– Te entrarán moscas.
– ¿Son…?
– Sí.
La joven se ruborizó.
Poco después del mediodía embarcaron en el transbordador con destino a Nueva York. El deshielo de finales de enero había derretido la nieve, y los enormes trozos de hielo flotaban libremente por el North River. La lluvia había cesado por fin, y el reflejo del sol del mediodía sobre el hielo los deslumbraba. Peter y Charity disfrutaron de sus débiles rayos mientras observaban el avance de la embarcación entre las ciénagas de Nueva Jersey y la espléndida confusión de Manhattan. Al cabo de un rato bajaron al camarote, revestido de resistente madera de arce. Peter ayudó a Charity a sentarse y permaneció de pie a su lado.
– ¡Castañas! ¡Castañas recién asadas! -canturreaba un hombre de color, agitando la sartén ennegrecida.
Peter compró un cucurucho de periódico y las compartió con Charity. Al otro lado de las ventanas, Nueva York aparecía mágica; el fabulado Gotham de Washington Irving.
Peter Tonneman bajó la vista hacia su compañera.
– Es una ciudad muy hermosa -comentó.
Regresar a casa le producía una extraña emoción. La joven aceptó el brazo que Peter le ofreció, y salieron a la estrecha cubierta. La fresca brisa resultaba balsámica. En su nerviosismo Peter empezó a divagar.
– ¿Conoce el barco de vapor del señor Fulton? El Clermont. Dicen que navega a cinco millas por hora. En agosto subió este mismo río. Fulton's Folly lo bautizaron. Podríamos subir juntos algún día… -Se detuvo. ¿Había ido demasiado deprisa, demasiado lejos?
Charity asintió, impertérrita. Al cabo de un rato dijo:
– Es una ciudad muy hermosa.
– Mire -señaló Peter, soltando un suspiro de alivio.
Nueva York apareció ante ellos tan clara como un aguafuerte en una lámina de cobre. Gotham, el país de las hadas, la tierra de los mitos.
– ¡Oh, cielos! -musitó la joven, protegiéndose los ojos con la mano. Luego levantó la vista hacia Peter Tonneman y añadió-: Mi marido decía… Había viajado mucho, incluso había llegado hasta China; me explicó que los chinos tienen una costumbre según la cual, si salvas la vida a una persona, te haces responsable de ella para siempre.
Peter le cogió la mano y, ruborizándose, la soltó.
Ella echó a reír.
– No tema, señor Tonneman. Le eximo de la obligación.
– No lo comprende -se apresuró a replicar él-. No deseo que me exima. -Contemplando la ciudad, cada vez más próxima, Peter se sintió nacer de nuevo, restablecido en cuerpo y alma. Estaba enamorado.
Charity respiró hondo. Tal vez, pensó. Tal vez. Las lágrimas le rodaban por las mejillas cuando el transbordador atracó en el muelle Peck.
– Me alegro tanto de estar aquí.
Los mozos subieron a bordo para bajar el equipaje y el cargamento. Un hombre fornido con una gorra marrón se acercó a ellos cojeando.
– ¿Señora Boenning? -Al ver que ella asentía, el hombre prosiguió-: He venido a recogerla. ¿Dónde está su equipaje?
Ella le entregó la cesta del almuerzo vacía con una sonrisa. A continuación recorrió el muelle con la vista.
– ¡Allí está! -exclamó excitada.
– ¿Dónde? -preguntó el joven enamorado.
– Allí. El caballero de negro. ¿Lo conoce?
Peter quedó boquiabierto. Resultaba difícil ser de Nueva York y no conocer al hombre vestido de negro. El pariente de Charity Boenning era nada menos que el alguacil mayor de Nueva York, Jacob Hays.
AVISO
SE RUEGA A TODAS LAS PERSONAS QUE TENGAN RECLAMACIONES CONTRA LA PROPIEDAD DEL DIFUNTO NICHOLAS CARMER PRESENTEN SUS LIBROS EN EL NÚM. 4 DE VESEY STREET, Y QUE LOS ENDEUDADOS PAGUEN DE INMEDIATO A ELIZABETH CARMER, ADM.
