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De pronto Duffy sintió náuseas y vomitó el molusco, la sopa de cebada y lo que quedaba en su estómago del conejo que había tomado el día anterior. No había duda de que se trataba de un día funesto.

Se limpió la boca con la manga del tabardo verde. Sólo cabía concluir esa jornada y rezar para ingerir algo caliente. Se abrochó mejor el cuello del tabardo corto y cruzado, clavó una estaca de madera cerca de la mano y siguió trabajando.

Al caer la noche corrió a cobrar a Collect Street y devolvió el rastrillo y la carretilla. Decidió mencionar el cadáver al pagador, pero cuando levantó la vista el tipo había desaparecido. Maldiciendo Nueva York, el embargo y al señor Thomas Jefferson, Duffy recorrió cansinamente las nueve manzanas que lo separaban de los límites de la ciudad y la casa de beneficencia deChambers Street. Las afueras eran de un lugar muy transitado.

En Chambers Street se hallaba el depósito de la Compañía Manhattan, un edificio de aspecto extranjero con columnas en la fachada y una gran estatua de Neptuno en lo alto, como había visto en uno de esos países orientales, había olvidado en cuál.

Era allí donde estaban construyendo el nuevo ayuntamiento y donde, según advirtió, ya habían duplicado las viejas horcas, postes de flagelación y picotas. Duffy silbó. Dos horcas siempre eran mejor que una.

En el edificio de piedra gris recibió su escasa ración de grano de avena y sopa de patata y engulló las gachas aguadas. ¿Debía comentar al africano que servía la sopa que había encontrado una mano en el Collect? Al negro no podría importarle menos.

Duffy sonrió con desdén y salió a la calle. Advirtió que aquel día no se trabajaba en el nuevo ayuntamiento. Una vez satisfecho su delicado estómago, podía pensar con claridad. Tenía entendido que los trabajadores del ayuntamiento obtenían una buena paga. ¿Con quién debía entrevistarse para conseguir ese empleo? Acudiría allí a primera hora del lunes, decidió.

La casa de beneficencia se encontraba a una manzana del nuevo ayuntamiento. Al oeste del nuevo edificio se hallaba la prisión, y al este, la cárcel municipal. Al otro lado se extendía un gran parque donde Duffy había dormido más de una vez cuando no había tenido un techo bajo el que cobijarse. Decidió ir a la cárcel y explicar su descubrimiento.

La cárcel estaba construida con la misma piedra gris que la casa de beneficencia. En un escritorio, un hombre calvo con la cabeza apoyada sobre los brazos dormía ruidosamente.

Duffy se encaminó hacia él.

– Disculpe, señor.

El tipo despertó de golpe, resoplando. Lucía una estrella de cobre.

– ¿Qué? -Estaba enfadado-, ¿Qué quieres? Habla, hombre.

– Le ruego me perdone, sargento.

– ¿Qué quieres?

– Creo que he descubierto un cadáver.

– ¿Crees? ¿No lo sabes?

– Bueno, sé que encontré una mano.

– ¿Eres un bufón?

– No, señor.

– Es una broma de Simons, ¿verdad?

– No, señor.

– Dile que Alsop no la encuentra divertida. Largo de aquí.

– Pero, señor, la mano…

– Como digas una sola palabra más sobre esa maldita mano te encierro.

Duffy se dio por enterado. Ya había anochecido. En fin, el cadáver no iría a ninguna parte. Había sido un día realmente funesto.

Se encaminó pesadamente hacia Anthony Street, hacia su catre de crines de caballo, en la habitación que compartía con otros ocho marineros desamparados.

La mayoría de las noches de aquel horrible invierno de 1808, las calles de la maldita ciudad de Nueva York eran oscuras como boca de lobo. Las farolas de aceite de ballena proyectaban una luz tenue, pues en los cristales se acumulaba el hollín; nadie se molestaba en limpiarlos o recortar las mechas. ¿Qué cabía esperar de un maldito país protestante?

Aunque sus tripas casi vacías seguían gruñendo, Duffy se permitió una sonrisa. Las nubes de nieve se habían elevado en el cielo, y por encima del horizonte flotaba una luna en forma de gajo. Iluminaba con tanta fuerza que se podría leer a su luz; si se tenía algo que leer y se sabía leer, claro. Entre la nieve y la delgada pero luminosa luna, la ciudad brillaba con una luz misteriosa.

