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Brown se volvió con una expresión desdeñosa y un fajo de billetes en la mano; Peter observó que tenía la caja fuerte de la Collect Company abierta.

– No me venga con ésas. -Escondió el contenido de la caja-. Ha tenido ocasión de prosperar aquí. Ahora me desentiendo de usted.

El joven se sintió de pronto muy cansado. Le escocían los ojos y le pesaban los hombros. Era inútil. Se encaminó hacia la puerta.

– No tan deprisa, ladronzuelo. Quiero que devuelva el dinero que ha estado sisando -exclamó Tedioso.

Peter se volvió y lo observó, tambaleándose, demasiado embriagado y perplejo para hablar.

– Entonces no hay nada que hacer -bramó Tedioso-. Su padre va a oírme.

– ¡No!

Peter estaba confuso. No había robado nada. Sin embargo, la situación era desesperada. Su padre había amenazado con expulsarlo de casa por beber y holgazanear. Podía acusársele de muchas cosas, pero no de ladrón. No obstante, en cuanto Tedioso se lo insinuara a su padre…

– Escuche, Thaddeus, nunca he robado un céntimo… Lo juro.

– Claro -espetó Tedioso, cerrando la caja fuerte de golpe.

El joven se acercó con paso vacilante a su torturador y alargó inesperadamente el brazo, rozándole apenas la mandíbula. Su grito de borracho estuvo a la altura del de Thaddeus.

– Escúcheme bien, Ala Ancha. [3] Le repito que no he robado nada.

El hombrecillo no se movió.

– Es usted un embustero y un tramposo, además de un borracho…

Ratatatatat. El sonido procedía de la gran ventana situada detrás del escritorio de Brown; Peter lo ignoró. Al errando el cuello del hombre con una mano, lo levanto del suelo, mientras con la otra seguía sujetando el cuello de la botella rota. Retorciéndose como una lombriz, Brown arañó el aire.

Felizmente la razón se impuso en el embriagado cerebro de Peter, quien dejó a Tedioso en el suelo y arrojó el trozo de vidrio. No obstante, con la mano derribó al desdeñoso cuáquero, quitándole el sombrero. Brown yació en silencio en el suelo mientras empezaba a brotar sangre de su afilada nariz.

Horrorizado, Peter se acercó al hombre con la intención de ayudarlo a levantarse, pero perdió el equilibrio y se estrelló contra el escritorio, volcándolo y arrojando la caja fuerte, junto con un revuelo de papeles, al suelo. Tendría que responder de ello al día siguiente. Al comprender lo que había hecho, se serenó.

– Dios mío, lo he matado. -Se arrodilló junto al cuerpo inmóvil de Brown-. Perdóname, Tedioso.

Brown gimió. Tal vez al oír su horrible apodo había resucitado.

– Estúpido. -Con gran esfuerzo, el cuáquero apartó al joven de un empujón. Limpiándose la nariz sangrante con la manga de la chaqueta, añadió-: Déjame. Largo de aquí.

Vacilante, el joven se puso en pie y tropezó con los grandes zapatos de Brown. Unos papeles le hicieron resbalar, y volvió a caer, esta vez llevándose consigo una jarra azul que se hizo añicos, desparramando los confites que contenía. Oyó un ruido a sus espaldas y, al volverse, el resplandor de una luz le cegó. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cubriéndose los ojos con el brazo, se levantó tambaleándose. La habitación giraba en torno a él.

– ¿Qué ocurre aquí?

El joven intentó apartar la luz de un manotazo, pero ésta apenas retrocedió. El vigilante, una mole de carnes enfundadas en un gran abrigo marrón, movió la luz para examinar el desorden.

– Nada -respondió Peter con fingida firmeza.

– Muchas cosas. -Brown se llevó el pañuelo a la nariz para detener la hemorragia.

– Permítame… -se ofreció Peter.

La botella rota, la caja fuerte y los papeles esparcidos por el suelo no le pasaron por alto al guardia nocturno.

– ¡Agárrame! -exclamó-. ¿En qué puedo ayudarle, delegado Brown? William Tice, a su disposición.

– ¿Cómo dice? -inquirió Brown, recogiendo la caja fuerte.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor?

– ¡Se lo diré! -exclamó Brown, con la caja firmemente sujeta bajo el brazo derecho. Se frotó la nariz y sus ojillos de ratón y, sentándose, buscó su sombrero de ala ancha, que se encasquetó en la cabeza-. Llévese a este excremento de vaca…

– Agárrame, Tedioso -bromeó Peter, con la esperanza de aplacar la furia del hombrecillo-. Ésa no es forma de hablar. Y ha vuelto a tutearme.

– Dios me perdone, pero quiero ver esta sabandija encerrada cien años.

– Si así lo quiere, señor Brown -respondió el guardia, pensando que esos tipos ricos no sabían valorar lo que tenían.

– ¡No! -A Peter volvía a dolerle la cabeza. Eso destrozaría a sus padres.

– ¡Largo de aquí, ladrón! -Con ayuda de Tice, Brown se levantó del suelo.

La indignación de Peter era equiparable a la de Brown. De haberse tratado de una pelea cuerpo a cuerpo, podría haberse defendido y vencido. Dada la situación, no había nada que hacer.

– No soy un ladrón, señor. No he robado nada a nadie.

El vigilante abrió la boca despacio, enfocando con la linterna y observando a los dos hombres enemistados.

Brown echó a reír, con el rostro ensangrentado y deformado por la cólera y la luz de la linterna.

– Esta vez de nada le valdrá acudir a su madre -amenazó-. Mañana mismo el alguacil mayor será informado.

Eso fue todo. Alisándose el cabello muy rubio, el embriagado Peter Simón Tonneman se irguió y respondió con serenidad:

– Hágalo, Tedioso, y le prometo que no vivirá para contarlo.

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New-York Herald

Enero de 1808

3

Sábado, 23 de enero. Muy de mañana

Los temores de Ludwig Meisel se habían visto confirmados. La tormenta no había tardado en estallar, zarandeando el carruaje Concord y a sus pasajeros. El viento despiadado le rasgaba las ropas como un cuchillo helado.

El coche tirado por cuatro caballos del hacendado británico del siglo XVIII se había convertido en medio de transporte público en Estados Unidos. Con un asiento adicional, permitía que nueve pasajeros se apiñasen en el interior de la estructura de madera. Estos coches carecían de muelles porque los accidentados y abruptos caminos rompían las espirales. Y eran ligeros, por lo que resultaba más fácil vadear las corrientes. En aquel país los puentes eran tan raros como los huevos de rocho.

– Scheise… Ratte… Mierda -gruñó Meisel a los exhaustos caballos.

Los había forzado en un intento por adelantarse a la tormenta, el día anterior desde Filadelfia y ese día desde Princeton, donde solían proporcionarle caballos frescos. Desafortunadamente había tenido problemas con el segundo tiro, y uno había empezado a cojear.

Así pues, se veía obligado a avanzar más despacio y procurar que los animales no se desviaran del camino, que desaparecía rápidamente bajo los montones de nieve acumulada que el viento arrastraba de un lado a otro. Detrás de él, encaramado en el portaequipaje, el joven Tom luchaba con las distintas correas, tratando de impedir que las maletas salieran volando por los aires. El cochero, el aprendiz y el baúl de viaje ya estaban cubiertos de nieve.

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[3] En inglés, «broad brim», apodo con que se conocen a los cuáqueros por el sombrero de ala ancha que los caracteriza. (N. de la T.)