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– Travieso. -Le acarició la mejilla-. No tardaré. Debo despedirme de otro amigo y enseguida me reuniré contigo, miétalon.

El joven la oyó recorrer el pasillo. Cuando se levantó para echar un vistazo, ella ya había hecho salir a la otra visita.

Se hallaba de nuevo sentado en el sofá cuando la mujer regresó a la sala. Sin pronunciar palabra le cogió de la mano y lo condujo a la parte posterior de la casa.

La cama estaba cubierta de seda dorada. Simone señaló la mesilla. Al ver que él no se movía, le golpeó con el abanico.

– La, sé generoso. Te haré muy feliz. -Dobló el edredón y se tendió de espaldas en el lecho, recogiéndose la falda roja y estirando las piernas. No llevaba ropa interior-. Vamos, cariño. No tengo todo el día. Pronto llegarán otros.

Aquellos temblorosos muslos y el blanco vientre repugnaron a George, pero había pagado su dólar -el de Charlie- e iba a sacarle todo el jugo. Mientras se colocaba sobre la montaña de carne, pensó que ella no pondría objeciones cuando lo recuperara.

Cuando estaba a punto de quedar satisfecho, le rodeó el cuello con las manos y apretó, lo que aceleró su placer. Sin embargo, la mujer era tan gruesa que no logró estrangularla.

– No, querido -susurró ella dulcemente al principio.

Al ver que él insistía, enrojeció, y sus ojos oscuros reflejaron temor. Se debatió con todas sus fuerzas. De pronto él oyó un chasquido; la bruja había vuelto a partirle el dedo meñique. Gritando de dolor, George la abofeteó.

– ¡Asesino! ¡Asesino! -vociferó la fulana. Consiguió apartarlo y bajó al vestíbulo, sujetándose las faldas por encima de la cabeza y exclamando-: ¡Asesino!

George se subió los pantalones y salió tras ella, repasando mentalmente lo que Charlie le haría si las cosas salían mal. Le temblaba la mano. La puta llegó hasta la puerta y la abrió. En cuanto saliera, estaría perdido.

– ¡Socorro! -exclamó Simone al hombre que se hallaba al otro lado de la puerta-. Intenta matarme.

– Y no lo consigue, ¿verdad? -replicó Charlie Wright (que nunca hacía daño a nadie).

Y sonrió mientras hundía el cuchillo justo debajo de los generosos pechos de Simone Aubergine.

LIBROS DE CONTABILIDAD DE BOLSILLO

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New-York Spectator

Febrero de 1808

42

Lunes, 8 de febrero. A primer hora de la tarde

El estrecho y sinuoso callejón conducía de Jay Street al patio situado detrás de la casa de Duane Street.

Peter había seguido a George y Charlie hasta allí. El primero había entrado mientras Charlie aguardaba delante de la casa.

Muy poca gente, salvo los visitantes asiduos de Simone, sabía de la existencia de ese callejón. Habiendo sido un visitante asiduo, al principio a petición de Tedioso Brown, después por voluntad propia, Peter conocía bien el callejón, el patio, la casa y la mujer que la habitaba. También sabía que el pequeño carro verde y el burro marrón atado ante la puerta trasera pertenecían a la prostituta.

Había actuado con extrema cautela, temiendo que George hiciera daño a Simone y Charlie decidiera inspeccionar la parte posterior de la casa y lo sorprendiera. Pero el grito aterrorizado de Simone lo obligó a abandonar toda cautela.

Irrumpió en el interior de la puerta trasera y recorrió el pasillo. La puerta de la calle estaba abierta de par en par. Vio un charco de sangre oscura y reciente en el umbral y en el camino de entrada. Habían matado a Simone. George, que siempre había sido un bravucón cobarde, se había convertido en un asesino.

Peter miró alrededor. La calle estaba desierta. ¿Dónde se habían metido?

