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Charlie Wright (que nunca hacía daño a nadie) sabría qué hacer en semejantes circunstancias. Ned el Carnicero ejercía un gran poder en esa ciudad, y Charlie trabajaba para él. Era incluso su amigo, si alguien podía ser amigo de Ned. Por mucho que deseara contar con otras alternativas, George decidió recurrir a Charlie y se dirigió hacia la plaza de toros del Bunker Hill.

Con el buen tiempo se había congregado bastante gente en la plaza, tanto clientes de pago como aquellos a quienes gustaba permanecer cerca y charlar, deseosos de ver el espectáculo, pero no dispuestos o capaces de pagar la entrada.

Ese día, la plaza embarrada haría aún más vulnerables a los perros. Era una lástima perderse la inevitable carnicería y no compartir la diversión, pero George no disponía de tiempo para entretenimientos. Presuroso, ató a Tapper a la cerca y entró en la plaza. Vio a Charlie y a Ned hablar y observar a los espectadores que entraban. George esperó, apoyándose en una pierna, luego en la otra, sudando profusamente.

Ned sólo echó un vistazo a George antes de alejarse.

– ¿Tienes lo que nos debes? -exigió Charlie sin apartar la vista de la puerta delantera y haciendo conjeturas sagaces acerca de cada cliente que llegaba en coche, carro, a caballo o a pie, calculando cuánto recaudarían ese día.

– No, necesito tu…

– Largo.

– Pero Charlie…

– Largo o te mataré.

Charlie se volvió y se encaminó hacia la plaza. George lo siguió suplicante.

– He matado a un hombre. Un alguacil. Necesito dinero y un sitio donde esconderme.

Charlie se detuvo y se volvió con una sonrisa enigmática en los labios.

– ¿Necesitas dinero y ayuda? No sigas buscando. Romperemos tus pagarés. Incluso te entregaremos veinticinco.

Le dio una bofetada en la mejilla que pretendía ser amistosa, pero George percibió la amenaza que nunca abandonaba a Charlie. El ligero golpe lo hizo tambalear, pero se cuidó de demostrarlo.

– ¿Para qué están los amigos? -prosiguió Charlie, burlándose de la cobardía y necedad de George. Sólo que… -Ladeó la cabeza.

– ¿Qué?

– Tendrás que hacernos un pequeño favor.

– Lo que sea. Dime.

– No es gran cosa. -La sonrisa de Charlie se hizo aún más amplia-. Tendrás que matar a alguien.

En el tumulto que siguió a la muerte de Duffy, Peter había pedido un caballo a todo aquel que veía hasta que finalmente Lemual Wilson, del Tontine, le había prestado su yegua castaña. Con la bendición del alguacil mayor, Peter se hallaba sobre la pista de George Willard. Partiendo de la base de que a George no se le ocurriría acudir a la casa de su madre de Liberty Street, Peter creyó posible que se hubiera dirigido a Richmond Hill para ver a su tío Jamie.

Peter había recorrido todo el camino hasta el terraplén del canal, donde comenzaría Canal Street, cuando el sentido común reemplazó al entusiasmo y comenzó a preguntar a los transeúntes si habían visto el caballo pío.

El quinto «no» a su pregunta, pronunciado por una encorvada mujer negra que acarreaba cubos de agua, le bastó. Volviendo sobre sus pasos, cruzó en zigzag la ciudad. Aunque frustrado y cansado, estaba decidido a no parar hasta dar con George.

En Chambers se detuvo en la cárcel y sólo encontró al sargento Alsop dormido en su escritorio. Peter no se entretuvo, temiendo que George escapara.

Más allá de Chambers Street y los límites de la ciudad, había menos construcciones. Desmontó y condujo a la yegua de Lemual Wilson, la cual inclinaba la cabeza, tirando de las riendas.

– Quieres volver al Tontine, ¿verdad? No me extraña.

