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Goldsmith, que había recuperado su cargo de alguacil tras la guerra, se había retirado al casarse con Molly. En la actualidad se pasaba el día en casa, ocupado en bagatelas y estorbando a Molly. De hecho disfrutaba enormemente del ocio y de la lectura del Tora, porque había empezado a estudiar hebreo con su inquilino, Joseph Lancaster. Molly y Daniel ocupaban el primer piso y alquilaban la mitad del segundo al viudo maestro de escuela.

Tonneman encontró a Molly en mitad del salón, rodeada de encajes, rollos de tela y plumas de distintos colores, tamaños y texturas. Prendía unas plumas en un sombrero de terciopelo de color vino. En los pequeños soportes de madera que había sobre la mesa de trabajo se hallaban otros sombreros en distintas fases de fabricación. Alrededor había lápices y hojas de papel con esbozos.

– ¿Qué tal le va a Peter? -murmuró Molly.

Sacándose dos alfileres de entre los labios, alisó el encaje en su regazo y empezó a prenderlo en el ala del sombrero.

– Peter -repitió Tonneman.

No dijo más. Resultaba mortificante pensar en una respuesta adecuada. Contrariado, debía reconocer que era incapaz de resolver la difícil situación de su hijo.

– John, Peter te necesita -insistió Molly.

Malhumorado, Tonneman rechazó esas palabras con un gesto y, gruñendo, escribió una nota para Daniel con un lápiz. Convencido de que la astuta Molly la leería y decidido a no hablar con ella de Emma Greenaway, se limitó a escribir:

Goldsmith, ven a verme cuanto antes, por favor.

He descubierto algo interesante acerca del pasado.

Tonneman dejó el lápiz. Le temblaban las manos.

La mirada penetrante y la intuición aún más penetrante de Molly le comunicaron que John Tonneman estaba muy preocupado. Éste se marchó bruscamente, murmurado:

– Tengo cosas que hacer.

Mientras cabalgaba por Garden Street en dirección a Rutgers Hill, su mente erró del pasado al presente. El cráneo, Emma, la guerra, Hickey…, la difunta Gretel y la joven Mariana.

La consulta estaba cerrada aquel día, de modo que los pacientes no lo interrumpían. Podría distraerse profundizando en todas las publicaciones médicas que aún no había leído, y los panfletos de Londres que había recibido en noviembre, antes del embargo. Sabía por experiencia que si no daba vueltas al asunto, la solución se presentaría por sí sola.

La casa de Rutgers Hill -que había pertenecido a su padre y a su abuelo- era de tres plantas y estaba revestida, siempre lo había estado, de madera de pino blanco. Alrededor de la casa y el cobertizo se alzaban robles y olmos que llevaban allí desde la época en que esas tierras pertenecían a los indios. El cobertizo también se hallaba donde siempre, en el extremo opuesto a la consulta. Sin embargo, no era el mismo que el que se levantaba en tiempos de su padre. Aquél se había derrumbado veinte años atrás en un gran vendaval, y lo habían sustituido por otro.

A esas alturas también habían cambiado las tejas, pero habían vuelto a aparecer goteras, y Mariana le insistía a menudo en que reparara el tejado.

Se hallaba fuera del cobertizo, cepillando a Sócrates, distraído, cuando apareció Micah con un chal de punto alrededor de sus delgados hombros.

– He encendido el fuego, señor -anunció, alzando la voz en deferencia al oído deteriorado del anciano.

– ¿Cómo dices? -Entornó los ojos en un intento por aclarar la vista, ligeramente borrosa. Como eso no funcionó buscó en los bolsillos las gafas que había mandado hacer recientemente, pero no las encontró.

– El jabón, señor.

– Sí, claro.

¿Cómo podía haberlo olvidado? Aquella mañana había pedido a Micah que preparara cuarenta y cinco litros de agua, cinco libras de cal viva, diez de bicarbonato sódico, siete de grasa pura, ocho onzas de colofonia y diez de agua de rosas. Una vez al mes fabricaban jabón.

Se alejaron del cobertizo, y al llegar a la casa la criada abrió la puerta y le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero.

– ¿Quiere comer algo? -preguntó, colgando el abrigo en el perchero de arce de la pared, cerca de la puerta principal.

– Sí -respondió él.

El hombre cogió el delantal de lona de otra percha y entró en la biblioteca. Se detuvo en el umbral. Mariana, la desagradable mujer que últimamente le hacía la vida imposible, se hallaba sentada ante su escritorio, con las gafas nuevas de su esposo puestas, leyendo uno de sus libros de medicina. El débil brillo de los últimos rayos del sol de la tarde bañaba la esc.ena, que era una delicia para sus ojos ancianos. Parecía la joven que había sido cuando la vio por primera vez con el cabello suelto. Se le hizo un nudo en la garganta y trató en vano de tragar saliva.

– ¿Tiene alguna pregunta mi alumna?

– Hummm. -Mariana siguió leyendo o fingiendo que lo hacía.

Tonneman volvió a intentarlo.

– Deberías preguntar a tu marido. Creo que es médico.

Mariana levantó la cabeza.

– Mi marido está demasiado ocupado buscando sus propias respuestas a enigmas.

– La vida es un enigma.

Ella se quitó las gafas y las dejó en el escritorio.

– Eso dice él.

Tonneman le cogió la mano y la hizo levantarse.

– Tú eres mi enigma más difícil.

– John.

La estrechó entre sus brazos y notó cómo se le aceleraba el pulso. La besó.

– Te quiero, Mariana.

– Lo sé. Y yo a ti, John Tonneman. Los días que no te odio.

– No comprendes que te entiendo.

– ¿Cómo?

– Lo que estás pasando.

– Me hago vieja.

– No exageres. Yo sí estoy viejo, pobre de mí.

Mariana se apartó de él.

– Las niñas no tardarán en volver del instituto.

Gretel y Leah asistían al instituto de Chatham Street. Ciento cincuenta alumnos acudían al instituto número uno, que había abierto en abril del año anterior. El maestro Joseph Lancaster impartía clases a los alumnos mayores, que a su vez enseñaban a los más jóvenes. Esto satisfacía particularmente a Gretel, quien como alumna mayor también era maestra y transmitía las enseñanzas del señor Lancaster.

Micah llamó tímidamente a la puerta, entró y dejó en el escritorio una bandeja con un panecillo, pollo frío y una taza de té negro. Mariana aprovechó la interrupción para escabullirse. Micah hizo una reverencia y se retiró también.

Tonneman se acarició el mentón, que aún tenía barba. No se había afeitado bien. Se afeitaba de tarde en tarde, y no lo hacía debidamente.

– Mariana…

Pero se había ido. Se encogió de hombros. Mujeres. Había creído que, siendo médico, la comprendería mejor que los demás hombres, pero se había equivocado. No importaba. Tenía trabajo que hacer. Prescindiendo de la cena, bebió el té. Luego, murmurando para sí, salió al jardín.

Detrás de la casa Micah ya había hervido el agua y vertido la cal en el profundo caldero de hierro.

Mientras esperaban a que el agua se enfriara ligeramente, Micah le informó de que habían recibido una caja de hierbas de los Jardines Elgin del doctor David Hosack.

Uno de los legados del padre de Tonneman habían sido las recetas de hierbas medicinales, aprendidas tanto de los europeos como de los indios y transmitidas durante generaciones. Como su elaboración resultaba mucho más interesante que la fabricación de jabón, John sintió tentaciones de interrumpir esa tarea para empezar a triturar y preparar sus preciosas hierbas. Sin embargo, desconfiaba de su concentración. Una cosa detrás de la otra.