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Duffy vaciló.

– ¿Qué es lo que no te gusta? ¿El trabajo? ¿El almuerzo?

– ¿Estará a salvo la mano de los perros mientras estoy fuera?

– No hay forma de saberlo. Seguramente no, pero nada es perfecto. Es todo cuanto podemos hacer. Vamos. Rezar me abre el apetito, y ahuyentar perros, aún más. Mañana tendrás otro trabajo. Quiero que saques de allí a ese desgraciado, o lo que queda de él. -El alguacil mayor se quitó el pañuelo blanco del cuello, lo ató a la estaca y lo observó ondear al suave viento, como una bandera de rendición.

Un halcón voló muy bajo, contemplando la escena. Duffy se estremeció, recordando el episodio del halcón, el cerdo, el águila y la lluvia de sangre, ocurrido hacía más de una semana.

– Muévete -apremió el alguacil mayor, que ya había avanzado varios pasos.

Delante de un almacén desierto de Pump Street, llamada así por la bomba que se utilizó hasta que se contaminó el agua, un par de mendigos ateridos de frío asaban castañas en teteras abolladas sobre un triste fuego.

El muchacho, de tez oscura y delgado como un palillo, llevaba un fino abrigo y la cabeza descubierta. Aparentaba nueve o diez años. El embargo y el frío implacable habían dejado a la ciudad plagada de niños hambrientos, la mayoría huérfanos.

– Cinco a un centavo, señor.

Jake sacó la billetera y dejó una moneda en la mano del muchacho. Los inapropiados guantes que cubrían sus rojas manos tenían más agujeros que tela. El anciano que lo acompañaba era aún más delgado. No llevaba abrigo, y tenía los pies y las manos envueltos en trapos. Se apoyaba en un bastón que sostenía con la mano derecha; Jake, que entendía de bastones, reconoció en éste un arma idónea. No aceptó las castañas que le ofrecieron envueltas en un trozo de papel periódico. En lugar de ello entregó otro centavo al vejete.

– Gracias, señor. -El anciano se tiró de las canosas greñas que escondía bajo un gorro desproporcionado.

El muchacho, sin dejar de moverse para combatir el frío, sonrió a Jake.

– Si me enseña la mano, le diré la buenaventura, señor.

Jake negó con la cabeza.

– Recibirás otro centavo si vas a Lispenard, entre Church y Broadway. Hay una estaca en el suelo con un pañuelo blanco para señalar el lugar. Quiero que mantengas alejados a los perros.

– Hecho, señor.

El anciano llamó su atención, sosteniendo el bastón contra el costado como si se tratara de un mosquete.

– Tengo mi bastón. El muchacho cogerá unas rocas mientras yo enciendo un buen fuego. Con eso bastará. Combatí en la guerra al servicio del general Green y sé ahuyentar perros e ingleses. -Rió-. Todos son unos hijos de perra.

El anciano se irguió cuanto su vieja espalda le permitía.

– Cabo James Smith. Y el muchacho es mi nieto. Danny.

El niño sonrió al oír su nombre, luego echó a correr hacia el almacén y salió con una carretilla que contenía tierra. Entre él y el anciano colocaron en ella los pedazos de carbón y las teteras, y se encaminaron hacia el embalse.

– ¡Esperad! -exclamó Jake.

Se detuvieron.

– Duffy acudirá allí dentro de un rato con vuestra paga. No me importa si tenéis que golpear y prender fuego a esos perros, pero sobre todo que no se acerquen.

El anciano y el muchacho se alejaron despacio con la carretilla.

La casa de Jacob Hays se hallaba a sólo tres manzanas al sur de Lispenard Meadows, en Sugarloaf. Aunque sabía que a Katherine no le molestaría que invitara a Duffy en casa, pensó que sería mejor almorzar con él en el Tontine.

Duffy ya se veía comiendo pollo asado y patatas.

Tuvo que correr para alcanzar el alguacil mayor, que ya había echado a andar. Sintió una punzada en el costado, y le rugían las tripas cuando llegaron a la esquina de Wall y Water Streets. Por fin, pensó. Hays no sudaba siquiera. Parecía animado tras el paseo.

