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Pese a que cada minuto era crucial, se obligó a rodear el barranco con la esperanza de encontrar otra señal de vida; tal vez del niño desaparecido. Pero no había ninguna. Impaciente por guarecerse de la tormenta, Ophelia tiraba de las riendas. Finalmente, helado y cegado por la nieve, Tonneman cedió ante el sentido común de la yegua y regresó de mala gana por donde había venido, en dirección a Hoboken. Limpió la nieve y el sudor helado del rostro de la joven, se quitó el sombrero de castor y se lo puso. La posada de Rawls era la más cercana. La llevaría allí.

Peter Tonneman había olvidado que estaba huyendo.

Una hora después dejó a la joven al cuidado de la señora Rawls y se unió a la partida de búsqueda encabezada por Fred Rawls, el tabernero. El viento del norte no había amainado, y seguía nevando. El abeto donde había atado a Ophelia había quedado sepultado. Creyó poder reconocer el lugar donde había rescatado a la joven, pero no estaba seguro. No había rastro del coche de Filadelfia. El barranco era un valle blanco ininterrumpido. Intentar bajarlo antes de que pasara la tormenta habría sido tentar al destino. Así pues, la partida de búsqueda regresó a la posada.

La señora Rawls ansiaba explicarles la información que había sonsacado a la joven, llamada Charity Boenning. Una familia de cuatro miembros, el cochero y su aprendiz habían perecido sin duda en medio de la tormenta. Por la gracia de Dios Charity Boenning había salido despedida del coche, y sus faldas habían quedado enganchadas en una rama que le salvó la vida. La nieve había suavizado la caída. Era un milagro que la pobrecilla no hubiera perdido el niño que llevaba en las entrañas.

Exhausto, el joven Tonneman se desplomó en una silla junto al fuego y tomó varios sorbos del ponche caliente que la señora Rawls le había ofrecido. De la taza emanaba un fuerte olor a clavo. Aspiró el acre aroma y recordó el olor de Charity Boenning antes de entregarme a un sueño profundo.

El señor Rawls lo despertó poniéndole la mano en el hombro con suavidad.

– Pregunta por usted.

Tonneman se atusó el cabello y se colocó bien el chaleco y el cuello mientras subía por las escaleras precedido por la señora Rawls. La alegre mujer hablaba agitando las manos, y la vela proyectaba sombras titubeantes.

– Le hemos preparado una habitación, señor Tonneman. Sólo el diablo saldría con esta tormenta.

Lo condujo por un oscuro y estrecho pasillo. Peter casi rozaba el bajo techo con la cabeza. La posadera se detuvo y llamó a la puerta.

Una criada ataviada con un gastado vestido de calicó verde y un basto chal marrón alrededor de los flacos hombros les franqueó la entrada. La pequeña chimenea proporcionaba un poco de calor a la habitación.

– Oh, señor. Le espera.

– Gracias, Flora. La joven necesita descansar, señor Tonneman, de modo que no se entretenga. -Atizando con determinación el fuego, la señora Rawls añadió-: Y usted también lo necesita, a juzgar por su aspecto. Le subiremos la cena en una bandeja.

Asintió distraído al tiempo que se aproximaba a la cama, donde el menudo cuerpo de la joven apenas si abultaba bajo las mantas. Costaba creer que estuviera en estado. Sólo entonces, al acercarse, reparó en el anillo dorado que lucía. A pesar de los cardenales del rostro, era muy hermosa. Tenía los ojos muy grandes, de un azul oscuro. Llevaba la abundante y pelirroja cabellera recogida en trenzas. Desprendía aquel olor que él relacionaba con el incienso, aunque resultaba más dulce.

– Por favor, siéntese -invitó ella, dando unas palmaditas en el lecho-. ¿Es usted el señor…?

La señora Rawls carraspeó y colocó una butaca de pino detrás de Peter, quien sin embargo permaneció de pie.

– Tonneman. Peter Tonneman.

– Charity Boenning.

Le tendió una mano pequeña, de piel casi transparente y finas venas azules. Tras rozarla brevemente, Peter se sentó en la butaca. Se sentía incómodo.

– Es usted uno de los hombres más valientes que he conocido. Quiero darle las gracias por salvarme la vida. -Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas-. Esa pobre gente…

– Sólo hice lo que habría hecho cualquiera, señora -replicó él atropelladamente.

– Tengo entendido que es de Nueva York, señor Tonneman. -La señora Boenning, cuyas mejillas aparecían ligeramente sonrosadas, no apartaba la mirada del hombre.

– Sí, señora.

– Yo me dirijo allí para reunirme con un pariente. Confío en que nos haga una visita para que podamos darle las gracias debidamente.

Peter Tonneman asintió al tiempo que se levantaba. ¿Qué debía hacer?

– Si me disculpa.

Retrocedió hasta la puerta, turbado. Huía de un escándalo que avergonzaría a sus padres y arruinaría su vida, y en ese preciso momento conocía a la joven de sus sueños y estaba casada y en estado.

Se detuvo ante la puerta.

– ¿Se encontraba su marido en el coche?

A la joven se le empañaron los ojos, pero no derramó ni una lágrima.

– No, señor Tonneman -contestó-. Mi marido se ahorró esta catástrofe. Murió hace un par de meses en Filadelfia.

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New-York Herald

Enero de 1808

12

Sábado, 30 de enero. Muy de mañana

El rescate de la viuda Boenning habría de cambiar la vida de Peter. Lo de menos era dónde había estado. La cuestión era con quién.

Al día siguiente los Rawls habían invitado a sus huéspedes a asistir al servicio dominical en el salón de la posada, pero Peter había preferido permanecer en su habitación. El día transcurrió despacio y monótono; había nevado hasta bien entrada la noche y resultaba imposible, e incluso peligroso, viajar. Aunque aburrido, Peter se alegró de estar en un lecho caliente.

Aunque no era persona intelectual, trató de entretenerse con los dos libros que encontró en un estante junto a la estrecha cama. Uno era la Biblia cristiana, con los dos Testamentos. Hojeó el tomo deseando tener una copa en su lugar. Le llamó la atención una palabra, pero ya había pasado la página, y por mucho que lo intentó durante casi una hora, no logró encontrarla de nuevo. Sin duda se trataba de otra señal, porque la palabra había sido «viuda».

El otro libro era de Tomás Moro y estaba escrito en latín. Peter nunca había destacado en las lenguas clásicas, de modo que dejó a un lado el volumen. Como no había nada más en la habitación con que entretenerse, y desde luego nada de alcohol, volvió a coger la Biblia. Trató de localizar la palabra «viuda» de nuevo, luego hojeó el Antiguo Testamento en busca de las historias que su madre solía contarle. Los numerosos «engendró» sólo consiguieron provocarle sueño. El Nuevo Testamento, con sus distintas versiones de la misma historia, resultaba igualmente aburrido y más confuso. A Peter no le interesaban ni la religión ni la lectura.

Tomó de nuevo el segundo volumen, Utopía. Aunque había estudiado latín, no distinguía un amo de un amat. Por fortuna, el anterior lector había escrito notas en los márgenes, de manera que poco a poco logró desentrañar la historia. Así pues, se enteró de que la Utopía ficticia era una isla de cincuenta y cuatro ciudades situada en Sudamérica. Esa república, que había sido un reino, era propiedad común, y el bien general era lo más importante. Sus habitantes se asombraban mucho al oír que el oro, en sí mismo inútil, era tan preciado en todas partes y que incluso el hombre, para quien el oro había sido hecho y quien le había dado su valor, se consideraba menos valioso que dicho metal.