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Antes del embargo, embarcaciones procedentes de todo el mundo habían ocupado los numerosos y espaciosos muelles de Manhattan, y sus mercancías habían llenado hasta rebosar los nuevos y enormes almacenes.

Los comerciantes y consignatarios tenían sus oficinas en la planta baja de dichos almacenes. Ese conjunto de edificaciones y muelles partía del Battery y se extendía a lo largo de los ríos Hudson y East, a ambos lados de la ciudad. Los barcos desembarcaban sus mercancías, cargaban otras y zarpaban y el puerto de Nueva York estaba continuamente rodeado de los mástiles de cientos de barcos.

Recientemente se había puesto en marcha una nueva clase de negocio. A Estados Unidos seguían llegando mercancías procedentes de Europa y Oriente, aunque eran más escasas. Y el transporte resultaba más caro porque las naves debían cruzar Canadá y descargar los productos furtivamente.

Si las mercancías debían guardarse en los almacenes, se trasladaban de noche, cuando no había testigos. Por lo general se depositaban en cuevas y cobertizos situados en los bosques, o las acarreaban a otras partes tierra adentro.

Así pues, el embargo no había frustrado a los hombres de negocios emprendedores. Todo lo contrario, los hombres como Jamison se dedicaban al contrabando desde diciembre de 1807, cuando Tom Jefferson había declarado su maldito bloqueo.

Aquella noche, como otras tantas, a la luz de unas débiles lámparas, llevaron a tierra firme el cargamento en una lancha. Se componía de vino, aceite, frutos secos y lozas. Jamie haría un buen negocio.

El cargamento incluía a un hombre. El pasajero que trasladaron a la costa en el último viaje de la lancha podía abrir infinitos cofres de riquezas. Juntos, él y Jamie podrían convertirse en los dueños de Estados Unidos.

Un pasajero rondaba los cincuenta y medía metro sesenta y siete. Un sombrero flexible ocultaba su espléndido rostro romano, de barbilla prominente, nariz aguileña y frente alta. Los ojos castaños también quedaban ocultos en la oscuridad de aquella noche sin luna. Si por lo general era un hombre elegante y seguro de sí mismo a quien las mujeres encontraban extremadamente atractivo, aquella noche lucía un traje marrón de basta tela tejida en casa y una bufanda para ocultar la parte inferior de su rostro.

A la luz de una de las antorchas que sostenía un trabajador, Jamie habló brevemente con el encargado de los almacenes. La mayoría de cargamentos se trasladarían al almacén número cinco, frente a Catherine Slip. Antes de que finalizara la semana esas mercancías se habrían convertido en oro.

El pasajero gruñó al poner un pie en Nueva York. Aun a la tenue luz, sus ojos sagaces no pasaron por alto el elegante atuendo de Jamie bajo la capa de terciopelo oscura; el frac de terciopelo granate sin cruzar, el cuello alzado, el chaleco de seda de color ante y la chistera negra.

La elegancia de Jamie contrarió al normalmente elegante recién llegado, vestido con un vulgar traje de paño. No se oponía a los disfraces; al contrario, los consideraba muy útiles. Sin embargo le disgustaban los que le hacían parecer vulgar.

En cualquier caso, había asuntos que atender y un trato que firmar.

– ¿Has alquilado un carruaje? -preguntó.

– En Front Street.

Jamie lanzó una tintineante bolsa al capitán Paul, dueño del Exile, que lo aguardaba. Observó y esperó a que la lancha, que apenas se veía, regresara al barco silenciosamente.

Sin apresurarse, Jamie y su visitante se alejaron de los muelles. Las calles estaban desiertas. Un carruaje los aguardaba junto a la taberna de Edgar, que estaba cerrada y oscura. El cochero roncaba en el pescante.

El hombre del traje de paño soltó una estridente y sonora carcajada antes de subir al carruaje mientras Jamie despertaba al cochero y se acomodaba frente a él.

– Me alegro de volver a verte, Jamie -comentó el pasajero del Exile, desanudándose la bufanda. Jamie sonrió.

– Lo mismo digo, Aarón.

