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Al llegar a los límites de la ciudad se detuvieron para contemplar la estructura de lo que algún día sería el nuevo ayuntamiento. Peter compró bollos calientes, dos por un centavo, y los comieron en silencio, sonrientes. Las vacas mugían, vagando por los campos abiertos y embarrados en busca de hierba. Los cerdos, más agresivos que las vacas, encontraban más interesante la basura de las calles. Un macho cabrío negro siguió un rato. Los cerdos y se alejó cuando dos harapientos vecinos comenzaron a acecharlo.

Dos carros de reparto provocaron un gran estruendo al avanzar a toda velocidad sobre los adoquines, compitiendo entre sí. Recibirían una buena reprimenda si sus jefes se enteraban de que salían en domingo. Una muchacha andrajosa vendía peras hervidas que guardaba en una destartalada cesta.

Las imágenes, los ruidos y los olores de esa ciudad le resultaban tan exóticos que Charity se sintió como transportada al extranjero. La excitación le infundió fuerzas, de modo que no estaba en absoluto cansada cuando regresaron al vehículo.

Más adelante, en la esquina de Wall y Broad Street, un grupo de gente se había apiñado frente a lo que muchos denominaban ya el «viejo ayuntamiento». Sobre un estrado improvisado, una banda emitía pitidos y trompetazos irregulares, animada por los congregados.

– Debería llevarte a casa -dijo Peter.

– No, por favor. Me encanta todo esto. Quiero ver, oír.

El joven sonrió ante su entusiasmo infantil, y se unieron al alegre grupo dominical.

El director de la banda musical tenía las manazas embutidas en guantes blancos y unos pies gigantescos. Se llamaba Kasper y era conocido por su trabajo en el circo. La banda tocaba canciones alegres y simples, al tiempo que sus miembros producían ruidos extraños y hacían muecas. Las tonterías eran bien recibidas y provocaban la hilaridad de los espectadores.

Luego entonaron con voz ronca una canción de los viejos tiempos coloniales. La melodía se acompañaba de más silbidos y redobles de tambor, mientras los músicos se golpeaban mutuamente con vejigas de cerdo. La letra aludía a tres granujas -un molinero, un tejedor y un sastre-, que se metían en líos por no saber cantar. El público prorrumpió en carcajadas.

A medida que avanzaba la canción, el molinero se ahogaba, y el tejedor era ahorcado. El terrible final de cada uno se remarcaba con pitidos, trompetazos y azotes con las vejigas de cerdo.

Cuando se descubrió la muerte del tejedor, Kasper señaló las horcas de la plaza, frente a los postes de flagelación y las picotas, y con mímica representó que tenía una cuerda alrededor del cuello y otra encima de la cabeza. Se agachó poco a poco hasta que pareció que se ahogaba, y todo el mundo rió. A esas alturas la banda había dejado de tocar, y todos señalaban a Kasper, desternillándose de risa.

Charity palideció y se aferró al brazo de Peter, quien le acarició la mano asintiendo hacia el estrado, donde en el último momento la cuerda imaginaria del director se rompió y el hombre cayó al suelo despatarrado. Hubo más risas entre los espectadores. Los niños gritaban y saltaban entusiasmados.

El director se levantó de un salto e hizo una reverencia, mientras el público lo aclamaba. Entonces el payaso se cruzó los labios con un dedo para pedir silencio, señaló a la banda y, al bajar bruscamente el brazo, los músicos empezaron a tocar y cantar.

En la última estrofa, el sastre caía en las garras del diablo. Todos aplaudieron.

El director giró delicadamente sobre sus alargados pies hacia la entusiasmada multitud congregada frente al ayuntamiento y al hacer una profunda reverencia recibió una nueva ovación.

Aún no había acabado la diversión. Kasper alzó una mano y comenzó a estirarse el rostro, que se alargaba en una y otra dirección como si fuera una masa. Cada vez que cambiaba de mueca, se acercaba a una esquina del pequeño escenario para exhibirla ante los recién llegados, andando de forma extraña, como un pato o un caballo. Los reunidos reían entusiasmados sin dejar de aplaudir. El director escogió ese momento para desplomarse de espaldas, y la multitud prorrumpió en carcajadas.

