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George desmontó, ató el caballo pío a la cerca y arrojó un centavo al niño. Éste tendió la mano, sin lograr alcanzar la moneda, que aterrizó sobre un montón de humeantes excrementos de caballo. Hizo una mueca de cólera y decepción. George lo fulminó con la mirada, desafiándolo a protestar, lo que por supuesto no hizo. El chico se limitó a arrodillarse para buscar la moneda. Con el Evening Post bajo el brazo, George entró en el Tontine. El humo era espeso, como una niebla invernal, y los piratas tosían, escupían y fumaban. Fumaban, tosían y escupían. Y fumaban. El olor del café, junto con el del tabaco y el alcohol, le abrieron el apetito. Le rugían las tripas, y le apetecía beber una cerveza negra.

George se sentó a una mesa y pidió su cerveza negra. Abrió el Post y echó un vistazo a los anuncios. Sabía qué buscaba, pues había comprado el periódico por esa razón. A menudo la prensa le inspiraba ideas brillantes.

No le interesaban demasiado ni la letra impresa ni la política. Las noticias locales rezumaban política, y la ciudad de Nueva York hervía como una olla borboteante. En lo que a George Willard respectaba, podían colgar tanto a federalistas como a demócratas.

Su máximo problema estribaba en conseguir doscientos dólares. Y cuanto antes. La Providencia siempre le había favorecido, y sabía que saldría de aquel aprieto.

Llegó la jarra de cerveza oscura. A través de la neblina, George reconoció la figura de Ethan Cameron, un cajero del Manhattan Bank. ¿Quién podía pasar por alto su cabello rojo? George y Peter Tonneman lo habían conocido cuando estudiaban en la Universidad de Columbia y pasaban más tiempo en la taberna que en clase.

Peter Tonneman. Últimamente Peter se había reformado. George rió y golpeó la mesa. ¡Oh, no era tonto! Primero golpeaba a un cuáquero y después se convertía a su religión. Era muy astuto. Había golpeado a Brown y robado el dinero, para a continuación convertirse y aceptar el empleo de alguacil. Y perseguía a la prima viuda de Jake Hays. Estaba claro que la cortejaba. Era una joven muy bonita y probablemente tenía una buena posición; tal vez no dinero, pero a Peter le bastaba. Muy astuto.

– Otra cerveza negra -vociferó.

El cuarto de águila desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y adonde iría? Borracho en el Tontine y sin fondos. Demonio, había pasado antes por esto. Tan sólo necesitaba que le favoreciera la Providencia.

Quizá acababa de hacerlo. Se acercó a la mesa de Cameron con la intención de que éste le pagara unas rondas. El pobre diablo estaba demasiado ebrio.

– Me alegro de verte, amigo. -George le dio unas palmadas en la espalda y casi lo derribó de la silla. Un grueso morral de cuero cayó del regazo de Cameron, que se movió con dificultad para recogerlo.

George se le adelantó. ¿Había cambiado su suerte? Eso estaba por ver, pero George se mostraba optimista respecto a su porvenir y la generosidad de la Providencia. George depositó el morral sobre la mesa, entre ambos.

Cameron miró a George con expresión atontada.

– Te conozco. -Tenía la boca llena de gachas-. Peter… Tonneman.

– Exacto -respondió George Willard.

Cuando le sirvieron la cerveza negra, pidió otra ronda. Con toda naturalidad introdujo la mano en la bolsa de Cameron y pagó con un billete de cincuenta dólares del Manhattan Bank que sacó de un gran fajo. Pidió de inmediato otra ronda, y luego otra. Ya no le dolía el dedo.

Y cuando Cameron perdió el conocimiento, George se hizo con toda la bolsa.

– Peter Tonneman te da las gracias -dijo y, tras lanzar una risotada, salió del Tontine.

