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Desde que ella le había plantado, hacía tantos años, para casarse con Richard Willard, Tonneman no estaba seguro de qué sentía exactamente por Abigail. De pronto decidió que ya lo sabía: envidia. Todo parecía tan sencillo para Abigail…

– ¿Sabías que con el tiempo tu casa se ha convertido en un refugio para mí?

– Lo sé, John. Para mí también lo es a veces, cuando sólo estamos George y yo, lo que ocurre en contadas ocasiones. -Sonrió-. Y George puede mostrarse muy violento. En fin, ha salido a su padre. Gracias a Dios que cuento con Jamie.

Tonneman bebió un sorbo de té.

– Sí, gracias a Dios que tenemos a Jamie. Peter también es un motivo constante de preocupación.

– ¿Cómo están las niñas?

– Gretel está hecha toda una dama. Y Lee… -Sonrió-. Si Lee fuera un chico, sería médico y me sucedería. A mí y a mi padre.

– ¿Se encuentra bien Mariana? -Abigail tendió a su huésped la fuente de tortas y observó cómo escogía una y le daba un mordisco.

– Delicioso. -Ella esperaba su respuesta-. Mariana está espléndida. -Rehuyó la mirada escrutadora de Abigail.

– ¿Ocurre algo, John? ¿Está enferma?

– Nunca se ha recuperado de la muerte de David. Se culpa de ella. Demonios, yo también me culpo… -Dejó la taza en una mesilla auxiliar-. Consiente demasiado a Peter, y ese muchacho es ingobernable. Quien bien te quiere te hará llorar.

– Es una madre, querido… -Abigail cogió una torta.

– Se pasea por la casa todo el día y siempre está furiosa conmigo.

Abigail masticó la torta con expresión reflexiva, escuchando con atención. Alterado, Tonneman negó con la cabeza.

– Soy médico, Abigail, pero no sé qué le sucede.

– Pues está muy claro. ¿No lo sabes? Son problemas propios de la mujer. -Abigail se ruborizó-. Ha alcanzado cierta edad que yo superé hace tiempo.

Sobre la mesa descansaba un abanico francés verde y negro. Lo tomó, lo desplegó con estilo y se abanicó con deliberada altanería. Daba la impresión de que las palabras que acababa de pronunciar nunca habían salido de sus labios. Tonneman la miró fijamente. Se levantó y apoyó el codo sobre la repisa de la chimenea.

– ¿Cómo he podido ser tan necio? -Se palpó los bolsillos en busca de un cigarro-. ¿Te importa si fumo?

– Adelante.

Torció el gesto, sorprendido. Había algo más en el bolsillo. Sacó el camafeo en lugar del cigarro. Había olvidado que era el principal motivo de su visita.

– ¿Qué tienes ahí?

Lo depositó en la palma de la mano de Abigail sin decir palabra, y se vio recompensado con un grito proferido por la mujer.

– Lo conoces.

Abigail recorrió con el dedo el perfil de ónice y a continuación la cadena rota.

– Pertenecía a mi sobrina, Emma Greenaway. ¿Dónde lo has encontrado?

Se puso muy nerviosa al recordar la cólera de su marido cuando su sobrina desapareció. Dejó el camafeo cerca de la bandeja del té y se levantó. Pálida, se apresuró a abanicarse, humedeciéndose los labios.

– ¿Ha vuelto Emma?

– En cierto sentido. -Tonneman tomó las suaves manos de Abigail entre las suyas-. Encontramos este camafeo junto con lo que creemos los restos de Emma al desenterrar el cadáver de Joseph Thaddeus Brown en el Collect el lunes por la mañana.

Horrorizada, Abigail dejó caer el abanico.

– Oh, no. ¿De modo que Emma nunca salió de Nueva York?

Él asintió.

– Era pelirroja, Abigail. Murió del mismo modo que las otras víctimas de Hickey.

– Dios mío. Cuando creía que Emma seguía viva, aceptaba la situación, su fuga. Pero ahora que me he enterado de que murió de esta forma tan espantosa… Necesito saber quién lo hizo.

– Yo diría que Thomas Hickey.

