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Adiós al guisado, pensó Duffy con tristeza. Sí, era un día realmente funesto. Rozó algo cálido y húmedo con los dedos y bajó la vista. El perro le lamía la mano, como pidiéndole perdón. Duffy le acarició la cabeza, y el animal no tardó en volver a bailar alrededor, ejecutando una danza de victoria que lo proclamaba vencedor del encuentro tras haber ahuyentado a la feroz cabra.

– Atrapar a esa cabra habría sido como atrapar al diablo por detrás -proclamó Keller.

Duffy se pasó la lengua por los labios.

– Habría rezado un Ave María y disfrutado de un maravilloso banquete.

– Una farola más y podremos comer, capitán.

Keller asintió.

– Gracias, Duffy. Comunicaré lo del cadáver al viejo de la comisaría. Buenas noches.

– Buenas noches -respondió Duffy.

Éste se encontraba ya ante la puerta de la casa de huéspedes cuando Keller ventoseó con la fuerza y el estrépito de un cañón.

– Maldita sea, el estómago me tiene atormentado. La salchicha y el pan de centeno están revolviéndome las lripas. ¿Quieres? Salchicha y pan.

A Duffy se le hizo la boca agua. No sabía qué responder; su estómago lo hizo por él con un rugido casi tan sonoro como la ventosidad de Keller.

– Eh, ése es mi… -exclamó Staub.

El perro empezó a ladrar.

– Calla, Staub. Y tú también, perro. ¿Qué dices, Duffy? ¿Quieres comer con nosotros?

Duffy sonrió y asintió con vigor. Después de todo, había resultado un buen día.

ADIVINANZA

¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A LA DECISIÓN DE MOLLY BROWN DE DORMIR TRES NOCHES EN SÁBANAS MOJADAS PARA RECUPERAR A SU MARIDO? EN QUE LA POBRE MOLLY MURIÓ EN EL EXPERIMENTO.

New-York Herald

Enero de 1808

14

Domingo, 31 de enero. Por la mañana

Jake Hays estrechó con energía la mano del reverendo Todd.

– Un gran sermón, reverendo.

A su derecha se hallaban su esposa, Katherine, con un bebé en brazos, y sus dos jóvenes hijos, junto con una pálida joven vestida de luto.

– Le presento a una pariente de Filadelfia -susurró Jake al reverendo-. Se ha quedado viuda y ha venido a vivir con nosotros. Charity Boenning.

– ¿Cuánto tiempo hace que enviudó, señora Boenning? -preguntó el sacerdote.

– Dos meses.

– ¿El nombre cristiano del difunto? -Philip.

– ¿Tiene hijos?

– El que espero.

– La tendré presente en mis oraciones.

– Gracias -respondió Charity, inclinando la cabeza.

– Un servicio muy bonito, reverendo.

– Señora Hays. Bienvenida a Nueva York, señora Boenning.

Katherine Hays asintió en dirección a su marido, luego reunió a sus hijos y Charity, y todos juntos se encaminaron hacia donde Noah y Copper los esperaban con el trineo para llevarlos a casa. Como era la costumbre, el día del Señor cerraban las calles que daban a la iglesia con unas gruesas cadenas de hierro, a fin de desviar el tráfico y mantener silenciosas y tranquilas las vías públicas adyacentes. Charity Boenning, Katherine Hays y su prole cruzaron al otro lado de las cadenas en Bowery Road y subieron a uno de los trineos y carruajes.

Jake Hays miró con afecto a su esposa y su familia antes de abandonar la iglesia Presbiteriana Escocesa y echó a andar por Grand Street, contemplando el mundo de Dios.

Había abierto su corazón y su hogar a su pobre prima Charity, una Etting de Filadelfia; en primer lugar porque se llamaba como su hermana menor, más importante aún, porque la madre de Jacob Hays, Esther, había sido una Etting.

Charity se había casado fuera de la fe judía. En realidad el padre de Jacob era judío de nacimiento, pero el Señor había conquistado su corazón, y se había convertido en un piadoso presbiteriano. Jake era el único de sus hermanos que había entrado en la iglesia presbiteriana siguiendo los pasos de su padre.