El porche del local le brindaba una clara perspectiva del tráfico confuso a lo largo de Wall y Water Streets. Un viejo trapero con cerca de veinte sombreros en la cabeza avanzaba con paso vacilante y esquivó por poco los barriles que descargaban delante del Tontine. ¡Tanto hablar del embargo de Jeff! George se dispuso a montar su caballo pío.

– ¡Al ladrón! ¡Tonneman! ¡Alguacil! ¡Necesito un alguacil! Nunca están cuando los necesitas. ¡Al ladrón!

George quedó completamente inmóvil al oír las palabras, con un pie en el estribo y el otro en el suelo. Ese necio de Cameron se había recuperado demasiado pronto. George subió a su montura y se encasquetó el sombrero. De pronto Cameron se abalanzó sobre él, aferrándole la pierna y el estribo.

– ¡Dámelo, Tonneman! ¡Alguacil! ¡Socorro!

A esas alturas una curiosa y poco solícita multitud se había congregado para observar la escena.

– ¡Aquí vienen! -exclamó alguien.

La muchedumbre se dispersó, y dos alguaciles se abrieron paso a empujones.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me llamo Ethan Cameron, y ese hombre me ha robado la bolsa. El dinero del banco. Perderé mi empleo.

El segundo alguacil reconoció el distinguido caballo blanco y negro antes que al jinete.

– ¿George?

Éste se levantó el sombrero y esbozó una sonrisa encantadora. Meneó la cabeza con tristeza.

– Borracho inocentón. Menudo jaleo. Me pidió ayuda porque estaba demasiado embriagado para ocuparse del dinero él mismo. -Diciendo esto, arrojó la bolsa al suelo, como si lo denigrara-. Ahí tienes; cógelo. Me está bien empleado por hacer de buen samaritano con este borracho.

– Es un embustero -exclamó Cameron, aferrando la bolsa embarrada y apretándola contra el pecho como si se tratara de un bebé rescatado. Golpeó el suelo con el pie, salpicando a sí mismo y los demás de barro-. Embustero. Se llama Peter Tonneman y es un embustero.

– Yo soy Peter Tonneman -intervino el segundo alguacil- Este hombre es George Willard.

Boquiabierto, Cameron se mesó el cabello.

– No, es…

El otro alguacil era Bill Duffy.

– Baja, Willard -ordenó-. Tienes que dar unas explicaciones. -Permaneció delante del caballo pío, sujetándolo por las bridas.

George clavó los talones en los flancos de Tapper, que se puso de manos. Duffy retrocedió tambaleándose, pero no lo bastante deprisa, y los poderosos cascos cayeron sobre él, derribándolo al suelo.

– ¡Apártalo, George, maldita sea! -Peter trató de aferrar la rienda del caballo pío para detener el horror, sin conseguir evitar que el espantado Tapper siguiera pisoteando a Duffy.

George Willard logró finalmente dominar al animal. Le hizo dar media vuelta y se alejó al galope, mientras Duffy se retorcía y desangraba en la calle embarrada.

Peter se arrodilló al lado de su compañero, de cuya coronilla manaba sangre. Sus agonizantes gritos interrumpieron los murmullos de los mirones.

– ¡Que alguien avise a un médico! -vociferó Peter, deseando por primera vez en su vida serlo.

De pronto Duffy dejó de chillar y, con voz clara y un fuerte acento irlandés, exclamó:

– ¡Eh, barlovento! ¡Liberadme de este infierno!

SE ALQUILA, DURANTE UNO O MÁS AÑOS,

CASA DE LADRILLO DE TRES PLANTAS EN STUYVESANT STREET,

CERCA DE SAINT MARK CHURCH, EN EL BOWERY, CON TODAS LAS COMODIDADES PARA UNA FAMILIA REFINADA,

CUATRO PARCELAS CONVERTIDAS EN HUERTO QUE DAN LOS MEJORES FRUTOS, ESTABLO Y COCHERA.

PREGUNTAR EN EL NÚM. 93 DE NASSAU STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808