Выбрать главу

Peter Tonneman también requería atención. Si había dejado inconsciente a Brown, ¿cómo había logrado trasladarlo en carro hasta el embalse y enterrarlo allí sin ser visto? ¿Le había ayudado alguien? Le gustaba ese muchacho, pero todavía debía probar su valía.

Jake iniciaría la investigación interrogando a la mujer francesa de Duane Street, sobre todo porque la calle se hallaba a cuatro manzanas de su casa.

En el número 39 de Duane Street se alzaba una casa baja y gris, deteriorada por el tiempo y con la pintura desconchada. En lugar de emplear el aldabón de bronce en forma de herradura, Jake aporreó la puerta con el bastón. Estaba convencido de que alguien lo observaba desde la ventana de la derecha, aun cuando no había visto mover la cortina. Había una sombra, y Jake se vanagloriaba de tener vista de lince. Golpeó la ventana, y esta vez la cortina sí se movió. Casi inmediatamente se abrió la puerta.

– ¿Sí?

El rostro de la mujer era uno de los más hermosos que Jake había visto, únicamente desfigurado por la profunda y curva cicatriz en la mejilla izquierda. Tenía el cabello tan negro que parecía untado en tinta. Y era tan grande como Peter Tonneman la había descrito, en todas direcciones. El vestido azul claro que lucía era muy escotado, pero su forma de llevarlo y conducirse indicaban que era una dama. Muchas prostitutas exhibían ese mismo comportamiento, y el de ésta casi lo engañó.

– ¿En qué puedo ayudarle?

La dulce voz armonizaba con su rostro, y su acento era marcadamente francés.

– Soy Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York.

– ¿Sí? -Se ciñó la estola de seda roja ribeteada de flecos alrededor de los hombros, sin molestarse en ocultar sus voluminosos pechos.

– ¿Y usted es?

– Soy Simone Aubergine, residente mayor de la ciudad de Nueva York. -Sonrió.

Jake le devolvió la sonrisa. Estaba encantado.

– ¿Es usted la Simone Aubergine amiga del difunto Joseph Thaddeus Brown?

– La misma. -Mostraba indiferencia. ¿O tal vez era hastío?

– ¿Qué clase de amistad les unía?

– Era cuáquero.

– ¿Y usted?

– Yo no.

– ¿Eran amantes?

– No amo a nadie, ni siquiera a mí misma.

Jake se maravilló de aquella mujer que daba respuestas tan ingeniosas. De haber sido hombre, habría amasado una fortuna como comerciante. Era la mejor interlocutora con quien se había enfrentado jamás.

– Me gustaría formularle unas preguntas.

– Creía que eso estaba haciendo.

– Ha dado en el clavo -replicó él.

Hizo una reverencia, reconociendo estar, si no derrotado, al menos en tablas. Ella retrocedió.

– Pase, por favor.

Una alfombra india de intensos tonos rojos y azules cubría el suelo del vestíbulo, y a ambos lados del estrecho pasillo había un espejo con cupidos y ninfas desnudas, tallados en pan de oro, de modo que al mirarte en uno te veías reflejado en el otro.

La mujer pasó junto a él, rozándolo con sus abundantes carnes. Jake la observó en uno de los espejos. Sonreía. Lo condujo a un salón atestado de muebles franceses de patas esbeltas. Las lámparas brillaban, y el resplandor se reflejaba en los demás espejos. Más alfombras indias cubrían el suelo. La repisa de la chimenea era de mármol con vetas oscuras, y un gran fuego, junto con las pesadas cortinas azules, conferían un ambiente acogedor a la estancia.

– ¿Puedo ofrecerle… algo? -La mujer arqueó las cejas, provocativa.

Él enarcó las suyas en respuesta.

– ¿Café, chocolate, té, ron? ¿Algunabiscotti? Tengo un bollo. Podríamos calentarlo y contemplar cómo se derrite la mantequilla. -Se pasó la lengua por los labios.

– No, gracias.

– Siéntese, por favor.