Entonces la banda empezó a tocar, y los platillos amortiguaron el estruendo de un carro de dos ruedas que pasó a toda velocidad.

Peter volvió la cabeza de forma instintiva. Los dos carros de reparto descendían fuera de control por Broad Street, directos hacia la desprevenida multitud. Por un instante quedó petrificado; luego exclamó:

– ¡Cuidado con los carros!

Cogiendo a Charity en brazos, la apartó del peligro.

La muchedumbre, que ahora gritaba de terror, se dispersó, mientras los carros sin conductor se estrellaban contra el estrado.

Peter dejó a Charity en el tílburi y corrió hacia el estrado. Los caballos, uno gris y el otro bayo, parecían más desconcertados que heridos y deambulaban arrastrando las riendas.

– ¡Maisie!

Un repartidor vestido de blanco corrió hacia los caballos y, al ver que su animal había resultado ileso, sonrió y lo abrazó.

El director, que giraba como una peonza desde el comienzo del desafortunado incidente, se desplomó. Levantándose trabajosamente, pataleó sobre el estrado para demostrar su resistencia y asintió; luego se golpeó la cabeza y negó. Algunas personas que todavía se sacudían el polvo, rieron débilmente.

Kasper meneó la cabeza ante las vicisitudes de la vida y una vez más se encaró a su pequeño grupo de músicos, que para entonces se mostraban tan tranquilos, como si el choque de los carros fuera un incidente cotidiano. Cuando el director movió sus grandes manos enguantadas en blanco, la banda comenzó a tocar de nuevo.

El repartidor se alejó con su rucio, pero no demasiado. El alguacil Harry Lannuier, compañero de Gurdon Packer, había oído el tumulto y se acercó corriendo.

– ¿Qué ha pasado?

Peter se lo explicó sin apartar la vista de Charity, que había perdido el color. Finalmente los dos hombres se saludaron, y Peter se reunió con Charity mientras el alguacil Lannuier se rascaba la cabeza e indicaba al repartidor que se alejara.

– Gracias por un espléndido día, Peter -dijo Charity, ya ante la puerta de la casa de Jacob Hays.

La joven le estrechó la mano y, poniéndose de puntillas, lo obsequió con un delicado beso para desaparecer antes de que él tuviera tiempo de reaccionar.

Jake lo encontró sentado en el carruaje frente a la casa, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Alguna novedad, Tonneman?

– Sí, señor. Digo, no señor.

– Entonces te sugiero que vuelvas a casa.

– Sí, señor.

El joven Peter Tonneman casi flotaba mientras avanzaba sobre la nieve derretida hacia John Street y su casa de Rutgers Hill. Cumpliría veinte años en septiembre, había encontrado su vocación y se casaría con Charity Boenning. Sin embargo, en aquellos momentos ardía en deseos de comer una de las galletas azucaradas de su madre y beber un vaso de suero de manteca.

Los pensamientos de Jacob Hays eran de carácter más serio. Esperaba sinceramente que su instinto no se equivocara y que Peter Tonneman no fuera el asesino de Thaddeus Brown.

FALLECIÓ

AYER NOCHE EL CAP. ISAAC BERRYMAN,

A LA EDAD DE TREINTA Y CINCO AÑOS.

SE COMUNICA A SUS AMIGOS Y CONOCIDOS

QUE EL FUNERAL TENDRÁ LUGAR EL DOMINGO EN SU CASA,

EN EL NÚM. 303 DE WATER STREET, A LAS CUATRO DE LA TARDE.

SUS HERMANOS MASÓNICOS ESTÁN INVITADOS AL FUNERAL DE SU HERMANO DIFUNTO, QUE SE CELEBRARÁ

MAÑANA A LAS TRES DE LA TARDE EN SAINT JOHN HALL.

New-York Evening Post