SE NECESITA JOVEN OBSERVADOR Y CON BUENA CALIGRAFÍA

EN DESPACHO DE ABOGADO.

PREGUNTAR EN EL NÚM. 13 DE BEEKMAN STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

33

Jueves, 4 de febrero. Por la mañana

El tiempo se había vuelto más benigno, como a menudo sucedía antes de otra oleada de frío. Micah se alegró de estar sola. No le importaba salir a trabajar al jardín en un día de invierno. Aunque el aire seguía siendo frío, le encantaba estar sola.

El caldero colgaba de una pesada barra de metal sobre un fuego apagado. Micah se arremangó el viejo gabán del doctor Tonneman, en cuyo interior cabían tres como ella, y tiró hacia sí del caldero. Se detuvo en seco al recordar: «Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.» Asintiendo, se enfundó unos voluminosos guantes de lona de cirujano en sus pequeñas manos.

Con cuidado para no desperdiciar el sedimento, vertió el líquido claro que cubría el jabón en una gran jarra de boca ancha. El líquido contenía los sedimentos de la cal y el bicarbonato. Mezclado con ocho litros de agua se convertiría en el detergente en que sumergiría y herviría la colada, después de haberlo dejado reposar un par de días.

A pesar de su cuidado, se le derramó un poco de líquido, y se quebró la capa de nieve endurecida, se filtró en la helada tierra como la orina de un perro o un niño. Sonrió.

De pronto una voz más grave se hizo eco de aquellas palabras de advertencia:

– Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.

La criada reprimió una carcajada. El anciano había salido de la casa y permanecía detrás de ella.

– Despacio, niña.

– Sí, doctor Tonneman.

La joven sabía lo que hacía. ¿Acaso no le ayudaba a elaborar jabón desde que había empezado a trabajar para ellos hacía tres años? Lo preparaba tan a menudo que podría hacerlo con los ojos vendados. Últimamente el médico, que parecía no tener nada en qué ocuparse, no dejaba de repetir las cosas.

– Estoy esperando una cataplasma de olmo rojo para el culo de Arnos Fink.

– Doctor Tonneman. -La joven meneó la cabeza. Ese anciano cada día estaba peor.

Tonneman observó cómo Micah encendía el fuego con un pedernal. La madera seca ardió casi de inmediato, y la joven atizó la llama, disfrutando del calor. Luego movió la barra para que la olla quedara encima de las llamas. Sólo entonces Tonneman regresó a su consulta.

La joven puso a hervir la grasa y la colofonia en la lejía hasta que la primera desapareció. Vertió el agua de rosas en la mezcla y estaba removiéndola cuando llegó la señora.

– Yo lo haré, Micah. Entra y ocúpate de las demás tareas. La cena siempre se retrasa. -Mientras hablaba, Mariana echó la mezcla en la caja del jabón. Al día siguiente, una vez endurecido, lo cortarían en pastillas.

Micah entró. Había colgado de las patas un pollo decapitado para que se secara y puesto dos ollas de agua a hervir. Observó el agua; estaba lo bastante caliente. Examinó el pollo; había sangrado bien. Cogiéndolo por las patas, lo sumergió tres veces en una olla con agua hirviendo.

Arrancó con destreza las plumas escaldadas y las puso a secar sobre un trozo de lona para utilizarlas más tarde. Destripó el pollo, lo lavó, lo cubrió de sal y lo colocó sobre la tabla de madera. Entonces subió a hacer las camas y vaciar los bacines. Mientras lo hacía, pensó alegremente en su breve descanso al sol y el frío aire. Si la dejaran en paz, todo iría sobre ruedas. Micah, que era huérfana y judía de nacimiento, aunque no sabía una palabra de su religión, había vivido en la calle hasta aquel día, hacía ya tres años, en que el viejo médico la había encontrado medio helada en su cobertizo. La habían instalado en una habitación de la buhardilla. Ocuparse de dos ancianos y sus tres hijos, quienes, salvo Leah, eran mayores que ella, era un buen empleo para Micah. Por desgracia los tres vástagos estaban terriblemente consentidos.