBLICADO

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New-York Spectator

Enero de 1808