Había gente alrededor. Algunos se dirigían a la plaza de toros de Bunker Hill. Peter se detuvo de pronto, y la yegua le clavó el morro en el hombro. La plaza de toros era el lugar a que con toda probabilidad acudiría George. Y un mal lugar para un aguacil solo. Se quitó la estrella de cinco puntas de latón y se la guardó en el bolsillo del abrigo; luego se caló el sombrero hasta las cejas.

Como sospechaba, el caballo pío se hallaba atado a la cerca. Dejó el castaño de Wilson lejos del pío y esperó. De la arena llegaba el murmullo confuso de voces, pero ningún grito, y supuso que aún no había empezado el espectáculo.

Al cabo de un rato Peter decidió que aquélla no era la mejor forma de proceder. De haber visto a otro alguacil, le habría pedido que fuera a avisar a Jake, o corriera a la cárcel de Chambers en busca de refuerzos. Pero no había ninguno. Se encontraba solo en el territorio del gran Ned.

Se planteó la posibilidad de interrogar al primer ciudadano que pasara, pero en aquel vecindario era como pedir a gritos que te rajaran el cuello.

Se acercó despacio a la montura de George.

– Calma, Tupper. -Desató al animal y le dio una palmada en la grupa. Cuando el caballo pío se alejó por Mott Street, exclamó-: ¡Caballo desbocado!

Otros repitieron el aviso:

– ¡Caballo desbocado! ¡Caballo desbocado!

Como esperaba, George acudió corriendo.

– ¡Mi caballo! -exclamó.

– ¿Qué me importa tu jodido caballo? -bramó Charlie Wright detrás de él-. Tenemos un trabajo que hacer.

– Mi caballo -gimoteó George. Temeroso de perder a Charlie, se adentró tras él en Mott Street-. Tal vez lo alcancemos -murmuró.

– Calla.

– Yo sólo…

– Calla.

Era mediodía cuando los dos hombres se aproximaron al número 39 de Duane Street. Charlie observaba a cierta distancia cómo George, siguiendo sus concisas instrucciones, se encaminaba hacia la puerta de la casa gris y tocaba el aldabón de bronce en forma de herradura. El joven miró las cortinas de la ventana lateral. ¿Se habían movido? Se volvió hacia Charlie, y sus gestos amenazadores bastaron para aterrorizarlo de por vida.

Al cabo de un rato se abrió la puerta, y apareció una mujer bastante hermosa de rostro, salvo por la cicatriz. El cabello largo y negro le caía suelto sobre los hombros, como estaba de moda; por alguna razón, en aquella mujer dicha moda resultaba lasciva. No importaba, la prostituta era una masa de carnes, y George detestaba las mujeres gordas. Maldita sea, iba a ganarse su paga.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Tenía acento francés. Se daba aire con un abanico rojo y negro, aunque no hacía calor. Lucía un vestido rojo muy escotado y una estola de seda negra brillante alrededor de los hombros, y de su grueso cuerpo emanaba un fuerte aroma húmedo.

– ¿Eres Simone Aubergine?

La mujer asintió, sonriendo provocativa.

George respondió con su mejor sonrisa.

– Tengo entendido que no te opones a las visitas de una tarde.

Ella ladeó la cabeza, deslizando despacio los dedos por su ondulado cabello.

– ¿Y quién te lo ha dicho?

– Un amigo.

– ¿Un amigo tuyo o mío?

– Espero que de ambos.

– Très charmant! Bien dicho, monsieur. Y tú eres joven y atractivo. Pasa, por favor.

Simone le franqueó la entrada. Su reflejo en los espejos a ambos lados del pasillo lo sobresaltó; estaba pálido como un muerto. La mujer lo invitó a pasar a un salón lleno de muebles afrancesados de patas delgadas. Ardía un gran fuego, lo que supuso un alivio, porque de pronto George tenía mucho frío. Se sentó en el borde de uno de los sofás de satén rosa con flecos. La fea alfombra de cañamazo con flores verdes, rojas y amarillas bordadas que descansaba delante del sofá parecía un vómito.

– ¿Puedo ofrecerte… algo? -Se pasó la lengua por los gruesos labios pintados.

– Sólo a ti.

Simone plegó el abanico y le golpeó la muñeca con él.