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En la consulta, Tonneman había lavado con jabón rosa el glúteo izquierdo del enorme trasero de Arnos Fink.

– La cataplasma te lo ablandará, pero tendré que abrirlo.

– No me dolerá, ¿verdad? -gimoteó Amos.

– Por supuesto que sí, bobo.

Tonneman clavó una aguja caliente en el desagradable furúnculo morado. ¡Plof! El furúnculo se vació limpiamente. Tonneman untó la herida con ungüento de raíces de romero y diente de león antes de cubrirla con gasas y esparadrapo.

– Te daré un poco de este ungüento. Quiero que te lo apliques y bebas infusion de raíz de ruibarbo cada día, hasta el sábado, antes de acostarte. La raíz de ruibarbo te limpiará los intestinos y hará que te sientas mejor.

Más tarde, fumando en pipa en la biblioteca, Tonneman anotó el furúnculo de Fink, mientras su pobre cabeza seguía dando vueltas a lo que había bautizado como «el enigma de Emma». ¿Cómo había muerto Emma Greenaway? ¿Quién la había matado? No era un enigma tan difícil; más o menos como el de Zenón sobre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles llega al punto de partida de la tortuga, ésta ya ha avanzado un poco, y así sucesivamente hasta el infinito. Así se sentía Tonneman, como si tratara de alcanzar a la anciana tortuga y quedara estancado en la paradoja de Zenón; cuando más cerca se hallaba, más camino tenía por delante.

Tonneman oyó crujir el suelo de tablas del piso de arriba bajo el ligero peso de Mariana o Micah. Ésta se encontraba fuera, preparando el jabón, recordó. O al menos debería estarlo. Contrariado, se apresuró a salir. El fuego estaba apagado, y el jabón guardado en las cajas. No había nadie a la vista. Entró en la casa por la puerta de la cocina. Mariana echó hortalizas en una olla colgada sobre la lumbre y las removió. El hombre percibió el olor a grasa de pollo.

Entró y, colocándose detrás de su esposa, le puso las manos en los brazos y a continuación en las caderas, recordando aquel día en que eran jóvenes, al principio de la guerra. Había acompañado a Mariana Mendoza a su casa de Maiden Lane y la había rodeado con los brazos, sujetando las riendas con ambas manos. Ahora, como entonces, ella se apoyó contra él y se volvió. Entonces, como ahora, él la besó.

Sus respiraciones se acompasaron mientras aspiraban el tibio y agradable olor de la verdura cocida.

Los pasos de Micah en las escaleras rompieron el hechizo. Se separaron, y Mariana se acercó a la lumbre mientras su esposo se dirigía a la otra pared para inspeccionar las hierbas puestas a secar en el estante.

La joven pasó entre ambos con un bacín y se encaminó hacia el agujero que habían perforado en un tilo del bosque situado detrás del cobertizo. Los miró de reojo. Debían de haber discutido de nuevo… o… No, eran demasiado viejos para eso.

Mariana removía la verdura en silencio. Sobre la mesa de roble descansaba un pollo limpio y salado. Tonneman cogió un cuchillo del estante que había encima de su cabeza y procedió a cortarlo. Nunca lo había considerado una tarea femenina y disfrutaba exhibiendo su pericia de cirujano aun con un pollo. En cuanto hubo terminado, Mariana cogió los pedazos y los echó a la olla junto con más agua hirviendo. Ella y Tonneman trabajaban bien juntos, como lo habían hecho al principio de su matrimonio.

Mariana lloraba en silencio.

– Oh, querida. -Tonneman la estrechó entre sus brazos y advirtió cómo la sacudían los sollozos-. ¿Qué te ocurre?

Ella se desprendió de su abrazo, enojada una vez más.

– ¿Cómo puedes preguntármelo? Tú y Daniel os sentáis para hablar del muerto, el cráneo y el pasado, abandonando a los vivos. ¿Qué hay de tu hijo? Debes hacer algo.

