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Goldsmith también estaba absorto evocando el día que reapareció la espada. La había encontrado en el almacén de brea de Quintin, junto a la cabeza de Gretel. A diferencia de los demás asesinatos de Hickey, en aquella ocasión habían dejado la cabeza a la intemperie, como un desafío, en lugar de esconderla como las demás. Se estremeció, apuró el jerez del tazón y volvió a llenarlo.

– Pido humildemente perdón al alma de la pobre Emma Greenaway, pero llevo tanto tiempo tratando de descubrir al asesino de Gretel que parece una eternidad. Tal vez su muerte guardaba alguna relación con la de Emma. -Carraspeó, cogió un fajo de papeles del escritorio y, desatando la cuerda que los sujetaba, procedió a enumerar los nombres de su lista-. Primer sospechoso, Maurice Jamison.

– ¿Por qué demonios Jamie?

– ¿Por qué no? ¿Por qué no tú y yo?

– ¿Por qué no George Washington?

– No nos dejemos llevar por la imaginación -replicó Goldsmith un poco enojado-. El doctor Jamison se casó con la madre de Emma, con lo que obtuvo una considerable fortuna. -Se enfadó al observar que Tonneman no valoraba el esfuerzo que había realizado para recopilar esa información- Segundo, David Matthews.

Lo encerraron en Connecticut e iban a ahorcarlo por traidor, pero logró escapar disfrazado de mujer. Como recordarás, regresó cuando los monárquicos se hicieron cargo de Nueva York y lo nombraron delegado de chimeneas. -Consultó su lista-. Matthews murió el 26 de julio de 1800, en Sydney, Cabo Bretón, Nueva Escocia, donde había vivido desde el 85 y ejercido como abogado.

Tonneman puso los ojos en blanco.

– Me apuesto el cuello a que Matthews nunca tuvo ningún contacto con Emma o Gretel.

Goldsmith pasó por alto sus palabras.

– Tercero, James Rivington. El pobre diablo terminó sus días alquilando instrumentos musicales. Murió un domingo, el 4 de julio de 1802, pocos días antes de cumplir setenta y ocho años. Una ironía.

– Rivington tampoco conoció nunca a ninguna de las dos mujeres. ¿Cuál podría ser el móvil?

– Cuarto, Sam Fraunces. La espada dentada era suya. Falleció en Filadelfia el 12 de octubre de 1795.

– Basta, Daniel.

– Quinto, David Bushnell. -Goldsmith buscó en el fajo de papeles y sacó una carta escrita con letra pequeña e indescifrable-. Cambió su nombre por Bush a secas y se hizo médico. Vive en Georgia. Tengo entendido que escribe cartas a todo el mundo para quejarse de que Robert Fulton está tratando de atribuirse la invención del submarino. -Le tendió la carta.

Tonneman no la cogió y contuvo un bostezo.

– Bueno, supongo que lo que haces tiene algún sentido. Nombrar a esa gente forma parte de nuestro cometido. Eliminando a quienes no son pertinentes, tal vez los que queden nos ayuden a resolver este enigma ocurrido hace treinta y dos años. -Arqueó las cejas y añadió con cierta ironía-: Has olvidado a mi primo, Oso Bikker.

– Será el número seis -murmuró Goldsmith, anotan do el nombre- ¿Oso es su verdadero nombre?

– No; William.

– ¿Qué fue de él?

Tonneman meneó la cabeza con tristeza.

– Después de sobrevivir a la guerra sin un rasguño, murió en Yorktown dos días antes de que Cornwallis se rindiera ante Washington. En su última carta, Oso explicaba que en un asalto había estado a apenas tres metros de Washington. Probablemente la escribió el mismo día que falleció. Justo antes de ese asalto, Washington dijo: «Esto es una bonita cacería de zorros, muchachos.»

Goldsmith asintió.

– Un hermoso pensamiento, si crees en la guerra. -Volvió a su lista-. Séptimo, el alcalde Whitehead Hicks. Fue…

– ¡Sube una visita! -exclamó Molly desde el piso inferior.

– ¿Quién es? No estoy…

Tonneman le puso la mano en el brazo.

– Me he tomado la libertad de enviar una nota a ese hombre para pedirle que se reúna aquí con nosotros. No deseaba recibirlo en mi casa. A decir verdad, no quería que Mariana se entrometiera.