New-York Evening Post
Enero de 1808
13
Sábado, 13 de enero. Del amanecer al anochecer
La nieve reapareció de pronto. Caía deprisa y en abundancia, y el viento azotaba la cara de Duffy. Su hallazgo no tardó en quedar sepultado. Apartando la nieve con la punta de la bota, observó que había más que una mano tendida hacia él; el resto del cadáver se hallaba enterrado en la tierra casi helada.
Duffy oyó los murmullos ahogados de sus compañeros alrededor del embalse. Los llamó a voz en cuello, pero la nieve se tragó sus palabras. Era como estar en alta mar en una tempestad; tan cerca, pero tan lejos. Buscó con la mirada a Fred Smithers; si permanecía allí, no lo veía.
Bill Duffy no era un hombre supersticioso, o eso se dijo. Sin embargo, no tenía intención de esperar a que todos los demonios del infierno sacaran la mano de la maldita tierra para aferrarlo. Echó a correr por Chapel Street, medio cegado por la nieve.
Había oído decir que el alguacil mayor solía frecuentar la cafetería Tontine, entre Pearl y Wall Streets, cerca de la cafetería Slip. Un largo trecho.
Tan repentinamente como había empezado, la nevada cesó, y Bill Duffy se paró. Correr como un pollo decapitado no era la solución. ¿De qué tenía miedo? ¿De un cadáver? Cuando alguien le acompañara, le mostraría lo que había descubierto. Mientras tanto realizaría su trabajo para recibir la miserable paga y llenar sus rugientes tripas. Dio media vuelta y regresó a Lispenard Meadows para reanudar su tarea.
Nada había cambiado. Sus compañeros continuaban trabajando, cada uno en su zona, la mayoría cargando el barro del embalse en los carros que los esperaban. Fred Smithers había desaparecido. Y a su derecha no había nadie, ni siquiera un mirón. Estos siempre aparecían cuando no los necesitaba. Duffy recogió el rastrillo y con sus raídas botas arrancó la capa de hielo que lo cubría. Esquivó la mano.
Al cabo de unos minutos de rastrillar con energía, aflojó el ritmo hasta detenerse. ¿Qué hacía? La capa de nieve que cubría el suelo era tan gruesa que no se distinguían los escombros de la tierra. Como para contradecirlo, el rastrillo dio con algo. Se agachó y recogió una almeja. ¿Comestible? Olió el molusco. A pesar de estar medio congelado y un poco abierto, parecía en buenas condiciones. Se santiguó y se lo comió.
Ahora deseaba una docena más. Y un largo trago. De ron. Y un cigarro sería, oh, tan agradable. Cerró los ojos unos momentos.
– ¿Para esto te pagamos? ¿Para que duermas de pie como un caballo?
Ante él había un hombre enorme. Sobre el rostro casi oculto por la larga bufanda anudada alrededor de la cabeza, llevaba un anticuado bicornio. En la parte superior del tabardo verde tenía prendida una estrella de cinco puntas de latón.
– Es usted la persona que buscaba, alguacil. He encontrado un cadáver.
– No soy yo. -La bufanda amarilla se abrió, revelando tres papadas bajo un grueso rostro-. Este es el distrito quinto, y yo soy del tercero. De todos modos se lo comunicaré a Cobre en cuanto lo vea.
Por muy nuevo que fuera Duffy en Nueva York, sabía que Cobre era el sargento que llevaba la estrella de cobre. El rollizo alguacil se alejó caminando por la nieve tan deprisa como el sebo se desliza por el lomo de un pato. Si pertenecía al tercer distrito, ¿qué demonios hacía en el quinto? Probablemente nada bueno. Duffy escupió, y el viento helado le devolvió el escupitajo en el rostro. No se molestó en limpiárselo. A Duffy no le gustaban los alguaciles de esa ciudad. Mezquinos e incompetentes, no se ganaban el sueldo que cobraban. Sólo Dios sabía qué era peor, si ellos o los criminales, que según tenía entendido abundaban.