Habían cambiado el suelo de ladrillo hacía quince años, pero la chimenea y el horno eran los mismos. John Tonneman había echado su primer incisivo sobre la gran mesa de roble. Más tarde colocaron dos mesas más y crearon un espacio para la despensa. La familia solía reunirse en aquella agradable estancia.
– Buenos días, hijas.
– Buenos días, papá.
– Buenos días, Micah.
– ¿Desea desayunar, doctor Tonneman?
– Sólo café.
Al entrar en el salón, oyó a sus hijas discutir sobre quién le llevaría el café.
– Lo haré yo.
– No, me toca a mí.
Se sintió complacido. Se volvió cuando Leah se presentó ante él con la resistente taza Delf azul que había pertenecido a su familia desde que tenía memoria.
– Gracias, Leah.
Su hija menor hizo una reverencia y sonrió.
– De nada, papá.
Detrás de ella, Gretel hizo un mohín.
Tonneman dejó la taza en la mesa del desayuno y alargó los brazos.
– Venid aquí, mis queridas niñas.
Después de abrazarlas, acarició la cara de Gretel.
– ¿Te gustaría hacer algo por mí?
– Sí, papá. ¿Nos dejarás ir al circo?
– No intentes comprarme. Debes hacer lo que te pido sin poner condiciones.
– Sí, papá.
– Se está acabando el agua ferruginosa. ¿Sabéis cómo preparar más?
– Yo le enseñaré -respondió Leah.
– Ya sé hacerlo -replicó Gretel, fulminando con la mirada a su hermana menor.
– Es fácil -explicó Leah. Y se apresuró a añadir-: Sólo tienes que sumergir unos clavos en el agua…
Entonces las dos recitaron, alto y fuerte:
– Los clavos se oxidan, y el óxido se diluye en el agua…
Gretel pisó a su hermana menor y, mientras ésta gritaba, continuó:
– Y papá tiene un estíptico para detener las hemorragias.
– Eso es todo, chicas.
John tenía poca paciencia con sus hijos ese día. Le preocupaba el futuro del proyecto Collect. El delegado de vías públicas, Brown, había desaparecido al mismo tiempo que Peter y la caja fuerte. Cualquiera podía llegar a la conclusión lógica de que Brown y Peter, o uno de los dos, habían robado la caja fuerte y el dinero que contenía. También estaban los libros de contabilidad y esa maldita nota. Peter tenía muchas explicaciones que dar. Si algún día Jake Hays hincaba su dentadura de terrier en ese asunto, se verían en un aprieto. Peter quedaría desacreditado, y el proyecto se resentiría.
Las hermanas retrocedieron hasta la puerta de la cocina. Observaron con los ojos como platos cómo su padre se acercaba a la repisa de la chimenea. Sobre ella descansaba una caja de madera con la leyenda «Encendedor instantáneo» grabada en cursiva y pintada de escarlata. John Tonneman cogió una de las varillas de madera que contenía otra caja sobre la repisa; no eran sino fósforos tratados con una composición de clorato potásico, azúcar y cola arábiga. La introdujo en la caja en que había una botella de ácido sulfúrico, y al retirarla prendió.
– ¡Oh! -se maravillaron sus hijas.
Sonriendo satisfecho, John Tonneman encendió el cigarro. Las niñas siempre lo observaban con gran curiosidad. Aunque aquella caja del encendedor llevaba más de un año en la casa, su funcionamiento nunca había dejado de ser un misterio. Después de todo, los demás utilizaban un yesquero corriente que constaba de pedernal y eslabón. Como el encendedor instantáneo era peligroso en manos inexpertas, su padre era el único que lo empleaba.
Tonneman agitó el cigarro a fin de que el olor acre de las hojas al arder perfumara la casa y disimulara el hedor del estómago revuelto de su hijo.
Oyó los ligeros pasos de Mariana, que bajaba por las escaleras, seguidos de un estrépito en el piso superior.
– Oh, cielos. -Los pasos de Mariana se interrumpieron.
