Выбрать главу

Su compañero en ese diálogo socrático no sería Jamie, sino Daniel. Entonces recordó que no había sido Jamie, sino Daniel Goldsmith quien le había ayudado a descubrir a Hickey. Tonneman cabalgó con el espíritu levantado. Con la ayuda de Daniel tal vez lograría internarse en el sangriento pasado y hallar algunas respuestas.

SE NECESITA EN EL HOSPITAL DE NUEVA YORK

UN HOMBRE SOLTERO, EXPERTO EN COMPOSICIÓN DE MEDICAMENTOS Y CON BUENAS REFERENCIAS, PARA HACERSE CARGO DE LA BOTICA. PREGUNTAR POR:

GILBERT ASPINWALL, NÚM. 216

JONATHAN LITTLE, NÚM. 218

THOMAS BUCKLEY, NÚM. 339.

DE PEARL STREET

New-York Evening Post

Febrero de 1808

28

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

Sugarloaf era una bucólica calle arbolada de modestas casas con jardín que discurría al oeste de Broadway. Se hallaba en los límites de la ciudad, muy alejada del centro, motivo por el cual Jacob Hays había optado por vivir en ella. Le recordaba la granja de Bedford, en el condado de Westchester donde había nacido y pasado su infancia ayudando a su padre en el almacén.

El hogar del alguacil mayor era una gran casa blanca de madera rodeada de robles y encinas. Contaba con una cochera bien construida y un establo de cuatro cuadras. La cochera podía albergar un par de carruajes y un trineo, y en el piso superior se alojaba el cincuentón Noah Douglas, viudo desde hacía diez años.

Detrás de la casa, en el otro extremo del jardín, había un huerto de árboles frutales que daba manzanas, peras y melocotones en primavera, verano y otoño.

En la casa vivían entonces Jake, su esposa, Katherine, sus tres hijos, una criada llamada Anna que también cocinaba y, desde hacía poco, la prima segunda de Jake, Charity Etting Boenning. Ésta había escandalizado a la comunidad judía de Filadelfia al escapar de casa para contraer matrimonio con un viudo cristiano que le doblaba en edad, un artista a quien había conocido mientras pintaba un retrato a sus padres.

Jacob Hays se sentía tan orgulloso de su herencia judía como de su fe cristiana; en cualquier caso, no había acogido a su prima Charity por esa razón. Llevaba su misma sangre y se hallaba en apuros, lo que era suficiente motivo.

– Daré avena a Copper, señor Jake -anunció Noah mientras conducía al establo el caballo y el carruaje.

Jake estaba distraído; acababa de vislumbrar una mancha azul al otro lado del camino. Frunciendo el entrecejo, se frotó su gran nariz y fijó la vista en el tronco de un enorme roble que se levantaba en un claro donde la mayoría de árboles habían sido talados para hacer sitio a la nueva casa de Cornelius Philips y su familia.

¿Había alguien detrás del árbol, espiándolo, vigilando su casa? Tal posibilidad lo indignó. Parte de las tácticas policiales de Jake consistían en seguir a los ladrones a sus guaridas, casas y tabernas, a fin de obtener información sobre sus camaradas. No le hacía ninguna gracia la idea de que algún sinvergüenza le volviera las tornas.

Noah ya estaba dentro del establo. Él solo se ocuparía del asunto. Fingiendo entrar en la casa, la rodeó, se dirigió al huerto de frutales y, ocultándose en él, avanzó hacia el oeste. Cruzó el camino con sigilo y se adentró en el bosque. Allí completó la vuelta hasta salir detrás del roble.

Como sospechaba, un hombre con un abrigo azul observaba su casa. Menudo descaro. Nadie espiaba a Jake Hays.

Silencioso como un gato, se acercó al delincuente y le aferró el brazo. Tenía mucha fuerza, de modo que, aunque el hombre era más alto que él, no logró soltarse. Jake le obligó a volverse.