Goldsmith asintió. Todas las mujeres eran iguales. Se oyeron unos pasos pesados por las escaleras, seguidos de una llamada a la puerta.

– Adelante.

Un hombre robusto y de baja estatura apareció en el umbral. Vestía un elegante sombrero de castor marrón y un gabán del mismo color sobre una americana de terciopelo verde oscuro. El alto cuello de su camisa de seda blanca quedaba a la vista, al igual que el chaleco blanco ribeteado de verde. Llevaba en la mano una cartera de cuero amarilla. Parecía un elegante caballero, salvo por el color de su piel; era negro.

– ¿Pierre Toussaint? -preguntó Tonneman.

El negro asintió.

– John Tonneman. Fui yo quien le pidió que viniera. Le presento a mi amigo Daniel Goldsmith. No he tenido ocasión de decírselo.

– ¿Decirme qué?

– Daniel, esta mañana, a primera hora, varios hombres asaltaron a Quintin y lo asesinaron.

– ¡Dios nos proteja! -exclamó Daniel con lágrimas en los ojos.

– Que así sea -respondió el señor Toussaint, santiguándose.

Tonneman quedó sorprendido. No había esperado que Daniel reaccionara así. Había sido un necio al olvidar la camaradería que se había establecido entre Daniel y Quintin cuando ambos resultaron heridos al estallar la bomba que Hickey había colocado en los hoyos de brea a comienzos de la guerra.

– Quintin trabajaba para el señor Toussaint. Pensé que podría arrojar alguna luz sobre por qué querría alguien asesinar a Quintin.

Daniel apuró el jerez y tendió la mano hacia la botella.

– ¿Señor Toussaint?

– No, gracias -respondió el recién llegado con acento isleño.

Daniel se enjugó las lágrimas con la punta de los dedos, luego apartó unos fajos de papeles del escritorio y dejó a la vista un par de sillas, que ofreció con un gesto. Se sentaron. Sin quitarse ni el sombrero ni el abrigo, Toussaint se puso la cartera amarilla en el regazo.

Los tres hombres hablaron largo rato, pero Toussaint no quiso o no pudo ayudarlos.

– Así pues, ¿no tiene nada que añadir, señor Toussaint? -preguntó finalmente Daniel, poniendo fin a la infructuosa conversación.

– Nada, señor Goldsmith -respondió el peluquero con su melodica voz- Quintin poseía un terreno, y cierta gente andaba detrás de él para que se lo vendiera. Si lo hizo fue sin mi conocimiento, pero tampoco habría necesitado mi autorización. Era su casa, su tierra. Yo me gano la vida peinando mujeres, y Quintin era mi ayudante, además de mi amigo. Sus dos hijos son hombres libres que se han abierto camino. A Louise, su viuda, nunca le faltará nada mientras yo viva. -Sacó un reloj de plata del bolsillo del chaleco- Si me disculpan, señores. Una clienta me espera.

– Por supuesto -respondió Goldsmith distraído-. Gracias por su tiempo.

El negro se detuvo en el umbral.

– Sólo una cosa, señor Goldsmith, señor Tonneman. Si bien visto con elegancia, y confío en tener los modales de un caballero, aunque de color, dudo de que mi declaración tuviera mucho peso legalmente.

– ¿Por qué? -preguntó Tonneman.

– Por si lo ignora, caballero, le diré que soy propiedad del señor John Berard. Sigo siendo un esclavo. -Pierre Toussaint esbozó una sonrisa sombría y, llevándose la mano al bonito sombrero de castor marrón, salió.

Goldsmith dio una calada al cigarro y se encogió de hombros. Otro callejón sin salida. Se frotó las manos.

– ¿Alguna otra idea?

– Me temo que no -respondió Tonneman levantándose.

Seis sospechosos de las muertes de Emma y Gretel, la mayoría muertos. Y todos ellos absurdos. Goldsmith estaba embotado, o tal vez senil.

– Bueno, quizá no consigamos desentrañar el presente, pero tal vez logremos esclarecer el pasado. -Daniel retiró otro montón de papeles de una estantería, levantando más polvo-. Séptimo -añadió, levantando la vista.