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El mayordomo los anunció con voz profunda. Una vez más, Tonneman no entendió las palabras.

Él y su compañero fueron saludados por un fornido y autoritario hombre. Movían los labios, pero de ellos no brotaba ningún sonido; el doctor sólo oía el tintineo de los vasos, los susurros del viento y el crepitar del fuego en la enorme chimenea.

Un lacayo pasó con una bandeja, y todos tendieron las manos en busca de vasos.

Las alfombras bajo sus pies eran francesas, y los sólidos muebles estilo Chippendale. Las paredes, empapeladas con un estampado de diseño francés que describía escenas nemorosas con alegres damas y caballeros, se hinchaban como si no tuvieran mucha sustancia. Tonneman distinguió varias piezas de plata y porcelana, pero no acertaba a discernir los rostros.

Una mujer vestida de azul se acercó a él. Aunque no podía ver sus facciones, sabía que tenía los ojos azules; azul lavanda. Le embargó una gran tristeza, como si hubiera sufrido la muerte de un ser querido.

Su compañero hablaba con otra dama. Tonneman no podía verla, pero percibía un halo de cabello rojo alrededor de su brillante rostro, y debajo, unas grandes lunas blancas por pechos. Los diamantes colgaban de sus lóbulos y relucían en sus dedos.

A su lado, una mujer más joven vestida de amarillo, agitaba las manos, como si pidiera socorro. La muchacha también tenía unos pechos voluptuosos. Grandes perlas rosas colgaban de sus lóbulos y su grueso cuello. Su rostro, como el de los demás, era una esfera de luz blanca, dentro de la cual distinguió una boca abierta. Al hacerlo oyó el bramido del viento. No oía sus palabras, pero sabía que decía: «Voy a morir. Ayúdame.»

La imagen de su compañero parpadeó; el vaso de jerez que sostenía tembló y de pronto se hizo añicos en su mano, de la que comenzó a manar más y más sangre.

– ¡Jamie! -exclamó Tonneman.

La sangre goteó sobre él. Estaba fría.

Despertó en su cama, solo y empapado. Oyó cómo la lluvia azotaba la casa. A la tenue luz de la mañana y el resplandor del fuego vio que el techo estaba mojado y goteaba. No se atrevió a imaginar cómo estaría el tercer piso. Debería haber cambiado esas tejas cuando Mariana se lo había pedido.

Se levantó del lecho aturdido por la pesadilla. Mariana no estaba, lo que no le extrañó. Le habría gustado contarle el sueño, pero habían discutido por la noche, hasta que ella se había cubierto la cabeza con las mantas y le había dado la espalda.

¿Jamie? ¿Realmente creía que Jamie podía haber sido el amante desconocido de Emma Greenaway hacía tantos años? No, por supuesto que no. Pero ¿por qué no? Tonneman sonrió. Era una mujer; saltaba a la vista. Jamie, siendo Jamie y pensando con la entrepierna, habría seducido a Emma antes de conocer a su madre Grace. Había creído que Emma era una criada.

Jamie habría comprendido enseguida que Emma se interponía en el camino de una fabulosa fortuna. No podría casarse con Grace si Emma lo desenmascaraba, de modo que ésta tendría que desaparecer. De pronto su atesorada amistad con Jamie quedó reducida a cenizas.

Prefirió apartar tales pensamientos de su mente. Tras vestirse con ropa de viaje, abrió la ventana y los postigos. Había dejado de llover, y el sol asomaba por detrás de las nubes. Las goteras del techo podían esperar otro día.

Tonneman bajó con sigilo a la silenciosa cocina, donde encontró a Micah preparando un paquete de comida mientras un niño con un gorro atizaba la lumbre.

CUCARACHAS – EN UN GRAN EDIFICIO DE VARIOS APARTAMENTOS, AMUEBLADOS PARA DISTINTOS PROPÓSITOS, CUYOS HABITANTES NO VIVEN HACINADOS, Y EN EL CLIMA APROPIADO, LEVANTA UNA ALFOMBRA O CUALQUIER OTRA CUBIERTA QUE HAYA SERVIDO PARA ESCONDER CUCARACHAS. A MEDIDA QUE LA LEVANTAS, OBSÉRVALAS CON ATENCIÓN. FÍJATE EN SUS CABEZAS Y PATAS.

