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Peter abrió mucho los ojos ante tan ridícula creencia. Reprimiendo la tentación de arrojar el libro contra la pared, volvió a dejarlo en el estante junto con la Biblia.

Seguía nevando. El viento cambió, las temperaturas ascendieron y, como consecuencia, empezó a diluviar. El viento azotaba los postigos, arrojaba ramas contra ellos y hacía tambalear la posada.

A media tarde, cuando la Biblia y el señor Moro casi lo habían vuelto loco, llamó a la sirvienta Flora para pedir agua caliente. Se afeitó y vistió antes de bajar. Se alegró de encontrar a Charity Boenning casi restablecida y cómodamente instalada en el salón. La señora Rawls servía té y bizcochos de semillas de amapolas.

Aceptó encantado la invitación de Charity de sentarse a su lado. Cuando ella sonrió, Peter se reveló una vez más incapaz de pronunciar palabra. La señora Rawls jugueteaba con las servilletas, esperando oír lo que Peter iba a decir. Sorprendida por la ausencia de conversación, se retiró.

El silencio se prolongó. Flora apareció con la taza de Peter, contempló unos instantes a la pareja y decidió retirarse. Peter se levantó de un salto, nervioso.

– ¿Le sirvo?

– Sí, por favor. Disculpe, pero todavía me tiemblan las manos -respondió Charity, aturdida-. No logro olvidar a esa pobre gente que murió.

– No me extraña. Fue un milagro que usted sobreviviera. ¿Leche?

Ella asintió.

– Usted es mi milagro, señor Tonneman.

Clavó la vista en las ventanas cerradas con postigos, que impedían ver el diluvio.

– La señora Rawls me ha informado de que ha dejado de nevar.

Peter, que sostenía con cuidado la jarra de peltre para no derramar el líquido, musitó:

– Con la lluvia.

– La señora Rawls ha pedido un coche para que mañana mismo reanude el viaje hasta Nueva York, si los caminos están transitables.

Se la veía tan frágil… Peter se echó más azúcar que de costumbre. No se atrevía a mirarla a los ojos por temor a disolverse como el azúcar.

– ¿Está lo suficientemente recuperada para viajar, señorita Boenning?

– Oh, sí. Estoy impaciente por finalizar mi viaje.

Peter le acercó una fuente.

– ¿Un bizcocho?

Ella negó con la cabeza. Peter advirtió cómo se balanceaban sus oscuros rizos.

– Ha dicho que vivía en Nueva York -dijo ella con un hilo de voz-. Entonces ¿volverá conmigo, señor Tonneman?

– Oh, no. Me dirijo a Princeton. Mi tío Ben publica un periódico allí, The Guardian.

– ¿De veras?

Se produjo otro largo silencio mientras bebían el té.

– ¿De dónde ha salido la expresión «agárrame»? -preguntó de pronto la joven.

Él soltó una sonora carcajada; el primer gesto natural que hacía en toda la mañana.

– ¿No se emplea en Filadelfia? Se ha extendido por toda Nueva York. Viene de la palabra «embargo».

Charity reflexionó unos instantes y dejó la taza.

– Por el embargo del señor Jefferson… -aclaró Peter.

La joven lo miró con los ojos brillantes.

– No es preciso que me lo explique. No soy completamente boba. Ya sé qué es un embargo.

– Mil disculpas. No era mi intención ofenderla, señora Boenning.

– Y no lo ha hecho. ¡Agárrame! Me gusta. ¿Regresará pronto a Nueva York? -Volvió a clavar en él su aterciopelada mirada.

A decir verdad, Peter Tonneman había olvidado su firme determinación de abandonar la ciudad desde el momento en que se había topado con Charity Boenning y le había salvado la vida. En aquellos instantes estaba a punto de desistir de su propósito, lo que no le convenía en absoluto.

– Señora Boenning, iré con usted a Nueva York. Ahora que la he conocido, no podría dejar de hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó Charity Boenning, ruborizándose con coquetería.

