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– Rápido, Justin -ordenó-. ¡Oh, doctor Tonneman! -Se llevó las manos a la boca-. Me ha dado un susto.

Las palabras de la cocinera se perdieron con el toque de corneta del afilador de cuchillos, que entró en Liberty procedente de Greenwich Street empujando su carro.

Abigail Willard había madrugado. Para ella había sido una larga noche de insomnio. George no había regresado y no había tenido noticias de Jamie. En aquellos momentos tomaba su segunda taza de té en el pequeño salón contiguo a su dormitorio. Le dolía la cabeza, y se sentía bastante débil. Tal vez todo era por su culpa. George era su hijo menor. De haber vivido, el coronel habría enseñado disciplina al muchacho. Oh, sí, pensó, a base de latigazos.

Ante el escritorio, atendía la correspondencia y las facturas con desgana. George y su horrible problema seguían acaparando todos sus pensamientos.

¿Dónde estaba Jamie? Le había enviado un mensaje inmediatamente después de que se hubiera marchado Jacob Hays. Si no fuera por su cuñado, que había sido como un padre para George…

En los últimos años había acudido a Jamie en busca de fuerzas y consejo. Teniendo en cuenta la acusación del alguacil mayor, no le extrañaba que George no hubiera regresado a casa la noche anterior. De todos modos, éste no parecía necesitar ningún pretexto para no dormir en casa, una práctica cada vez más habitual en los últimos años.

Siempre que expresaba su preocupación a Jamie, éste la tranquilizaba diciendo que George a menudo pasaba la noche en Richmond Hill. Abigail rezaba para que estuviera allí, para que Jake Hays no lo encontrara y para que no hubiera cometido ese espantoso crimen.

Abigail había albergado la esperanza de casar a George con una hija de los Livingston, Schuyler o Beekman. Eso jamás ocurriría ya, pensó, permitiéndose una sonrisa irónica. Su hijo había rechazado todo lo que se asemejara a una profesión, había dilapidado su herencia y no se había comportado bien en la ciudad de Nueva York.

Tendría que esperar a la muerte de Jamie para heredar la fortuna de los Greenaway. Y una vez se hubiese olvidado ese horrible asunto, tal vez podría casarlo bien en Filadelfia. O en Baltimore.

En aquel momento le llegó la tarjeta de Tonneman, acompañada del sonido de su voz procedente de la planta baja. A pesar del dolor y las lágrimas, a Abigail se le iluminó el rostro. John Tonneman siempre había ejercido ese efecto en ella. Había sido su primer amor. De haberse casado con él…

Indicó con un gesto a la criada Sara que lo hiciera pasar.

– John -exclamó, dirigiéndose a su dormitorio-. Sube.

Sólo entonces leyó lo que había escrito en la tarjeta con trazos delgados e inseguros: «Es urgente que te vea.»Ya en su alcoba, se examinó el peinado en el espejo plateado de mano. Un esfuerzo innecesario, ya que todos los cabellos estaban en su lugar. Su rostro era el de una dama entrada en años, pero se enorgullecía de su tez y sus ojos. Resultaba extraño cómo los breves y dolorosos momentos de congoja de su vida se habían presentado junto con John Tonneman para interrumpir su autocomplacencia. Le habría gustado recibirlo sentada en el salón, pero ella era demasiado lenta, y él demasiado rápido. Lo encontró de pie en el umbral, con los hombros hundidos, como si cargaran con todo el peso del mundo. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Su hijo Peter también era sospechoso de asesinato.

Sin embargo, Peter perseguía a George. La vida se había tornado demasiado confusa.

Tonneman la cogió del brazo.

– Abigail, tengo algo que decirte.

– Lo sé. El alguacil mayor me visitó ayer.

Tonneman disimuló su alivio. Había sido un cobarde por no haber acudido antes para comunicarle la noticia.

– No puede ser cierto -añadió Abigail con calma.

El viejo médico no respondió. Le sostuvo la mano y la ayudó a sentarse.

