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– ¿Y el dinero?

– Ya se lo he dicho. Estaba en la oficina cuando me marché. Tal vez se lo llevó el vigilante. O el otro hombre.

Jake saltó de alegría. Por fin nueva información.

– ¿Qué otro hombre?

– Antes de que Tedioso… que el señor Brown y yo tuviéramos unas palabras…

– Y lo golpearas.

– Bien, antes de eso, oí al delegado Brown discutir con otro hombre.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Yo estaba en una habitación, y ellos en otra. Había bebido mucho y dormitaba sobre mi escritorio.

– Tengo entendido que gracias a ti y George Willard las tabernas prosperan.

– Eso era antes. He cambiado, señor. -La expresión de Peter era solemne-. Créame, he cambiado.

– Mi prima afirma que le salvaste la vida.

Peter se llevó la mano al cuello, repentinamente acalorado.

– ¿Se lo dijo Charity, esto, la señorita Boenning?

– Por esa razón no estás entre rejas, con ratas que te mordisquean el trasero. -Jake se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó en la mesa-. Mi familia y yo estamos en deuda contigo.

En aquel momento la puerta que daba al comedor se abrió, y Katherine Hays, con un bebé en brazos y un niño aferrado a sus faldas, entró en la cocina.

– Ah, estás en casa. ¡Qué agradable sorpresa! Enseguida te daré de comer. -Dirigiéndose a la lumbre, revolvió con la mano libre una cazuela y probó el contenido-. Falta sal.

Anna tendió el salero a la señora de la casa, que tomó un puñado y lo esparció generosamente.

– Te presento a Peter Tonneman, Katherine. Comerá con nosotros. -Jake se volvió hacia el niño-. ¿Por qué estás tan triste, Aarón?

Katherine miró a su marido por encima de la cabeza del pequeño.

– Le duele la barriga.

Jake levantó a su hijo por los aires.

– Cuidado la barriga -advirtió Katherine.

– ¿Cómo te encuentras ahora, señor Aarón Burr Hays?

El niño rió.

– Bien, papá.

– Así me gusta. Ahora fuera.

– Sí, papá.

Y el niño salió alegremente de la cocina.

– ¿Ha llamado a su hijo Aarón Burr? -no pudo evitar Peter preguntar.

– Sí, fue el señor Burr quien me consiguió mi primer empleo de alguacil. Todo lo que soy y espero ser algún día, se lo debo a Aarón Burr. Era un gran demócrata. Y no era un traidor, nunca lo fue.

– Sí, señor.

– Bienvenido a nuestro hogar, señor Tonneman. -Katherine era una mujer atractiva con un gran sentido del humor, lo que no le venía mal para tratar a su marido, hombre nada convencional-. Sólo hay sopa de cebada y judías, además de tarta de manzana, pero se quedará a comer, ¿verdad?

– Sí, señora. Gracias.

Katherine asintió hacia su marido y se retiró llevándose consigo al bebé.

– Explícame qué impresión te causaba Brown -pidió Jake, volviendo de inmediato al asunto que los ocupaba.

Peter arqueó una ceja. Nadie le había preguntado nunca nada así. Disimuló su alegría; el viejo Hays le pedía su opinión.

– Bueno, Brown no siempre se comportaba como se supone deben hacerlos los Alas Anchas.

– ¿Por ejemplo? -Jake tamborileó con los dedos en la mesa.

– A menudo acudía a una reunión fuera de la oficina, o eso afirmaba, y regresaba oliendo a perfume y con el cuello de la camisa manchado de carmín.

– Tal vez iba a casa a ver a su mujer.

Peter negó con la cabeza.

– No era la señora Brown. Ella sí es una verdadera cuáquera. Una mujer menuda, como un ratoncillo.

– Eso sí es divertido, Peter.

– ¿Cómo dice?

– No importa. Dices que el cuáquero tenía una querida. ¿Alguna idea de quién era?

– No, señor. En un par de ocasiones me mandó llevar un paquete a una mujer que vivía en Duane Street.

Una combinación de inspiración y memoria impulsó a Jake a formular la siguiente pregunta:

– ¿Tenía una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla izquierda?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

– No importa. ¿En qué número de Duane?

– Treinta y nueve.

– Buen muchacho. ¿Qué más?

– Era muy grande, si se refiere a eso.

Los ojos de Jake brillaron, y arrugó la nariz. Era el lobo que iba tras su presa.

– ¿Alta o gorda?

– Las dos cosas. Y creo que era francesa.

– Sí, sí, sí. Mejor que bien. Perfecto.

– ¿Cómo ha sabido de ella?

– La gente me cuenta cosas. Tal información, sumada al poder de observación que Dios me ha dado… En mi trabajo se precisa tener los ojos y los oídos bien abiertos. Y utilizar el cerebro.

Peter estaba intrigado.

– Nunca pensé que el trabajo de un alguacil pudiera ser tan interesante.

El instinto indicó a Jake que el muchacho no estaba involucrado en la muerte de Brown. El joven Tonneman procedía de buena familia. Sin embargo, el instinto no bastaba. Necesitaba hechos. Hasta que dispusiera de pruebas, lo mantendría vigilado. ¿Y qué mejor modo de vigilarlo que ofreciéndole un empleo? Jake estaba seguro de que una hermosa joven como Charity no permanecería mucho tiempo viuda, y ésta había elogiado más de una vez el valor y las buenas cualidades del joven Tonneman. Jake sopesó esos argumentos contra el hecho de que Peter fuera sospechoso de asesinato. Tras unos instantes de reflexión, decidió que tal vez no ayudaría, pero tampoco estorbaría.

– Debe haber un empleo para ti en una gran ciudad como Nueva York. Y si lo hay, lo encontraré. Pásate más tarde por la cárcel y seguiremos hablando… después de que hayas presentado tus respetos a la señorita Boenning, por supuesto.

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New-York Examiner

Febrero de 1808

29

Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde

La casa de Goldsmith de Garden Street se hallaba a menos de cinco manzanas de aquel destartalado cuchitril con goteras donde había vivido de joven con su difícil primera esposa, Deborah. Tonneman lo había conocido poco antes de la guerra, y juntos habían seguido la pista a Hickey, el asesino de pelirrojas.

Deborah y su dominante madre, la siempre virtuosa Esther, habían fallecido durante la epidemia de fiebre amarilla del año 98, que también se había llevado al hijo de Tonneman, David, y Grace Greenaway. Las hijas de Goldsmith, Ruth y Miriam, habían crecido y se habían casado. Residían en Albany y le habían dado ocho nietos.

Tras la muerte de Deborah y las bodas de sus hijas, Goldsmith se había visto por fin libre para casarse con Molly, quien después de la guerra había montado un rentable negocio de sombrerería.

La pequeña vivienda de Goldsmith era más sencilla que la de Tonneman en Rutgers Hill, y sin duda muy modesta al lado de la mansión de Jamie en Richmond Hill. Y no podía ni compararse siquiera con las casas de los Livingston, Hamilton, Schuyler, Duer, Duane y Beekman.

La estrecha casa de dos plantas estaba recién pintada de blanco, con los postigos verdes brillantes. Sobre la puerta principal, un sombrero de madera con una pluma anunciaba el oficio de sombrerera de Molly. Pocos recordaban que antes de la guerra la judía Molly había sido una de las numerosas prostitutas que vivían y ejercían el oficio en el barrio conocido como «tierra sagrada», cerca de lo que entonces era el King's College. Después de la revolución, éste se había convertido en la Universidad de Columbia. Y al crecer la ciudad y llegar cada vez más estudiantes, «tierra sagrada» fue engullida y borrada del mapa.