¡CÓMO SE APRESURAN A DESAPARECER DE TU VISTA!

New-York Evening Post

Febrero de 1808

46

Martes, 9 de febrero. Muy de mañana

Tonneman se frotó los ojos. El niño se volvió. Mariana. El hombre rió, tanto que se le saltaron las lágrimas y tuvo que sentarse.

– Oh, vamos, John Tonneman. ¿Qué es tan gracioso? -Su esposa se puso en pie con las manos en las calleras; la indignación emanaba de ella como el vapor de una tetera.

Todavía riendo, él le cogió los brazos.

– Tú. Nosotros.

Ella lo miró sorprendida, sin tratar de apartarse.

Micah echó a reír y se apresuró a taparse la boca con la mano, temiendo la reprimenda de su señora. Pero no llegó.

– El camino estará embarrado -dijo Tonneman-, tal vez intransitable.

– No importa; te acompañaré.

Él asintió.

– Nuestros hijos pronto se casarán, y volveremos a estar tú y yo solos. ¿Te fijaste en cómo miraba a Gretel el joven De Groat?

– Sí. Parece un joven agradable, pero no es de los nuestros.

– Recuerda que yo tampoco lo era. No importa. Si llegara a suceder, no haríamos lo que los parientes de Jacob Hays hicieron a su joven prima. Tu padre…

– Bendito sea su nombre -susurró Mariana.

– …no se interpuso en nuestro camino.

Micah dejó el café y los boles de avena en la mesa, y Tonneman soltó a su mujer.

– A Lee le gustaría ser médico -dijo Mariana.

– Lo sé. Es una lástima que no sea posible.

– En la Biblia aparecen mujeres médicos.

– No vivimos en tiempos de la Biblia.

– Los tiempos cambian, John.

– Es cierto. -Tonneman sonrió-. Tal vez algún día las mujeres se dejen crecer barba y lleven pantalones.

Ella se sentó al otro lado de la mesa, frente a él.

– No creo que el futuro de tu hija deba tomarse a risa.

Comieron en silencio hasta que Tonneman dejó la cuchara en la mesa.

– George Willard asesinó ayer a un hombre, y están buscándolo. -No sabía cómo decírselo, de modo que lo soltó sin rodeos.

– ¡Dios mío! ¿A quién? -preguntó Mariana, asombrada, compadeciéndose de Abigail.

– Al muchacho que vino aquí con Peter y Jake Hays. Le invitaste a desayunar.

– ¿El joven alguacil?

Tonneman asintió.

– Duffy.

– Oh, John, ¿y si hubiera sido Peter? -Le aferró la mano.

Por prudencia y cobardía, John Tonneman se abstuvo de mencionar que su hijo se había encargado de la persecución de George.

– No debes preocuparte por él. Ya es un hombre y tomará las decisiones oportunas. Parece haberse adaptado a su nueva profesión. Lo lleva en la sangre, como yo llevo la medicina en la mía.

– Pero John…

– Lo cierto es que la muerte de Duffy lo ha afectado, como es natural. Tal vez le ha infundido más coraje. Creo que el viejo Hays confía en él.

Mariana negó con la cabeza.

– Es un trabajo peligroso ahora que la ciudad está atestada de gente. De todos modos, mientras no vuelva a acusársele del asesinato del señor Brown y le guste su nueva profesión, me sentiré contenta. -Arrugando la frente, añadió-: John, ¿en qué circunstancias mató George al alguacil Duffy? No; no me lo digas. Tengo una pregunta más urgente. Si George Willard fue capaz de asesinar al alguacil Duffy, ¿crees que también pudo matar al señor Brown? -Sin esperar la respuesta, suspiró y, dejando a un lado el bol vacío, le tendió la mano-: Echemos un vistazo a nuestra casa de verano.