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– Me temo que no -respondió el doctor, entornando los ojos.

Era tan ancho como la viga de una casa y tan alto como el mismo Tonneman.

– ¡Por supuesto! -exclamó Mariana con una amplia sonrisa que contenía un nuevo reproche hacia su esposo-. Quintín.

– Así es, señora.

El africano vestía una capa negra sobre una chaqueta de terciopelo verde y un chaleco de cuello alto y forrado de verde, muy distinguido. Sostenía en la mano un sombrero de piel de castor. Una considerable cicatriz cruzaba su terso rostro por encima de la ceja derecha.

– Quintin Brock. Ahora trabajo de peluquero con Pierre Toussaint, y el signore Da Ponte nos ha contratado para ayudarle con las extravagantes pelucas.

– Oh, eso está muy bien -farfulló Tonneman.

Quintin ahuecó una mano en torno a su oreja derecha.

– ¿Cómo dice? Lo siento, no le he oído.

Tonneman asintió. El hombre de color había quedado medio sordo a consecuencia de la explosión de la maldita bomba colocada por Hickey muchos años atrás.

– Que eso está muy bien -repitió alzando la voz.

– Sí, señor. ¿Podría visitarle mañana, si no le molesta?

– Sí, sí -murmuró Tonneman, con las sienes palpitantes.

Ansiaba fumar un último cigarro antes de verse obligado a permanecer sentado durante toda una interminable ópera.

– Mañana en mi consulta. A las nueve. ¿Sabes dónde está?

– Sí, señor -respondió Quintin, complacido-. ¿Cómo iba a olvidarlo? La casa de Rutgers Hill.

Hizo una reverencia y retrocedió hasta desaparecer.

En los altos candelabros de la fachada del teatro ardían velas. En el vestíbulo, un hombre de edad que caminaba muy seguro de sí mismo acudió al encuentro de los Tonneman. Visto de cerca, se apreciaban venitas rotas en su rostro bien afeitado.

Su forma de vestir reflejaba aún más que se trataba de un hombre seguro de sí mismo y delataba su procedencia londinense; camisa almidonada de cuello alto, fular y chaleco con cuello, todo ello rematado con una capa de terciopelo azul celeste sin cruzar, con cuello y solapas, pantalones beige y unos escarpines negros y lisos con polainas.

Se trataba del mejor amigo de John Tonneman, Maurice Arthur Jamison, conocido por todos los de su clase como Jamie. Había sido cirujano en Londres y se había trasladado a Nueva York con Tonneman en 1775 para desempeñar el cargo de rector en la nueva Facultad de Medicina de King's College. Al estallar la guerra, Jamie se había casado con la hermana viuda y acaudalada del coronel Richard Willard.

Un delgado muchacho de color vestido como un colono entregó a cada uno una hoja de un centavo con la lista de actuaciones.

– Ah, un programa -exclamó Jamie lanzándole una moneda.

Los aficionados a la ópera, vestidos en todos los estilos, entraron a raudales en el vestíbulo. Algunos caballeros aún preferían los anticuados calzones hasta la rodilla, las medias y las pelucas a los pantalones de moda y las chisteras.

La planta baja albergaba el patio de butacas, con el escenario al fondo, y en el segundo piso había palcos dispuestos en un semicírculo, donde se sentaba la pequeña aristocracia de Nueva York.

El teatro Park, inaugurado en 1798 con una representación de As You Like It, era tan bonito como los más renombrados de Londres. Había costado la elevada suma de ciento treinta mil dólares, y tenía cabida para mil doscientas personas. La butacas del patio costaban cincuenta centavos; los asientos de los palcos, un dólar. El teatro contaba con un repertorio de Shakespeare, algunos autores ingleses contemporáneos como Richard Sheridan y, como aquella noche, la visita ocasional de una compañía de ópera.

El público del patio era en su mayoría masculino, artesanos y jornaleros de la ciudad. Y en opinión de quienes ocupaban los palcos, todos unos camorristas.

– Quiero hablar contigo, John -dijo Jamie a Tonneman.

– Y yo contigo.