El hombre hizo una serie de gestos confusos con el brazo libre, primero tirando de su sombrero, luego cubriéndose el rostro y finalmente dejándolo caer, resignado.

– Caramba, Peter Tonneman. Precisamente el hombre que andaba buscando. Acompáñame. Tenemos que hablar. -Jake precedió a Peter hasta su casa- Las botas -dijo ante la puerta lateral, señalando el limpiabarros que descansaba en el último de los tres escalones.

Peter se las limpió a fondo. Lo último que deseaba era darle más motivos para reprenderlo.

– Suficiente -dijo finalmente Jake.

Entonces se limpió meticulosamente las suyas, cubiertas de barro endurecido, y ambos hombres entraron en la cocina, donde Anna trajinaba con un montón de ollas y teteras. Dos tartas de manzana recién sacadas del horno reposaban en una fresquera, y la cocina emanaba olores maravillosos. Sentado en un banco junto a la lumbre, Noah levantó la vista de su sopa, sorprendido.

Peter Tonneman, abatido, con frío y hambriento tras la vigilia matinal, se sintió abrumado por el calor y el olor de la cocina y se dejó caer agradecido en la silla de respaldo de listones que Jake le acercó. Éste hizo señas a la joven, que interrumpió su tarea para servir a cada uno un tazón de sidra caliente.

Sentándose frente a Peter en la larga mesa de arce, Jake dijo:

– Explícate. ¿Qué hacías agazapado como un ladrón?

Peter tomó un sorbo de sidra caliente y suspiró.

– Disculpe, señor. Esperaba ver a su pariente, la señorita Boenning.

– ¿Verla?

– En realidad hablar con ella.

– ¡Santo cielo! ¿Qué hay de malo en llamar a la puerta principal y dar tu nombre?

– Temía que me arrestara.

Jake se ablandó, adoptando la expresión que mostraba a sus hijos.

– ¿Por qué? ¿Has hecho algo malo?

– Sí, señor. Me emborraché y golpeé al delegado Brown.

– ¿Algo más?

– No señor. Se lo juro ante Dios.

Jake frunció el entrecejo.

– No tomes el nombre de Dios en vano.

– No señor. Juro que no tuve nada que ver con la muerte del señor Brown.

– Eso lo dices tú.

– Si se refiere a la caja fuerte, la última vez que la vi fue el viernes por la noche. Brown estaba cerrándola y me acusó de haber robado dinero.

– ¿Y era cierto?

– No, señor. Por eso lo golpeé.

– Ha desaparecido la caja fuerte.

– Yo no me la llevé.

– ¿Y el otro dinero?

– Lo siento, señor. No sé de qué me habla.

– Los sobornos.

El muchacho se encogió de hombros.

– Lo siento, señor. No sé a qué se refiere.

Jake había arrojado el anzuelo, pero Peter no había picado. Bueno, merecía la pena intentarlo. Tomó un sorbo de sidra antes de continuar.

– Me alegro de haber mantenido esta breve charla, muchacho. Ayuda a esclarecer el caso.

– Gracias, señor.

De pronto Jake se endureció, adoptando la expresión que exhibía ante los criminales.

– Sin embargo, estás en mi lista. Si no hubieras acu dido a mí, yo habría ido a ti. Explícame otra vez que ocurrió aquella noche, cuando golpeaste a Brown.

Ruborizado, Peter se irguió en la silla.

– Señor, yo no maté a Thaddeus Brown. Discutimos…

– Y lo golpeaste.

– Sí. Me acusó de robar.

– ¿Habías robado algo?

– No, ya se lo he dicho. Aseguró que se proponía hundirme y perdí los estribos.

– Nunca se remedia nada con ello.

– No, señor. Lo golpeé, es cierto, pero cuando me marché seguía lo bastante vivo para amenazar a mí y mi reputación. Pregunte al vigilante que vino a investigar.