Señaló un sofá cubierto de satén rosa y ribeteado de flecos, con numerosos cojines, cada uno bordado con perlas diminutas y más flecos. En el suelo, al pie del sofá, había una alfombra de encaje de aguja con flores rojas y amarillas sobre un fondo verde.

Jake se sentó en elbergere de enfrente. Con la sonrisa todavía en los labios, la mujer se acomodó en el sofá.

– ¿En qué puedo ayudarlo?

– Tengo entendido que mantiene amistad con otro caballero.

– Tengo amistad con muchos caballeros.

– Tal vez me refiero al que le hizo esa cicatriz.

La mujer se llevó la mano a la mejilla izquierda, sin molestarse en disimular su horror.

– Ha desaparecido de mi vida, gracias a Dios.

– ¿Cómo se llamaba?

Simone se acarició su cabello rizado.

– Preferiría no contestar.

Jake se encogió de hombros.

– ¿Por qué ha desaparecido de su vida?

Se produjo un largo silencio.

– Porque me asustaba -respondió ella finalmente.

– ¿Y ahora no?

– Todavía lo hace.

La mujer fijó la mirada en el fuego, como si hubiera olvidado que había alguien más allí. Jake carraspeó. Simone Aubergine se volvió de nuevo hacia él.

– ¿Es celoso?

– Es una de las cualidades que lo definen.

– ¿Cree posible que matara a un hombre por usted?

– Le creería capaz de matar a un hombre por cualquier motivo. O por ninguno.

– ¿Cree que fue él quien asesinó a Thaddeus Brown?

– Prefiero no pensar en él. Si lo hiciera, no dormiría por las noches. En cualquier caso, no consigo dormir sin láudano.

Jake chasqueó la lengua y repitió la pregunta:

– ¿Cree que fue él quien mató a Thaddeus Brown?

La mujer dejó que la estola le resbalara por los hombros para revelar la suave y rosada piel por encima del pronunciado escote y una gargantilla de oro de la que pendía un pequeño rubí.

– Sí.

Lejos de ofenderse por el truco de la madura prostituta, Jake lo encontró divertido.

– Le ruego que me diga cómo se llama ese hombre.

– No puedo.

– Si no lo hace, tendré que encerrarla.

– Si lo hago, me matará.

– La cárcel no es muy agradable.

– C'est la vie. -Simone agitó las manos y se encogió de hombros. Sus carnes temblaron suavemente.

Jake suspiró. No debería haber dicho lo que no se proponía hacer.

– No era una amenaza, sino una posibilidad.

La mujer volvió a rodearse los hombros con la estola de flecos.

– ¿Nos vamos?

Jake se levantó.

– En otra ocasión. ¿Hay algo más que quiera decirme?

– No. -La mujer se dejó caer en el sofá de satén, cogió un pequeño libro encuadernado en cuero, lo abrió y comenzó a leer.

– Entonces buenos días.

– Buenos días, señor. No es preciso que lo acompañe, ¿verdad?

Había transcurrido menos de un cuarto de hora cuando Noah dijo:

– Señor…

– Ya lo veo.

Se hallaban en el carruaje de Jake, en la esquina del número 39 de Duane Street. Simone Aubergine, con una capa morada y la cabeza cubierta con una elegante capucha, pasó de largo en un pequeño vehículo verde tirado por un vigoroso burro. Era evidente que guardaba al animal y el carro detrás de la casa. Observaron cómo la prostituta cruzaba rápidamente la desierta Tea Water Pump y avanzaba hasta donde Duane se convertía en Thomas Street.

Jake hizo una señal a Noah con la cabeza, y la siguieron.

El carro verde rebasó los límites de la ciudad por Bowery Road, un camino sin pavimentar que seguía siendo la principal vía que conducía a las afueras. Al girar hacia el oeste, Jake se percató de que se hallaban cerca del cementerio cuáquero. Ordenó a Noah detener el carruaje a un lado del camino, junto a un bosquecillo, detrás del carro de Simone. Desde allí tenían una buena perspectiva del cementerio.