Cuando Charity se casó con el artista y cristiano Philip Boenning, su familia renegó de ella, como había hecho la de la madre de Jake cuando ésta abrazó el cristianismo.

Philip Boenning había muerto trágicamente, pisoteado por un caballo desbocado. Y Charity y el hijo que esperaba casi habían perdido la vida en un accidente camino de Princeton, apenas una semana atrás. Jake Hays no podía sino ofrecer su hogar a la joven y su futuro hijo.

Había dejado de nevar a primera hora de la mañana, pero no había comenzado el deshielo, de modo que el bosque de árboles de hoja perenne de detrás de la iglesia estaba cubierto de blanco y destellaba al sol como un millar de diamantes. Las calles presentaban casi un palmo de nieve. El corazón de la ciudad se hallaba hacia el sur de Grand Street; en las otras direcciones había bosques, campos abiertos y granjas.

La ciudad de Nueva York se había extendido un kilómetro y medio al norte de Wall Street, su primera frontera. Wall Street, así llamada por la muralla construida en tiempos de los holandeses para mantener alejados a los pieles rojas, era la avenida por donde la pequeña burguesía paseaba a diario. La ciudad era en muchos sentidos una gran urbe con numerosas zonas verdes. Muchas de las calles eran arboladas, y abundaban los jardines y terrenos sin construir, donde era posible coger frutas y bayas. Broadway, la principal vía pública, era impresionante. Ancha, hermosa, adoquinada y, salvo en invierno, muy verde a causa de los árboles, empezaba en Battery y llegaba hasta el mojón que señalaba las dos millas. A partir de allí se convertía en un camino vecinal sin pavimentar.

Sin embargo, era una ciudad mundana. Sus habitantes se enorgullecían del teatro Park, en Chatham Street, con sus hermosas arañas de cristal que colgaban del alto techo. El teatro congregaba a un elegante y sofisticado público, al menos en los palcos.

En los ríos -en realidad estuarios que se alimentaban del océano- los pescadores lanzaban sus redes en busca de toda clase de peces. En las aguas habitaban sábalos, caballas, cachos, percas, grandes lucios del norte y sollos pequeños. También era posible encontrar esturiones o salmones del Atlántico, en la estación apropiada, almejas y ostras.

Hacia el norte, por suerte y por desgracia, se hallaba la fábrica de cola, producto elaborado con pezuñas de cerdo. La ley la había confinado a las afueras de la ciudad, y gracias a dicha ley y a Dios los domingos no despedía su fétido olor. Más al norte se extendían terrenos no transitados, donde las rocas y el tupido bosque de robles, nogales y arces habían permanecido cientos de años.

Jake seguía reflexionando sobre la homilía del predicador. Cualquier hombre bien tratado por la vida y el Señor tenía el deber cristiano de hacer extensivo tan considerado trato a los menos afortunados. Y en aquellos momentos se le brindaba la oportunidad de hacerlo.

Jacob Hays vestía de negro cada día de la semana, excepto el domingo, cuando se ponía su levita azul oscuro y un chaleco de corte recto por delante, con el interior de color gris y el exterior blanco. Llevaba los pantalones remetidos en los borceguíes negros, altos hasta la rodilla y de suela gruesa con un gran pliegue gris.

Blandió el bastón al aire, se estiró el pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello y se colocó el sombrero alto de castor en el ángulo apropiado. Complacido con Dios, consigo mismo y con el mundo, echó a andar por la calzada de Grand Street, sepultada bajo la nieve. Se detuvo para dejar paso a la familia Anderson y saludó sonriente, aunque distraído, pendiente de un hombre enjuto con un tabardo verde, un poco más joven que él, que se hallaba de pie al otro lado de la puerta de la iglesia, sin hablar con el predicador ni con nadie. Jacob Hays lo había visto en el interior de la iglesia. Un forastero, no necesariamente un proscrito; aquel rostro no le resultaba familia.