Volvió al salón; no había nada ni nadie. El perfume de la mujer aún flotaba en la estancia. Aspiró el aroma con tristeza. Había acudido a ella siempre que había necesitado un amigo. Y ahora la habían asesinado. Pero ¿dónde estaban los criminales y la víctima?

Se disponía a regresar a la puerta delantera cuando advirtió que el suelo del salón aparecía desnudo. La extravagante alfombra bordada en cañamazo ya no estaba en su lugar habitual, delante del sofá rosa. Ella la apreciaba mucho porque, según explicaba, era un recuerdo de París. Peter dudaba de que hubiera estado alguna vez en París; probablemente en Montreal, o tal vez en Nueva Orleans.

Se asomó a la puerta delantera. Como antes, no había nadie a la vista, salvo unos niños en Thomas Street; los pequeños chapoteaban en el barro haciendo rodar arandelas de barril, y sus voces resonaban en la calle silenciosa.

Peter permaneció bajo el brillante sol invernal y aguzó el oído. Ruedas y cascos de caballo. Juraría que había oído protestar a George. Sigiloso, entró de nuevo en la casa y recorrió el pasillo hasta la puerta trasera. Llegó a tiempo de ver cómo George y Charlie se llevaban la alfombra de Simone enrollada. A juzgar por el bulto, la mujer estaba dentro. Era evidente que habían regresado por el callejón mientras él corría de la puerta trasera a la delantera.

Tuvo que recurrir a todo su autodominio para no gritar. Simone estaba muerta, y no había nada que hacer. Su deber consistía en seguir a George y Charlie para averiguar si le conducían a alguien más. Ése era el modo de proceder de Jake. Y tenía que ser el suyo.

En efecto, George se quejaba del peso de Simone. Peter sabía que ésta habría apreciado la ironía.

Maldita sea. Los dos villanos habían descubierto el carro y el burro. Dejaron caer la alfombra y su contenido en el carro y se pusieron en marcha. Peter los siguió de cerca.

El vecindario de ese triste barrio se componía de personas sin hogar, marineros sin empleo, borrachos y golfillos que se guarecían en edificios deshabitados o construían sus nidos en barriles vacíos. Nadie prestó atención al carro y sus dos pasajeros.

El vehículo no se alejó demasiado. Al llegar a la orilla del Hudson en West Street, George y Charlie arrojaron al muelle la alfombra enrollada. El primero se disponía a propinarle un puntapié para que rodara hasta el río cuando el segundo le asestó una bofetada. George cayó de espaldas, sorprendido.

– ¡La alfombra vale dinero, idiota! -bramó Charlie.

Un vecino que dormitaba a menos de tres metros de distancia gruñó en sueños. Otros se apiñaron en el muelle, pero no representaban una amenaza para George y Charlie. Y por esa misma razón, nunca brindarían su ayuda a Peter.

George desenrolló la alfombra, y apareció Simone. Peter no podía apartar la vista.

– Ahora -ordenó Charlie.

Al instante George hizo rodar a Simone hasta el río. El cuerpo levantó mucha espuma antes de desaparecer.

Charlie permaneció junto a George mientras éste enrollaba la alfombra.

– Vamos -dijo, arrojando la alfombra ensangrentada al carro.

George se levantó vacilante.

– Vamos -repitió Charlie, dirigiéndose esta vez al burro, que no se movió.

Después de más órdenes a voz en grito y dolorosas patadas al burro, Charlie decidió abandonar el carro. Furioso, cogió la alfombra y, cargándosela al hombro, echó a andar hacia el norte. Dócil, George lo siguió, meciéndose el dedo dolorido.

Peter esperó a que se hallaran a una manzana de distancia para seguirlos. Jake le había enseñado que el mejor método para atrapar criminales consistía en seguir a otros; sólo que Jake los llamaba ratas. Peter miró hacia el agua y murmuró una oración. En aquel instante Simone emergió a la superficie agitando los brazos. ¡Dios mío, estaba viva! Peter se quitó las botas, arrojó el abrigo y se zambulló en las frías aguas del Hudson.