– Tengo entendido que Peter ha salido tras él. Me alegro. Un desconocido podría hacerle daño. Tu hijo no haría daño a su amigo. Cuidará de él, ¿no crees?

– Mi hijo cumplirá con su deber.

– Es todo cuanto podemos pedir -replicó con la vista perdida.

– Perdóname por importunarte en tu dolor… -empezó Tonneman.

Ella le apartó la mano y le ofreció una tensa sonrisa.

– He olvidado mis modales. ¿Quieres café o té?

Él negó con la cabeza.

– Necesito preguntarte por Emma. Y por Gretel.

– ¿Emma? ¿Qué demonios tiene que ver Emma con tu hija?

– No, no. -Era cruel presionarla en aquellos momentos, pero necesitaba saberlo-. Gretel Huntzinger. Llamamos a nuestra hija así por ella. Era el ama de llaves de mi padre, y después la mía. Todos pensamos que la había asesinado Hickey.

Abigail se estremeció. La mano le temblaba cuando se la llevó al cabello.

– Por supuesto. ¿Cómo puedo haberla olvidado? Eran unos tiempos tan apabullantes y espantosos… Emma había huido. Richard… todos estábamos comprometidos con el rey y nos disponíamos a partir hacia Princeton…

– No todos, Abigail. Tú y Richard. Grace y Jamie.

Abigail asintió y volvió a acariciarse el pelo. La mano le temblaba aún más.

– Grace y Jamie planeaban casarse.

– Sí, Jamie y Grace -repitió Tonneman, absorto en sus pensamientos. ¿Estaba traicionando a su mejor amigo? ¿O su mejor amigo lo había traicionado hacía ya tantos años y, desde entonces, día tras día, había vivido en aquella mentira?

Negó con la cabeza, como si pretendiera disipar las sospechas que habían surgido. ¿Había perdido el juicio? No, debía interrogar a Abigail. Tal vez ella recordara mejor que él.

– Abigail, ¿recuerdas la cena que ofreciste? Yo aia baba de regresar a Nueva York con Jamie, después de la muerte de mi padre.

A Abigail se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Cómo iba a olvidarla, querido? Eras tan joven, atractivo y valiente que volví a enamorarme perdidamente de ti.

Él hizo una pausa para recrearse en esas palabras. Aquella mujer lo había amado. Pero él amaba a Mariana. Sin embargo, no podía negar que también había amado a Abigail, y en cierto sentido siempre lo haría.

– Mi querido Richard tenía muchos celos. Envidiaba tu juventud, nuestra amistad…

Tonneman, acosado por los recuerdos, estaba olvidando el motivo de su visita. Se paseó por la pequeña habitación.

– ¿Recuerdas la copa de vino que se hizo añicos en la mano de Jamie aquella noche?

Abigail cerró los ojos.

– Sí. Le vendaste la herida con tu pañuelo.

– ¿Por qué se rompió el vaso?

Ella lo miró atónita.

– A veces ocurre.

– Tal vez lo apretó demasiado fuerte.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Que yo recuerde, estaba tranquilo y tan encantador como siempre.

Tonneman seguía paseando por el pequeño espacio.

– Sí, Jamie siempre se mostraba encantador, a diferencia de mí.

Abigail chasqueó suavemente la lengua.

– Si el vaso se rompió porque lo apretaba demasiado, eso significa que estaba furioso o preocupado por algo. -Tonneman meneó la cabeza- No es propio de él revelar de ese modo sus emociones.

– Sí, entonces no lo conocía, pero tienes razón.

– Algo ocurrió en aquellos primeros momentos que estuvimos en tu casa.

De pronto Abigail se ruborizó. Bajó la vista y tomó un sorbo de té frío.

– Tú y Richard. Jamie y yo. Grace y Emma. Los Apthorpe.

Abigail retrocedió en el tiempo.

– Era una herida horrible. Jamie tenía un corte profundo, y Emma palideció al ver la sangre, pobrecilla.