El año anterior, después de haber sido absuelto de la acusación de traición por haber conspirado para separar el territorio de Luisiana de Estados Unidos y convertirse en su presidente, Burr se había marchado a Francia.
Para Jamie, que se había establecido en Estados Unidos siendo un leal y vociferantetory, constituía un enorme placer ser el propietario de la casa de Burr. Prácticamente se la había robado a ese necio que había tenido tantas prisas por vivir en Paree.
Jamie rió satisfecho de sí mismo; un hombre de sesenta y nueve años que copulaba como un toro. Y vivía en Estados Unidos, en aquella casa, mientras que al antiguo e intrigante propietario le eran negados los placeres del gran país. Rió con tantas ganas que tuvo que beber el chocolate de un largo trago para calmarse. Esta vez el gato no abrió siquiera los ojos.
Gretel. Jamie sonrió. No había pensado en esa vieja entrometida en treinta años. ¿Por qué la recordaba ahora? Se encogió de hombros y siguió afeitándose. Últimamente los recuerdos del pasado empezaban a salir a la superficie con mayor claridad.
Un recuerdo más reciente era su negocio con Burr. La Collect Company era una filial de la Manhattan Company de Burr, y ésta había sido el sueño de toda la vida de Jamie.
En 1789 Aarón Burr, con el firme apoyo de Alexander Hamilton, el hombre a quien más tarde mataría en un duelo, había convencido a la asamblea legislativa de que participara en la fundación de la Manhattan Company, una central depuradora municipal privada. Bajo toda la palabrería legal de ese proyecto de ley había una cláusula especial. La cláusula bancaria.
Y que más adelante se promulgue que es y puede ser legal que dicha compañía emplee el capital sobrante que le pertenece o ha acumulado en la compra de títulos públicos o de otra clase, y en cualquier otra transacción monetaria u operación que no se oponga a la constitución y las leyes estatales de Estados Unidos, en provecho único de la compañía.
Debido a esta cláusula, la Manhattan Company tenía autorización para invertir sus ganancias en la fundación de un banco, una compañía de seguros o comercial y una inmobiliaria.
Ése había sido el objeto de Burr desde el principio; un banco controlado por él y sus secuaces, los antifederalistas. El 2 de abril de 1799 el gobernador John Jay firmó el proyecto de ley Manhattan, y Aarón Burr tuvo su kineo, que constituía la base financiera del nuevo imperio.
Burr no había logrado hacer realidad sus sueños de poder a través del banco, pero Jamie estaba seguro de que no cometería los mismos errores. Primero terminaría la construcción del canal que drenaba el embalse Collect y con las ganancias abriría su propio banco. Mientras tanto continuaría comprando tierras. Algún día sería dueño de un buen pedazo de Nueva York y el resto de Estados Unidos estaría esperándolo.
Se acarició el rostro en busca de zonas ásperas y volvió a afeitárselas. Le complacía su rostro. Y se vanagloriaba de que, salvo un ligero aumento en la zona del vientre, estaba físicamente igual que tres décadas atrás, cuando había llegado por primera vez a Nueva York.
Una vez afeitado, se roció generosamente el rostro, el cuerpo y el pañuelo con el agua de colonia que había encargado en Newport, y delante del hogar se puso la muda limpia, la camisa blanca y los pantalones azul marino que Stevens le había preparado. Sólo entonces hizo sonar el timbre de plata.
Stevens apareció casi de inmediato con otro brandy y otra taza de humeante chocolate.
– Buenos días, señor.
Abrió en silencio las persianas venecianas para dejar entrar el sol invernal. Retiró rápidamente los utensilios del afeitado, así como la taza y el vaso sucios, porque sabía que su señor era un hombre meticuloso que castigaba el desorden con el dorso de la mano.
