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Entre los tres arrastraron la caseta de vigilancia hasta la esquina de Murray y Church. Había algo en el suelo.

– ¿Qué es eso? -preguntó McIntosh.

– Parece un montón de trapos -respondió Peter Tonneman, tosiendo.

Dio una patada, con tan mala suerte que resbaló sobre los mojados adoquines de la calle y volvió a caer de bruces.

– Debe de haber caído de un carro -aventuró Duffy-. Apártalo de una patada para hacer sitio a la caseta.

El joven Tonneman le propinó un puntapié, resbaló y volvió a caer de bruces. Arrodillándose trabajosamente, miró boquiabierto el montón.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Duffy.

Peter Tonneman se sereno de inmediato y meneó la cabeza. Observó de nuevo el montón de trapos y lo tocó. Al apartar la mano, la tenía húmeda y pegajosa.

– ¿Qué pasa? -gimió McIntosh-. Quiero entrar. Tengo frío.

Peter Tonneman sintió que se le revolvía el estómago.

– Hay un cadáver.

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New-York Herald

Febrero de 1808

36

Viernes, 5 de febrero. Muy de mañana

– Quintin ya había sido asaltado por lo menos en dos ocasiones, Jake -señaló John Tonneman compungido. Cerró la puerta del salón, como si así pudiera dejar fuera la tragedia-. Me temo que sabía que acabaría por ocurrir.

Miró de reojo a su hijo, que se hallaba de pie al lado de Hays y otro joven.

– ¿Te explicó por qué? -preguntó Hays, frotándose la nariz y entornando los ojos.

Tonneman estaba ocupado con su encendedor instantáneo. El ritual le permitía poner en orden sus pensamientos. Extrajo de una caja de la repisa una pequeña varilla, la introdujo en otra y la mostró como si fuera un prestidigitador de circo. El fósforo se encendió al instante. Duffy quedó debidamente impresionado. Tonneman inclinó la cabeza hacia él y utilizó la llama para encender una lámpara y su cigarro.

Menuda estupidez -pensó el alguacil mayor-. Podría haberlo encendido en el hermoso fuego de la chimenea. Cualquier día prenderá fuego a toda la maldita ciudad con ese artilugio.

– No has respondido a la pregunta.

– ¿Cómo dices? -inquirió Tonneman, que aún no había tomado su té matinal y estaba algo atontado.

– ¿Te dijo por qué?

La puerta del salón se abrió, y apareció Mariana, ya vestida, con un tazón de té en la mano.

– ¿John? ¿Peter? ¿Qué ha sucedido? -preguntó mirando a Jake.

Tonneman cogió el tazón de sus trémulas manos.

– Han matado a golpes a Quintin, Mariana. El cadáver está en mi consulta.

– ¿Quintin? ¿Quintin Brock? ¿Nuestro Quintin? -Se le demudó el rostro. Su marido la rodeó con el brazo para atraerla hacia sí, y ella lloró contra su pecho.

– Durante la guerra -explicó el doctor a Jake-, cuando éramos jóvenes, Quintin trabajó aquí como mayordomo.

Mariana se desprendió del abrazo de su marido.

– Era un hombre bueno. ¿Quién lo ha asesinado? ¿Por qué? -Clavó la mirada en su hijo-. Estás pálido, Peter. Has vuelto a trasnochar, ¿verdad?

– Duffy y yo encontramos a Quintin, madre.

– En paz descanse -murmuró Mariana-. Creo que les apetecerá una taza de té, caballeros.

– Sí, madre.

– ¿Señor Hays?

– Me sentará muy bien, señora Tonneman. Quiero que usted y su marido sepan que Peter se ha convertido en un extraordinario alguacil eventual…

Mariana y John resplandecieron. Enjugándose las lágrimas, la mujer salió de la habitación.

Jacob Hays sabía ser diplomático cuando quería.

– Y no quisiera pasar por alto el trabajo de un extraordinario guardia nocturno, William Duffy, a quien también he ascendido a alguacil eventual.

Eufórico, Duffy ejecutó unos pasos de baile.

John Tonneman arqueó las cejas.

– ¿Puedes hacerlo, Jake? Me refiero a que los alguaciles deben ser elegidos, y con Peter ya has rebasado el cupo.

Jake curvó sus finos labios en su versión de sonrisa.

– Soy Jacob Hays y puedo hacer lo que se me antoje en lo que a mis hombres se refiere. Si puedo nombrar a Peter alguacil eventual, ¿por qué no voy a poder hacer lo mismo con el joven Bill Duffy? Maldita sea, John, realizan su labor mejor que cualquiera de los alguaciles de que dispongo. Serán mis ayudantes personales y no estarán confinados a un distrito, sino que podrán recorrer la ciudad a su aire, como hago yo. Tal vez en pareja. -Consideró la idea que acababa de presentar, y le gustó.

Mariana regresó.

– El desayuno está listo en la cocina. ¿Por qué matarían a Quintin?

Jake se estiró la nariz.

– Eso tratamos de averiguar, señora Tonneman.

– No sigas -replicó Tonneman-. Quintin vivía a orillas del embalse. Me comentó que Ned Winship, el carnicero, codiciaba su tierra.

– Y sé por qué -añadió Jake-. El consejo está a punto de sancionar la revalorización de las propiedades del Collect, es decir, de los terrenos que el ayuntamiento necesita para la construcción de Canal Street.

Tonneman asintió.

– Hace apenas tres días, Quintin señaló el cadáver de Brown tendido en la camilla de mi consulta y dijo: «Mañana podría estar tan muerto como él.» Insinuó que sus asaltantes estaban implicados en la muerte de Thaddeus Brown.

– Habría sido un detalle que me informaras de ello, John.

Cohibido, el doctor clavó la vista en su cigarro.

– ¿A quiénes se refería?

– Se lo pregunté, pero no contestó. Aseguró que era del dominio público.

– Del mío no.

– Supongo que se refería a Ned el Carnicero.

– Yo también. Y Ned será mi próxima visita.

Micah asomó la cabeza por la puerta.

– El desayuno, señora.

– Estoy segura de que ese hombre podrá esperar -repuso Mariana como una niña.

Jake asintió. Era un hombre práctico. Lo habían llamado sin ceremonias en mitad de la noche y le apetecía desayunar.

– Quintin me comentó que poseía cierta propiedad por la zona del canal -explicó John Tonneman mientras seguían a Mariana a la cocina.

– Entiendo -respondió Jake. Estaba haciendo progresos-. Ahora comamos.

Se sentaron a la gran mesa de roble y se abalanzaron con apetito sobre el pastel de pollo, el pan, el té y el café.

– ¿Le registrasteis los bolsillos? -preguntó Jake.

Peter trataba de evitar a su madre, que le sonreía y no cesaba de acariciarle el cabello. Duffy sólo tenía ojos para Micah, quien parecía servir toda la comida en su plato.

– ¡Oh, cielos! -exclamó la joven criada, batiendo palmas por algo que le había dicho Duffy.

Una mirada de Mariana bastó para aplacarla.

– ¡Chicos! -bramó Jake de buen humor-. ¿Le registrasteis los bolsillos?

Peter y Duffy se volvieron hacia él y asintieron. Éste se metió una mano en la chaqueta y la tendió para mostrar un elegante peine de carey.

– Sólo encontramos esto.

– Quintin trabajaba de peluquero para el señor Toussaint -apuntó Mariana.

Jake examinó el peine y lo guardó en el bolsillo del chaleco.