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El motivo de la discusión subió a su habitación, llevándose consigo la botella de brandy. Ni siquiera advirtieron su ausencia.

La comida del mediodía, a base de manzanas, queso y carne con biscotes que John Tonneman solía saborear, le provocó náuseas. Él estaba furioso, Mariana taciturna, Peter ausente, y las niñas calladas, pero nerviosas. Duffy escogió ese preciso momento para entregar su cargamento. Agradeciendo la distracción, Tonneman acudió enseguida a la consulta, con gran disgusto de Mariana, que no consideraba zanjada la discusión.

Dos pacientes ancianos lo esperaban. La acusación de su esposa acerca de su actitud hacia su hijo seguía resonando en sus oídos mientras ponía a hervir agua en la estufa Franklin, atendía un corte en un dedo y abría un furúnculo al primer paciente, y diagnosticaba una gastritis al segundo.

¿Tenía razón Mariana? ¿Había dado la espalda a su hijo? No lograba apartar a Thaddeus Brown de sus pensamientos. Su muerte y el robo del dinero podían destrozar la vida de Peter y la reputación de la familia, tal vez durante generaciones. Debía resolver aquel caso.

Entregó al segundo paciente un paquete de hierbabuena y lo despidió. Tonneman alejó de su mente los problemas personales para dedicarse a sus obligaciones como juez de instrucción. Dejó a un lado el cráneo que continuaba intrigándolo y desnudó el cadáver depositado sobre la mesa. En los bolsillos del cuáquero encontró un billete de diez dólares y dos de tres del banco de Manhattan, una moneda de oro de dos dólares y medio, otra de plata de diez centavos y cuatro de cobre de medio centavo, además de un pañuelo de algodón y un delgado devocionario encuadernado en cuero.

Echó un vistazo a la tetera; el agua aún no hervía. Colocó los doce cubos que Duffy había llenado de tierra en dos hileras de seis. Al enderezarse sintió un pinchazo. Su vieja espalda ya no toleraba esa clase de ejercicio. No obstante, se arremangó la camisa, se arrodilló y examinó con detenimiento seis cubos, pasando la tierra por un improvisado tamiz. No encontró nada salvo hormigas y una larva de escarabajo.

Una vez hubo bullido el agua, procedió a lavar con trapos mojados el cadáver, empezando por la mano derecha, que sostenía el puñado de tierra. Cuando los trapos calientes devolvieron la flexibilidad a los dedos, abrió la mano y retiró la tierra firmemente apretada. En ella se veía aún la marca de los dedos del finado.

Arrojó el puñado de tierra en el cubo número siete y terminó de lavar el cadáver para a continuación cubrirlo con una lona.

Un débil destello hizo que centrara su atención en el séptimo cubo. El montón de tierra procedente de la mano de Brown se había desintegrado, revelando un trozo de metal. Tonneman recogió el interesante hallazgo y lo limpió. Ante él, unido a un fragmento de cadena de oro, había un pequeño camafeo de ónice con el perfil de una mujer grabado.

– Podría haberme ahorrado la molestia de colar toda esta tierra -gruñó de buen humor.

Limpió el camafeo y lo dejó en la mesa de la biblioteca, decidido a ocuparse más tarde de él. A continuación subió pesadamente a su habitación, donde Mariana dormía o fingía dormir.

Maldita sea. Estaba seguro de que cuando despertara se empeñaría en reanudar la discusión. Y aún tenía que asistir a la ópera del signore Da Ponte.

BAILE PÚBLICO

JOHN HAMILTON HULETT INFORMA RESPETUOSAMENTE A SUS AMISTADES Y DEMÁS CIUDADANOS DE QUE SU BAILE TENDRÁ LUGAR EL MIÉRCOLES DÍA 10 DE FEBRERO, EN EL UNIÓN HOTEL, WILLIAM STREET. VENTA DE ENTRADAS EN EL MOSTRADOR Y A TRAVÉS DEL SEÑOR HULETT EN EL NÚM. 15 DE CEDAR STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

20

Lunes, 1 de febrero. A media tarde

Algo amortiguado por la nieve, el ruido de las ruedas de los carruajes, trineos y carros pesados, así como el sonido de los cascos de los caballos contra los adoquines llenaron el aire. Y en medio del estruendo, los vendedores pregonaban sus mercancías.

– ¡Castañas aquí, señora!

– ¡Afile sus cuchillos!

– ¡Patatas asadas! ¡Al rojo vivo! ¡A sólo medio centavo!

Seguía nevando. Tal vez al día siguiente no habría nada que hacer, de modo que ese día se dedicaba a ganar dinero. Si lo había.

A causa de la nieve amontonada subieron primero hasta Broadway. Luego pasaron por delante de Saint Paul Chapel, cuya torre se erguía orgullosa por encima de los demás edificios, y al llegar a Chatham Street doblaron hacia la derecha.

El ruido de cascos de caballos y los gritos de los vendedores no contribuían a aliviar la jaqueca del viejo Tonneman, a quien no apetecía en absoluto asistir a la ópera esa noche.

Habría preferido quedarse en la consulta, con su hijo al lado, compartiendo con él sus conocimientos médicos. Deseaba dejar de preocuparse por Peter y lo que éste hacía o dejaba de hacer. Cielos, quería quedarse en casa con ese maldito cráneo. Algo pugnaba por salir a la luz. ¿El pasado? Se mordió la lengua ante su propio dolor. ¿Corporal, mental o espiritual?

Aun en ese estado de ánimo, era imposible que Tonneman no advirtiera que la ciudad estaba llena de mendigos hambrientos y sin hogar.

– Dame unas monedas para comprar un poco de pan.

A ambos lados de la calle había hogueras encendidas para dar calor a los vagabundos. El guardia nocturno los controlaba para evitar que una chispa errante prendiera fuego a la ciudad entera.

Ataviada con su mejor vestido de tafetán color albaricoque, ribeteado de seda, Mariana observaba a su esposo con una expresión cargada de reproche. No habían hablado desde que Duffy había dejado en casa el cadáver de Brown con el cráneo.

Las niñas, rígidas dentro de sus mejores trajes de noche, también permanecían calladas. Sabían que algo no marchaba bien en su hogar. Sólo Peter hablaba con nerviosismo. Se había sacado de la manga un nuevo tema, el matrimonio, y no cesaba de preguntar a su madre si estaba preparado para el matrimonio o con qué clase de joven debía casarse. Absorta en alimentar la cólera que se había apoderado de ella, Mariana sólo daba a su hijo respuestas lacónicas.

En Chatham Street, delante del teatro Park, se apearon de otros vehículos hombres elegantemente vestidos y mujeres con sombrero, chales y guantes, capas de terciopelo forradas de piel y manguitos, todas bien abrigadas para combatir el intenso frío.

La atracción de esa velada era la óperaDon Giovanni; música de Mozart. Sin embargo, lo más importante para los aficionados a la ópera de Nueva York era que el libreto era de Lorenzo da Ponte, residente en la ciudad desde 1805 y promotor, aunque débil, de la ópera italiana en el Nuevo Mundo.

Mariana Tonneman había planeado esa salida desde que vio el anuncio en el Evening Post. Su entusiasmo había aumentado cuando el signore Da Ponte había ofrecido a John entradas especiales. A pesar de los apuros de Peter y la cólera que le provocaba la actitud de su marido, no estaba dispuesta a perderse el acontecimiento.

Habían retirado la nieve de la acera y se aproximaban al teatro cuando ante ellos apareció un hombre de color, de cabello entrecano y vestido a la última moda.

– Disculpe, señor Tonneman. ¿Me recuerda?