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El vecino se despertó y, al ver a Peter, exclamó:

– ¡Hombre al agua! -Luego volvió a dormirse.

Algunos de sus compañeros despertaron al oír el aviso y se levantaron con dificultad para ver qué sucedía. Demostraron ser más serviciales de lo que Peter había supuesto. Sin su ayuda y la escalera del embarcadero, el joven alguacil jamás habría logrado sacar el pesado cuerpo de Simone de las heladas aguas.

El viejo Tonneman había enseñado bien a su hijo. Vació el agua de los pulmones de la mujer mientras ésta yacía en el muelle como una ballena varada. Cada vez que le presionaba el pecho, manaba sangre.

Al verla los vecinos se esfumaron.

– Me han asesinado -farfulló Simone.

– De momento no has muerto.

Peter se quitó la empapada americana y se arrancó la camisa, que utilizó para restañar la herida de Simone. Finalmente le puso el abrigo sobre los hombros y la llevo prácticamente a rastras hasta el carro. Su padre sabría qué hacer, pero Rutgers Hill se hallaba demasiado lejos. I o más sensato era ir a la cárcel municipal. A pesar de su aletargamiento, el sargento Alsop sin duda conocería el domicilio del médico más próximo.

SE ALQUILA OFICINA EN PLANTA BAJA DE WALL STREET,

EL MEJOR LOCAL DE LA CIUDAD PARA UN NOTARIO,

OCUPADO EN ESTOS MOMENTOS POR EL SEÑOR GEORGE LUDLOW.

New-York Herald

Febrero de 1808

43

Lunes, 8 de febrero. A primera hora de la tarde

– Disculpe, madame. Lamento molestarla, pero me veo obligado. -Jake Hays llevaba la cabeza descubierta, después de haber dejado el sombrero y el bastón en manos del mayordomo de Abigail Willard.

– Señor Hays.

Abigail escudriñó el rostro del alguacil mayor. Parecía inquieto, a pesar de su tono indudablemente autoritario y su imponente presencia.

– Por favor, siéntese. ¿Quiere una taza de té?

– No, gracias, señora. -Hays se sentó, incómodo.

¿Qué había hecho George esta vez? Lo bastante para que el alguacil mayor en persona acudiera a su casa. Abigail se tranquilizó y esperó a que el representante de la ley hablara. Este era todo cabeza, y su cuerpo, bajo y fornido, parecía incómodo confinado a una silla.

– Se trata de su hijo -empezó Hays.

– ¿Sí? -Lo que se temía.

– ¿Está aquí?

Hays fijó su penetrante mirada en los ojos de Abigail. De pronto ésta comprendió que la razón de la visita era más grave que de costumbre. Le faltaba el aire y apenas podía hablar.

– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió con cautela.

Hays no respondió. Mantenía la vista clavada en Abigail. A la mujer empezaron a temblarle las manos, y las enlazó sobre su regazo.

– No; no está aquí.

– ¿Vino por aquí ayer?

– No -contestó Abigail. Oía ajetreo en la casa; una entrega en la puerta trasera, el crujir del suelo del piso superior mientras la doncella realizaba sus tareas, incluso las campanas de los traperos al pasar por la calle. Se le llenaron los ojos de lágrimas- Señor Hays, debe explicarme qué ha sucedido.

– Señora Willard, no es la clase de noticia que me gustaría comunicar a la madre de su hijo. Creo que un té…

Abigail tiró tres veces de la banda de encaje para pedir el té. Esperaron.

– Señor Hays.

El alguacil mayor sabía que Abigail Willard vivía sola con George, su hijo menor, y que los otros hijos estaban casados y a su vez tenían hijos. Bajo su hosca apariencia, Jake Hays era un verdadero cristiano, un hombre bondadoso. Comprendía los sentimientos de un padre hacia su vástago, aun cuando éste hubiera cometido un asesinato.

– Señora Willard, ¿tiene a alguien, algún pariente, que pueda quedarse con usted?

– Por el amor de Dios, señor Hays… ¿Ha muerto George?

– No, señora.

Abigail suspiró aliviada. Conseguiría solucionar lo que quiera que fuera, siempre que George no estuviera muerto.

Nancy apareció con la bandeja de té. Abigail le hizo una señal, y la joven salió de inmediato. Hays y su anfitriona permanecieron sentados en silencio mientras ella realizaba el ritual de servir el té. Le tendió una taza, que él depositó sobre la mesa junto a su silla.

Después de haber tomado un primer sorbo, la mujer también la dejó en la mesa.

– Estoy preparada para oír lo que tenga que decirme, señor Hays. -Apretó los labios con firmeza.

– Lamento tener que decírselo, señora Willard…

Oh, Dios mío, ese hombre horrible había mentido. George estaba muerto.

– Su hijo, George Willard, ha matado a un hombre.

Abigail profirió un grito ahogado. Un duelo, por supuesto. Después del escándalo de Burr y Hamilton en 1804, los jóvenes deberían haber comprendido que la sociedad desaprobaba esos ridículos gestos masculinos y que la práctica del duelo ya no estaba de moda.

– ¿En un duelo? ¿Una cuestión de honor?

Más bien de deshonor, pensó Jake, pero se lo calló.

– Me temo que no. Mató a uno de mis hombres y huyó.

Al advertir la repentina palidez de Abigail, el alguacil se levantó de inmediato. Aunque parecía a punto de desvanecerse, la mujer meneó la cabeza y declaró con firmeza:

– Mi hijo jamás haría una cosa así, señor.

– Tengo la palabra del alguacil Peter Tonneman, que ha salido tras él.

Ella parecía oír sólo lo que quería.

– ¿Peter? Estupendo. Peter se hará cargo de él. Son amigos desde la infancia y siempre se han cuidado mutuamente. Para eso están los amigos, después de todo.

– Debo marcharme, señora Willard. Por favor, comunique a su hijo que se presente ante mí.

Compasivo pero severo, Hays se despidió.

– No lo ha visto -dijo a Noah al salir.

– Las madres mienten por sus hijos.

Jack negó con la cabeza.

– Creo que ha sido sincera.

– ¿Ha registrado la casa?

– No estaba allí.

– ¿Qué piensa hacer ahora?

– Esperar a que el joven Tonneman haga su trabajo. Mientras tanto, Gutschenritter y Dick vigilarán la casa. Willard podría ser lo bastante estúpido para regresar.

En el interior de la casa, Abigail se enjugó las lágrimas y escribió una nota. La dobló y cerró con el sello y cera de su marido. Luego tiró dos veces de la campana para llamar a Oliver.

– Infórmeme enseguida si mi hijo regresa -ordenó al mayordomo cuando éste acudió-. Entretanto -garabateó el nombre en la nota sellada- encárguese de que se entregue en mano esta nota al señor Jamison en Richmond Hill.

Abigail Willard estaba decidida a impedir que le arrebataran a su hijo.

Jake esperó fuera de la casa de los Willard. Después de atar su caballo a un olmo, el alguacil Gutschenritter se apostó en la esquina, tratando de pasar inadvertido. Para ello tendría que perder la mitad de peso, pensó Jake, que no dejaba de reflexionar sobre su conversación con la señora Willard. Lo más revelador era lo que había dicho de su hijo y Peter Tonneman. «¿Peter? Estupendo. Peter se hará cargo de él. Son amigos desde la infancia y siempre se han cuidado mutuamente. Para esto están los amigos, después de todo.»