Al día siguiente la tormenta había seguido su curso. La lluvia caía formando una gran cortina y llevándose la nieve consigo. Habían acordado que escoltaría a la señora Boenning hasta Nueva York y la dejaría en manos de su pariente. Mientras la esperaba, se sentó ante el fuego del salón de la posada, barajando las posibilidades que tenía ante sí.

Charity Boenning lo había hechizado. Era viuda y, tras el período de luto, quedaría libre para volver a casarse. Vestía unas ropas de luto muy sencillas. ¿Significaba eso que era modesta o que carecía de dinero? Y estaba en estado. Una viuda pobre y embarazada.

Nada de eso desalentó a Peter. Decidido a convertirla en su esposa, se proponía comunicar al pariente de Charity sus intenciones.

Si deseaba contraer matrimonio, debería primero recuperar su puesto en la Collect Company. Se transformaría en un nuevo Peter Tonneman, un hombre de quien su padre se enorgullecería, capaz de mantener una esposa y un hijo.

Sólo un hombre podía ayudarle a recuperar su empleo: su padrino, Jamie.

Peter se levantó de un salto cuando la señora Rawls, con un gran abrigo azul bajo el brazo, descendió por las escaleras. Detrás, con su vestido negro y un sombrero azul prestado, bajaba Charity Boenning. Tenía las mejillas sonrosadas. ¿Era a causa de su estado, la aventura, o la presencia de Peter? Éste se apresuró a reunirse con las mujeres al pie de las escaleras y esperó a que la señora Rawls pasara para ofrecer el brazo a Charity.

– Cuídese y cuide del bebé -aconsejó la posadera, envolviendo a Charity en el abrigo-. Envíemelo una vez se haya instalado.

– Ha sido tan amable… -respondió Charity-. Pero ¿qué se pondrá usted entonces?

– El abrigo de los domingos. Lo confeccioné yo misma.

Miró a ambos jóvenes unos instantes, esperando un comentario, pero estaban absortos contemplándose el uno al otro. La señora Rawls esbozó una amplia sonrisa. Aquella muchacha no permanecería mucho tiempo viuda. Cogió un paraguas del colgador situado junto a la puerta y se lo ofreció a Peter.

– Hemos enviado un mensaje a su pariente de Nueva York para que vaya a recogerla al transbordador -informó dirigiéndose a Charity.

Fuera, una triste Ophelia los aguardaba bajo la fría lluvia, atada a la parte posterior del coche que los llevaría hasta el transbordador de Hoboken y desde allí hasta Manhattan. Peter cubrió a ambas mujeres con el paraguas mientras corrían hacia el vehículo.

El señor Rawls se hallaba sentado en lo alto de un carro con montones de cuerdas y cadenas. El y cuatro hombres a caballo se disponían a partir en busca de los cadáveres de los demás viajeros de la diligencia de Filadelfia.

– ¡Buen viaje hasta Nueva York! -deseó la señora Rawls a voz en grito mientras la partida de rescate se alejaba por el camino embarrado.

Todos sabían que no había esperanzas de encontrarlos vivos, pero, en palabras de la señora Rawls, «al menos recibirán un entierro cristiano».

En cuanto Charity se hubo instalado en el interior, la señora Rawls le colocó en el regazo una cesta de mimbre cubierta con un trapo.

– Un poco de comida para el viaje -dijo con una amplia sonrisa.

Peter se sentó delante de Charity, y partieron.

El trayecto hasta el transbordador que había de llevarlos a Nueva York fue arduo. Peter tuvo que bajar del vehículo en más de una ocasión para empujarlo porque las ruedas se habían encallado en el barro. Agradeció la cesta de la señora Rawls, que la pareja compartió.

Al llegar a la terminal, encontraron un harapiento grupo de personas empapadas, dos caballeros -comerciantes o banqueros-, de aspecto elegante, y cuatro mujeres vestidas de forma estrafalaria. Charity las miró boquiabierta. Peter sonrió.