Tonneman indicó con señas a Peter que condujera a la familia al palco.

– Tu hijo… -empezó Jamie.

– Ha habido… -empezó Tonneman.

Educados, ambos esperaron a que el otro continuara. La gente que entraba en tropel los zarandeó. Agitando su pañuelo de seda amarillo cargado de perfume, Jamie trató de entablar una conversación intrascendente.

– ¿Asististe a algún espectáculo la temporada de teatro italiano organizada por Da Ponte el año pasado? Manfredi y su compañía de bailarines sobre cuerda. -Le guiñó un ojo- Había un tableau romano con escenas que nunca se habían visto en Nueva York. ¿Viste Los rivales la semana pasada?

– No -respondió Tonneman.

El perfume que despedía el pañuelo de Jamie le agudizó el dolor de cabeza, y arrugó la nariz, consternado.

– Un olor divino, ¿no? -continuó Jamie-. Número 6 de Caswell-Masey. Es el favorito del marqués de Lafayette, ¿lo sabías?

A pesar de sí mismo y su dolorida cabeza, Tonneman se esforzó por sonreír.

– Eres único, Jamie.

– Y has tardo mucho tiempo en darte cuenta. -Jamie no cesaba de pasear su penetrante mirada en busca de la oportunidad de entablar conversación con algún personaje importante- ¡Ajá! -exclamó, ondeando el pañuelo amarillo como una bandera-. Nuestro antiguo y futuro alcalde.

A menos de seis metros de distancia se hallaba De Witt Clinton, el ex alcalde de Nueva York que no tardaría en recuperar el cargo. Hablaba con Washington Irving, Lorenzo da Ponte y el amigo de éste, el profesor Clement Moore. Era evidente que Jamie quería ver y ser visto por esos cuatro hombres de posición en Nueva York.

Tonneman se dijo que debería detenerse a la salida para felicitar al italiano, aun cuando no comprendía una palabra de italiano, odiaba la ópera y la cabeza estaba a punto de estallarle.

Los espectadores de butacas baratas pasaban por su lado buscando asientos y llamándose a voz en grito. Jamie hizo una mueca.

– Los pobres siempre están con nosotros.

El estrecho pasillo estaba bien alumbrado por numerosas velas estratégicamente colocadas. Para reforzar la iluminación había espejos en las paredes y recipientes con agua colocados en mesas y repisas.

Jamie y Tonneman, empujados y saludados sucesivamente, acabaron por renunciar a hablar en medio de aquel barullo de voces, pasos e instrumentos que eran afinados. Se retiraron a la dudosa tranquilidad de los palcos cercados con una barandilla. Detrás de la cortina de terciopelo rojo descubrieron al viejo compañero de Tonneman, Daniel Goldsmith, y a su esposa, Molly, hablando con Mariana.

Aunque sólo un año mayor que Tonneman, aquel hombre achaparrado aparentaba diez más. La calva en la coronilla constituía una adquisición bastante reciente. El ex alguacil tenía el rostro descolorido y la piel tirante a causa de antiguas cicatrices dentadas, recuerdos de aquella noche en que había estallado una bomba cerca de Bayard -la misma que había dejado sordo a Quintin-, rociándolo de alquitrán en llamas. Con los años se habían tornado aún más siniestras.

Molly, la ex ramera judía de Church Street y esposa de Goldsmith, ya no era tan rolliza como antaño. Sus tersos senos se habían arrugado, y el cabello sedoso y negro se había vuelto gris. Vestía a la última moda y era conocida por sus grandes sombreros, que ella misma confeccionaba y exhibía con orgullo. El de aquella noche, escarlata brillante con largas plumas de avestruz, estaba adornado como un pastel nupcial.

Jamie habló de nuevo, pero sus palabras se perdieron en el murmullo confuso de voces y el sonido más organizado procedente de la orquesta. Todos cuantos se hallaban de pie comenzaron a discutir por un asiento.

– Quédate, Molly -invitó Mariana-. Y tú también, Daniel. Aquí hay sitio de sobra. Peter, niñas, abajo. Podéis estar de pie durante el primer acto.