Tras apurar el segundo brandy de la mañana, Jamie bebió el chocolate recién servido. Stevens regresó, esta vez sin ser llamado. Se trataba de un joven delgado que poseía el porte y los modales de alguien entrenado para atender a un heredero de la familia real. Arregló rápidamente el cabello de Jamie, luego le ayudó a ponerse sus botas de cuero de serpiente gris, el chaleco amarillo bordado y la americana escarlata sin cruzar de cuello alzado. La última prenda fue el aromático pañuelo amarillo en la manga izquierda.
Satisfecho, Jamie se miró en el espejo del alto tocador francés. Sí, todavía podía pasar por un hombre mucho más joven.
Joan, la fulana, había hecho un buen papel. Volvería a solicitar sus servicios. A pesar de sus sesenta y nueve años, su apetito sexual seguía siendo considerable. Pero ya estaba bien de regodearse en los placeres de la carne. Un asunto urgente reclamaba su atención, y había llegado el momento de atenderlo.
NÚMEROS DE LOTERÍA.
SE VENDEN ALGUNOS A SEIS DÓLARES Y MEDIO EN EL NÚM. 10 DE WALL STREET.
PREGUNTAD POR PETER BURTSELL.
New-York Herald
Enero de 1808
5
Lunes, 25 de enero. Al mediodía
Entre los marineros, ostreros, jornaleros y oficinistas mal pagados, los carniceros formaban la elite. Eran los que apostaban en las carreras, bebían y disfrutaban armando jarana.
Sin embargo, la gran afición de los carniceros eran las corridas de toros y perros.
La elevación de terreno entre Mott y Broadway, en Grand, se llamaba Bunker Hill debido al fuerte construido durante la guerra de la Independencia para defender al general Howe y sus tropas británicas.
Después de la contienda, la colina se convirtió en el escenario favorito para duelos y reuniones multitudinarias. A comienzos del nuevo siglo el gran Ned Winship, el carnicero del Fly Market, compró el terreno, derribó lo que quedaba del fuerte y lo cercó. Mandó erigir allí un estadio con capacidad para dos mil espectadores. La gente acudía incluso en el crudo invierno; no tantos como cuando hacía calor, pero si se les ofrecía un buen espectáculo y se les prometía sangre, acudían.
Esa era la plaza de toros del carnicero Ned, su orgullo y su deleite. Y le traía sin cuidado que la iglesia Presbiteriana escocesa se hallara a tres manzanas. Que se ocuparan de sus asuntos, que él se ocuparía de los suyos.
En el centro del ruedo, para entretenimiento de sus colegas carniceros y una multitud de amigos, una docena o más de hambrientos terriers cruzados de cincuenta a sesenta centímetros de altura, con el hocico delgado y las orejas caídas, eran colocados sobre un toro pura sangre encadenado a una anilla giratoria que apenas le permitía moverse e impedía que escapara.
El carnicero Ned lo encontraba terriblemente divertido. Pero la vida no era todo diversión, sino también un negocio. Así pues, Ned controlaba con precisión las apuestas, y seis de sus aprendices, jóvenes rudos y eficientes, se paseaban recogiendo las apuestas sobre cuáles y cuántos perros sufrirían una fuerte cornada antes de que el toro muriera, o cuánto tiempo tardaría la jauría en derribar y matar al toro.
Hacia allí encaminó sus pasos Maurice Jamison cierta mañana que se levantó con espíritu de apostar. En cuanto apareció, Ned el Carnicero apartó al gentío que solía congregarse en la plaza de toros para que el caballero realizara sus apuestas sin recibir codazos.
Con sus casi dos metros, Ned era apenas un poco más alto que Jamie. Competían en inteligencia y astucia, y Ned lo sabía. Jamie aceptó un trago de.la botella de ron que el carnicero le ofreció, luego lo siguió a la tercera grada, donde lo esperaban un banco y un almohadón. El toro ya había sido atado a la arena, y acababan de soltar a los enloquecidos terriers. Jamie asintió en señal de aprobación cuando los cinco perros atacaron a la vez. Se abrazó ante una repentina ráfaga de viento y se acomodó para observar el sangriento espectáculo.