Más adelante oyó risas y divisó a dos guardias nocturnos. El que debía de ser el capitán se mantenía alerta mientras su compañero encendía una farola. Un perro blanco empapado que se perseguía la cola rodeando la farola amenazaba con derribar la escalera del guardia.

No parecía un trabajo duro. Duffy había oído comentar que ganaban unos setenta y cinco centavos por noche. Con eso podría comer un mes entero. Y los capitanes cobraban el doble. Duffy había solicitado incorporarse al cuerpo, pero no tuvo suerte. Al parecer era preciso conocer a alguien. No iban a ofrecer los mejores empleos a unos marineros irlandeses en paro sólo porque lo solicitaban. Se estremeció y se acercó a los dos hombres en el preciso instante en que el de la escalera encendía el farol. Alabados fueran los santos; el que estaba en el suelo sonreía. Duffy no pensaba que los americanos tuvieran tales modales.

– Bonita noche -comentó el capitán saludando a Duffy.

– Para algunos -replico Duffy-. No para el hombre que he encontrado en el Collect.

– ¿Por qué no?

– Estaba muerto.

El capitán retrocedió y esbozó una sonrisa, divertido.

– ¿Tenía algo que decir en su defensa?

– Poca cosa. Tenía la boca llena de tierra. Estaba enterrado y sólo se le veía una mano.

– ¿Y me lo cuentas a mí? ¿Por qué no hablas con un agente?

– Ya lo he hecho, y respondió que ése no era su distrito. Entonces traté de explicárselo a un sargento de la cárcel, pero amenazó con encerrarme.

– ¿Lo oyes, Staub? -preguntó el capitán al hombre encaramado en la escalera-. Muy propio de esos holgazanes.

– Oigo.

Staub bajó, y el perro lo recibió dando brincos.

– Me llamo Keller -se presentó el capitán-. ¿Y tú quién eres?

– Bill Duffy. -El marinero señaló una casa gris a sus espaldas y añadió-: Vivo allí.

– ¿Dónde está el pobre cadáver?

– A este lado del Collect. Entre Church y Broadway, en Lispenard Meadows. He señalado el lugar para que podáis encontrarlo.

Keller negó con la cabeza.

– No pensarás que voy a echarle un vistazo ahora, ¿eh? ¿Has oído, Staub? Quiere que me dedique a recoger cadáveres a la luz de la luna.

– He oído.

Duffy no replicó. Muerto de frío y hambriento, sólo podía pensar en su estómago dolorido y el escaso confort que lo aguardaba en su gélida habitación.

– No irá a ninguna parte -dijo Staub, sujetando al perro que se proponía derribar la escalera.

Riendo, Staub y Keller echaron a andar por Anthony Street hasta la siguiente farola. El perro avanzaba dando tumbos en la nieve.

Un ligero ruido de cascos sobre la helada calzada de Anthony Street los llamó la atención, y todos se detuvieron, incluido el perro. Ante ellos apareció la silueta de una cabra negra recortada contra la luz de la luna creciente.

– ¿Agárrame? -susurró Staub con voz ronca.

El perro empezó a ladrar furioso, con el empapado pelo erizado.

Duffy se emocionó tanto que también habría ladrado. De acuerdo con la ley, una cabra que paseara suelta pertenecía a quien la atrapara.

Olvidando todo excepto el delicioso sabor de un buen asado de cabra, Duffy comenzó a perseguir al animal.

– ¡Allá voy, Belcebú!

Acercándose despacio y con cautela a fin de no espantar al animal, se abrió el abrigo para sacar el cuchillo que llevaba al cinto, preparado para matar a la bestia y comer su carne cruda.

Sin respetar los derechos de Duffy, el perro se abalanzó sobre la cabra, que golpeó furiosa el duro suelo con la pata, exhalando vaho por el morro. Duffy habría jurado que también vio fuego. Con un aullido el perro escondió el rabo entre las patas y se escabulló. La cabra baló furiosa y se alejó dando brincos por el pantano helado en dirección al río.