– Pero ¿estás seguro?

– No.

– Entonces debes averiguarlo. Hazlo por mí.

Abigail se dejó caer en el sofá y desplazó la novela, que cayó al suelo con estrépito. La pequeña Mary despertó y empezó a llorar.

Aturdida por la terrible noticia, Abigail corrió a la cuna y cogió en brazos a la pequeña envuelta en pañales.

John Tonneman se inclinó para recoger el libro y lo hojeó distraído.

– ¿Recuerdas a aquella criada tuya que prestaba su ropa a Emma? ¿Betsie…, Bessie…, Betty?

– Vamos, vamos, cariño -canturreó Abigail a la sonrosada niña-. Betty.

– La enviaste con sus padres después de que Richard y Grace…

Tonneman se interrumpió. No era preciso añadir más. Ambos recordaban demasiado bien cómo los dos hermanos, Richard Willard y la madre de Emma, Grace Greenaway, habían estado a punto de matar a palos a la criada.

– Debemos encontrar a Betty, si sigue viva.

– Lo está, John. -Abigail besó a su nieta, meciéndola en sus brazos y jugueteando con su diminuto gorro bordado de encaje-. Ésta es mi pequeña Mary…

A Tonneman se le aceleró el pulso.

– ¿Y dónde está? -preguntó, excitado.

– Le pedí que volviera después de la muerte de Richard. Betty es quien ha preparado estas tortas.

SE NECESITA BUEN COCINERO,

QUE SERÁ BIEN REMUNERADO.

PREGUNTAD EN ESTA OFICINA.

New-York Herald

Febrero de 1808

27

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

La Betty que se presentó ante Tonneman con una cortés y respetuosa reverencia no se parecía en nada a la frágil y terriblemente apaleada joven a quien había atendido hacía tanto tiempo, justo al estallar la guerra. Betty era una pequeña bola con una diminuta barbilla oculta en una papada; tenía el cabello veteado de gris bajo una cofia blanca y almidonada, y una nariz prominente manchada de harina.

Saltaba a la vista que se había quitado un gran delantal, porque una buena parte de su vestido de basto y resistente algodón aparecía inmaculado, mientras que el resto presentaba manchas de harina y grasa. Se frotó las manos como para aliviarlas, y Tonneman advirtió los nudos de la artrosis.

– ¿Recuerda al doctor Tonneman, Betty? -preguntó Abigail.

La criada de regordetas mejillas abrió mucho los ojos.

– Por supuesto, señora.

Haciendo una reverencia, miró de reojo al viejo Tonneman. Para tranquilizarla, éste esbozó lo que esperaba fuera una agradable sonrisa.

– Tienes buen aspecto, Betty. Pareces contenta.

– Lo estoy, señor. La señora Willard me trata bien.

– Betty, al doctor Tonneman le gustaría formularte unas preguntas sobre…

– Sí, señor. -Volvió a inclinarse.

– Emma Greenaway -dijo Tonneman.

Betty retrocedió como si la hubieran golpeado. Lo miró fijamente, con el rostro del mismo color que la harina que le cubría la nariz.

– John… -dijo Abigail con un tono de ligera reprimenda.

– He de vigilar el bizcocho. Está en el horno, y la sirvienta no sabe…

Betty salió de la habitación aferrándose los bordes del vestido y cerró la puerta. La brusca despedida sorprendió a Tonneman y Abigail. Antes de que alguno de los dos tuviera oportunidad de hablar, se oyó un gran estruendo, y de pronto la habitación se vio invadida de niños. Los gimoteos de Mary se unieron al barullo. Tonneman se apresuró a despedirse, no sin antes pedir permiso a Abigail para salir por la cocina.

La mujer asintió con una sonrisa distraída mientras sus nietos se apiñaban alrededor de ella.

Para acceder a la cocina de la mansión de los Willard había que bajar por unas escaleras. El viejo médico tuvo que arrimarse a la pared para descender por los estrechos escalones y en una ocasión se golpeó la cabeza con el techo. De la puerta cerrada emanaba el dulce olor del azúcar mezclado con mantequilla, que le torturó los sentidos.