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Micah lo despertó al amanecer. Con un chal alrededor de los hombros, atizó el fuego hasta que volvió a arder, propagando una agradable oleada de calor. Tras tomar una taza de té negro caliente, el doctor abandonó el enigma del cráneo y las vértebras para regresar a su habitación, donde encontró a Mariana vestida, luchando por dominar su cabello.

En aquel momento se apoderó de él un deseo incontenible de acariciar su abundante y negra melena, como solía hacer, y hundir en ella el rostro para inhalar su perfume. Apenas la hubo rozado, Mariana se apartó de él y, sin decir palabra, salió de la habitación.

Estaba furiosa con él a causa de Peter. Y por otros motivos desconocidos, si no se equivocaba. Suspiró. Le dolía la espalda y volvían a temblarle las manos.

Desanimado, se lavó, afeitó y vistió. Parecía haber pocas probabilidades de exculpar a su hijo. De todas formas, Mariana tenía razón. Hablaría con él.

Con gran sorpresa comprobó que su hijo ya estaba en pie; mientras bajaba por las escaleras, lo oyó repasar la lección con sus hermanas.

– Buenos días, Peter, hijas mías.

Los ojos oscuros de Leah se iluminaron al verlo. Era su madre en miniatura, la viva imagen de Mariana cuando la conoció.

– Papá. -Se levantó de un salto, su pequeño cuaderno cayó al suelo, junto con unas hojas sueltas.

– ¡Agárrame! -Gretel palideció-. Eres horrible, Lee.

– Las autopsias no son para las damas relamidas -replicó su padre alzando la barbilla de Leah-. Micah, sírveme un café en la biblioteca, por favor.

– Sí, señor -respondió Micah inclinando la cabeza.

– Tal vez Peter quiera quedarse a observar -aventuró Tonneman, haciendo una petición especial a su hijo.

El muchacho se volvió y contestó:

– No, papá.

A Tonneman se le encogió el corazón. Debía aceptar la cruda verdad; él sería el último de una larga estirpe de médicos.

– Déjame mirar, papá. -Leah le cogió del brazo-. Por favor.

– Ay, Lee. -El anciano doctor se arrodilló para abrazar a su delgada hija-. Eres exactamente igual que tu madre.

– ¿Qué es esto? -preguntó Peter, recogiendo del suelo el cuaderno de Leah junto con unas hojas sueltas.

– ¡Es mío! -exclamó Leah desprendiéndose del abrazo de su padre y tratando de recuperar los papeles.

Peter, deseoso de fastidiar, como siempre, lo sostuvo por encima de la cabeza, riendo.

– Papá, dile que me lo dé.

John Tonneman se levantó con un chasquido de las articulaciones de las rodillas y, olvidando el dolor que le producía el rechazo de su hijo, sonrió.

– ¿Qué tienes ahí, Peter? Vamos, devuélveselo a tu hermana.

El joven permaneció inmóvil y en silencio, con la mirada fija en las hojas que sostenía en la mano.

Leah echó a llorar. Conmovido, Peter hizo ademán de entregársela, pero la niña lo apartó de un empujón y salió corriendo de la habitación. Se oyó cómo sus diminutos pies subían por la escalera.

– Dámelo a mí -ordenó su padre con severidad, alargando el brazo como si se tratara de una espada.

Peter tendió a su padre el dudoso trofeo.

¡Asombroso! En la primera hoja aparecía un dibujo intachable del cadáver de Joseph Thaddeus Brown.

– Voy a ver a Leah, papá -anunció Gretel lanzando una mirada altiva a su hermano antes de abandonar la habitación.

– No quería ofenderla, papá…

– Lo sé, Peter. Pero las mujeres son criaturas sensibles y debemos protegerlas.