Tenía razón. Sin embargo, cada vez que pensaba en Peter y sus apuros, se sentía confuso.

– Buenos días.

En ese preciso instante su hijo apareció ante ellos recién afeitado y bien vestido.

Mariana lo observó, atónita.

John Tonneman se aclaró la voz.

– Quiero hablar contigo, Peter.

Mariana sirvió a su hijo una taza de té negro.

– Tengo bastante prisa -replicó Peter, bebiendo el té a sorbos y cortando un trozo del pan puesto a enfriar en el alféizar de la ventana.

Se mostraba tan alegre que sus padres se miraron perplejos. Lo siguieron hasta la puerta principal, donde cogió el sombrero y la capa y se los puso.

– ¿Adónde vas con tantas prisas? -preguntó el anciano Tonneman.

– Tengo un nuevo empleo -respondió con una nota de emoción en la voz y el rostro resplandeciente de orgullo.

– ¿Jamie…?

– No ha sido el tío Jamie, sino el viejo Hays.

Tonneman meneó la cabeza sin dar crédito a sus oídos.

– ¿Qué clase de empleo podrías desempeñar para Jacob Hays?

Peter echó a reír.

– Voy a ser alguacil.

SE HAN ENCONTRADO Y DEJADO EN ESTA OFICINA

UNAS LLAVES EXTRAVIADAS.

EL PROPIETARIO PODRÁ RECUPERARLAS PAGANDO ESTE ANUNCIO.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

34

Martes, 4 de febrero. A primera hora de la tarde

El gran Ned Winship vivía entre los morales de Mulberry Street. Primero, porque allí se hallaba su taberna; segundo, porque le gustaba aquella calle arbolada, y tercero, porque se encontraba cerca de Bunker Hill. Citado a menudo como uno de los peores vecindarios de la ciudad, Bunker Hill era un lugar muy popular entre las vendedoras de mazorcas de maíz calientes; lo cierto era que vendían más que mazorcas. Y el carnicero Ned Winship era su socio.

El gran Ned nunca descansaba, y tampoco Bunker Hill. Si un hombre tenía sed en Nueva York, no importaba la hora del día o la noche, sabía dónde calmarla: en la taberna de Ned el Carnicero, en Mulberry, local donde además podían romperte la cabeza o rajarte el cuello.

Los habitantes de esa parte de la ciudad eran muy variopintos: prostitutas, mendigos y ladrones de todas clases. Había mugrientos cuchitriles de putas, tabernas con el suelo cubierto de serrín y peligrosos fumaderos de opio. Ned no quería participar en negocios relacionados con el opio. Lo había probado en una ocasión, y lo había trastornado de tal modo que mató a su mejor amigo. Después de aquello no volvió a tener nada con él. Le bastaba con la plaza de toros, el prostíbulo y la taberna, que aun en aquellos malos tiempos le proporcionaban ganancias. A pesar de vivir hacinados en casas de vecindad y sin apenas tener qué comer, los trabajadores deseaban apostar, beber y echar un polvo.

Ned era además un hombre muy influyente. Para encontrar un empleo, nada mejor que hablar con él. Más de la mitad de los obreros que construían el nuevo ayuntamiento, drenaban el embalse y cavaban en el canal debían sus empleos al gran Ned.

A decir verdad, era un hombre con una gran variedad de intereses. Si alguien te pisaba en Nueva York y querías castigarlo por sus malos modales, podías pagar para ello; Ned el Carnicero era el hombre a quien acudir. Un puñetazo en la cara costaba cincuenta centavos; con dos cincuenta, le rompían la nariz y la mandíbula. Por cinco dólares le fracturaban un brazo o una pierna. Una puñalada en cualquier parte del cuerpo o un tiro en la pierna resultaba más caro, unos seis dólares y veinticinco centavos. Por supuesto, cuanto más violentos y dolorosos eran los ataques, más elevados eran los precios. La tarifa del asesinato ascendía en aquellos momentos a veinticinco dólares.