– Déjalo -ordenó Tonneman-. Seguramente ha roto el bacín.
Era lo que el propio John Tonneman solía hacer en su juventud, cuando vivía en Londres y llevaba una vida disoluta, bebiendo y yendo con rameras por la noche y estudiando medicina por el día. Tonneman dio una calada al cigarro, pensativo. Jamie lo había sacado de esas costumbres infernales, razón por la cual le confiaba la vida de su hijo.
– Micah -llamó Mariana-. Averigua si mi hijo necesita ayuda. -Se volvió hacia sus hijas-. Vamos, niñas, ayudadme a preparar el desayuno a vuestro padre y vuestro hermano.
Momentos más tarde, Peter apareció en el salón, avergonzado.
– He roto el bacín.
– ¡Agárrame! -exclamaron las hijas de Tonneman al unísono.
– Repugnante -añadió Gretel.
– Dignidad -pidió Mariana entrando en la cocina.
Micah asintió y fue a buscar el cubo y los trapos.
John Tonneman lanzó una mirada furibunda a su hijo.
– ¿Dónde demonios has estado, muchacho?
– No es asunto tuyo.
– Soy tu padre, y sigues bajo mi techo -replicó Tonneman exasperado-. ¿Y dónde está Brown?
Peter, en mangas de camisa, se secó la frente con el brazo. Estaba sudando.
– ¿A qué te refieres?
– Nadie lo ha visto desde el pasado viernes. Los dos desaparecisteis al mismo tiempo. Al principio pensé que os habíais fugado juntos.
Peter rió con disimulo.
– ¡Y un carajo!
– Esa boca -reprendió Mariana al regresar de la cocina.
– Sí, madre. -El joven sonrió.
Su padre continuó observándole con expresión sombría.
– Luego deseché la idea.
Peter aplaudió a su padre.
– Te lo agradezco.
Mariana había portado un frasco de esencia de hierbabuena y un plato de loza que depositó sobre la repisa de la chimenea. Vertió parte de la hierbabuena en él y dejó el frasco cerca. La habitación olía a menta y tabaco de Virginia.
Tonneman señaló el plato.
– ¿Lo has puesto por el cigarro de tu marido o por el vómito de tu hijo?
– ¡Agárrame! -exclamaron las niñas a coro.
Mariana y Tonneman se miraron con hostilidad. Éste se volvió hacia su hijo.
– El asunto es grave, muchacho. He pasado por la oficina de Brown y he visto el estado en que se halla, pero no logro imaginar qué ocurrió. Ya me he acostumbrado a tus escapadas, pero esto pasa de la raya.
– Es asunto mío. -Peter mantuvo la cabeza alta, desafiando nuevos comentarios.
– El caso de Brown es otro cantar. Por su cargo, es responsable del dinero de la Collect Company.
– Cargo que debería haber desempeñado yo. -El joven hizo una mueca y cerró los puños para disimular sus temblores- Necesito beber algo, papá.
– ¿No podría tomar una copa? -intervino su madre.
Indignado con su hijo y su esposa, pero incapaz de discutir, Tonneman se encogió de hombros.
Mariana sirvió medio vaso de brandy. El muchacho la observó ansioso. Antes de tendérselo, su madre eligió con toda parsimonia una nuez de la fuente del aparador de madera de cerezo. Con la misma parsimonia, cogió el cascanueces George Washington rojo, blanco y azul, colocó la nuez entre las enormes fauces del general y la partió. Una vez pelada, se la ofreció a su hijo.
– Primero se come y después se bebe.
– Oh, mamá -exclamó Peter.
Obedeció. Masticó rápidamente la nuez, luego cogió el vaso de cristal y bebió el contenido con avidez. Irritado por la expresión de desdén mal disimulado de su padre, deseó vengarse.
El viejo Tonneman se sentía tan irritado como su hijo. Era demasiado pronto para beber, pero en vista de lo que estaba haciéndole pasar el muchacho, decidió que también merecía una copa. Se sirvió una generosa dosis de brandy.