En el tejado del Tontine ondeaban las quince estrellas y quince barras de la bandera americana. Se trataba de un edificio alto de tres plantas, de las cuales la que se hallaba al nivel de la calle sobresalía del resto. El tejado consistía en un balcón con una sola barandilla que rodeaba todo el primer piso. El Tontine no había cambiado desde los tiempos coloniales; sin embargo, desde que el café molido había entrado en el mercado y estaba a la venta, la mística que había envuelto a la cafetería se había desvanecido. Lo que quedaba era una taberna, casa de huéspedes y sala de subastas.

Estos locales ya no eran lugares de reunión para discutir de política y hacer negocios. Dichas actividades se habían trasladado a los edificios municipales, las Bolsas y las casas de campo. No obstante, las tabernas-cafeterías seguían siendo establecimientos acogedores donde comer y beber.

Duffy nunca había soñado siquiera con entrar en la cafetería Tontine. Las tripas le rugían de forma tan audible que sin duda moriría antes de entrar. Delante del local, media docena de hombres demacrados -marineros a juzgar por su aspecto-, mendigaban y vociferaban amenazas.

– ¡Eh, los de dentro! ¡Dadnos un poco o romperemos los cristales!

– ¿O qué? -bramó Jake, avanzando hacia ellos como la cólera de Dios.

– ¡O romperemos el escaparate y os partiremos la cabeza! -exclamó un tipo menudo de rostro curtido y patizambo, que lucía una incongruente chistera.

Junto a él había un monstruo de un metro ochenta que debía de pesar ciento treinta kilos.

– ¿Te gustaría empezar por la mía? -preguntó Jake con una sonrisa siniestra.

Su renombrado bastón hendió el aire para arrancar la chistera de la cabeza del hombrecillo.

– ¡Cuidado! -advirtió Duffy a sus espaldas al observar que el monstruo alzaba el puño como si se tratara de un martillo.

Pero se movió con demasiada lentitud. Y Jake, que era tan rápido como diestro, agitó el famoso bastón de puño dorado y golpeó al robusto hombre en su amplio vientre.

Entretanto, el hombrecillo de rostro curtido se agachó para recoger el sombrero, tal y como Jake esperaba. Éste sonrió a Duffy antes de propinar al tipo un fuerte bastonazo en las nalgas. Todavía sonriendo, estudió a los cuatro mendigos restantes y, una vez convencido de que no le plantarían cara, dijo:

– Está bien, muchachos; ya sabéis que lo que hacéis no está bien. Id a la casa de beneficencia de Chambers Street para pedir un plato de sopa.

– Está cerrada -se quejó el de la cara curtida, frotándose las nalgas-. Ya no queda sopa.

– La han cerrado.

– Se han ido todos.

– Tengo hambre, señor -gruñó el que pesaba ciento treinta kilos, levantándose dolorido.

– Pues no lo parece -repuso Jake.

– Usted es el viejo Hays, ¿verdad? -preguntó el de la cara curtida.

– El mismo.

El monstruo propinó un bofetón a su compañero.

– Calla, imbécil.

– Id a la cocina y pedid un plato de sopa. Si se niegan, decid a Lem Wilson que venga a verme.

– Sí, señor.

Los seis frustrados criminales se encaminaron hacia la puerta trasera del Tontine mientras Jake Hays y Duffy subían por la escalinata de la entrada.

Poco después Duffy rebañaba los retos del cocido de conejo con una gruesa rebanada de pan de levadura química. Hays, que comía al mismo ritmo que andaba, ya había dado cuenta de la mayor parte de su plato. Sacó una pitillera de cuero del bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un puro cortado por ambos extremos y lo encendió con la vela de la mesa.

A Duffy le lloraban los ojos a causa del espeso humo del tabaco; sin embargo, al percibir el dulce olor, deseó que el viejo Hays le ofreciera uno. Cuando éste lo hizo, Duffy sonrió, lo olió y encendió inmediatamente.