Mientras hablaba, John se asombró de sus propias palabras. Todas las mujeres que había conocido bien -Gretel Huntzinger, que lo había criado desde la infancia; la fulana Molly, antigua ama de llaves de los Tonneman y en la actualidad esposa de Goldsmith, y Mariana-, eran mujeres de singular mérito y con gran fuerza de voluntad. Sólo una, con quien se había prometido y quien no había esperado a que él regresara de Londres, Abigail Willard -entonces Abigail Comfort-, podía considerarse una criatura frágil. E incluso ésta había regresado de Londres con sus cuatro hijos y los había sacado adelante ella sola tras la muerte de su marido.

En la biblioteca lo aguardaba una taza de café. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no había visto a Micah pasar por su lado.

Dejando el cuaderno de Leah sobre el escritorio, colocó los papeles encima y estudió los dibujos hasta que se le cerraron los párpados.

Despertó cuando Quintin Brock llamó a la puerta. A la cicatriz sobre la ceja derecha se habían unido un desagradable corte en la nariz y otro aún más profundo en la frente.

– ¿Qué te ha ocurrido en la cara?

– No es la primera vez, doctor Tonneman. Volvieron a atacarme ayer a la salida del teatro, después del espectáculo.

– Pasa a la consulta -ordenó Tonneman-. ¿Te robaron? Las bandas de Nueva York que se reúnen alrededor de Bunker Hill y los Lispenards se internan cada vez más en la ciudad.

– No fue eso. -Quintin se quitó el sombrero y el abrigo grises.

– Entonces ¿qué?

Como si se hallara en trance, Quintin clavó la mirada en el cadáver envuelto en la lona que yacía sobre la mesa.

Tonneman lo zarandeó por los hombros para llamar su atención. Miró al negro a la cara y vocalizó las palabras:

– ¿Por qué te hicieron eso?

– Sin ningún motivo.

– No seas estúpido.

Tonneman cogió el sombrero y el abrigo para colgarlos junto a la puerta. A continuación ayudó al hombre a quitarse la chaqueta de color vino. Llevaba una camisa de lino fino que parecía recién lavada y planchada. Había medrado.

– ¿Por qué había de hacerte daño alguien sin ningún motivo?

– Porque tengo la piel negra -respondió Quintin, impaciente ante la ingenuidad de Tonneman.

– Y magullada -añadió el doctor, tirándole de la camisa-. Quítatela.

Quintin obedeció. Si Tonneman no recordaba mal, el negro no contaba más de sesenta años. Parecía estar en buen estado físico para un hombre de su edad. A diferencia de mí, pensó con los huesos doloridos.

– Las costillas parecen estar bien. No hay cortes, sólo contusiones en el pecho. Pero tienen mal aspecto. Ponte hielo encima esta noche. Te daré corteza de sauce para aliviar el dolor.

Tonneman limpió las heridas del rostro de Quintin con agua ferruginosa antes de cubrirle la nariz y las laceraciones de la frente con gasas y esparadrapo. Retrocedió para que el hombre pudiera leerle los labios.

– En esta civilizada ciudad la gente de color tiene casi los mismos derechos que los blancos -murmuró mientras trabajaba-. Ahora bien, en el Sur…

– ¿Por qué «casi los mismos» en lugar de los mismos? Soy un hombre libre.

Tonneman miró por encima del hombro, como si temiera que alguien los oyera.

– No hables así.

– ¿Por qué no?

– Así es la vida. Así con las cosas.

– ¿Y eso las hace justas? -El negro se puso la camisa y la chaqueta; después se encasquetó el sombrero.

Tonneman suspiró.

– Dios, en Su infinita sabiduría, decidió crear muchas razas.

– ¿Por qué cuando los blancos quieren salirse con la suya, citan a Dios y hacen caso omiso de las Escrituras? «No hagas al prójimo…» He reflexionado sobre ello toda la noche e incluso mientras usted me curaba.

¿Quiere saber por qué me rompen la cara por lo menos una vez a la semana?

Tonneman, que le preparaba un paquetito con polvos de corteza de sauce y una pastilla de su espléndido jabón duro, le prestó toda su atención.