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– Tal vez estaba pálida antes de verla.

– No te sigo, John.

– Betty me explicó que Emma tenía un amante. Un caballero. Jamie era un calavera.

Abigail volvió a reír suavemente.

– Perdona, pero le gustaban todas las criadas y fulanas jóvenes. -Al ver el dolor reflejado en los ojos de Abigail, Tonneman se interrumpió. Luego añadió despacio, con deliberación-: Betty comentó que Emma salía a la calle sin acompañante y vestida con su ropa. ¿Y si Jamie conoció a Emma y la tomó por una criada…?

– Oh, John. No puedo creerlo…

Él dejó de pasear y la miró.

– Escúchame con atención, Abigail. Jamie siempre deseó ser rico. Grace carecía de atractivo, pero era una viuda acaudalada, capaz de proporcionarle la vida que ambicionaba. Nunca conseguiría casarse con ella si ya había abusado de Emma.

Abigail había enmudecido.

– Oh, cielos, no, John -exclamó-. Sin duda te equivocas.

Tonneman pensó sorprendido en lo extraño de la situación. Habían olvidado el presente y a George para hablar de las muertes de Emma y Gretel, sumergiéndose en el pasado, como si éste fuera más importante que el presente. Bueno, tal vez lo fuera.

– ¿Quién dijo a Richard que había visto a Emma con un caballero en el coche de Filadelfia?

– No me acuerdo. Se investigó con discreción. A Richard le preocupaba el escándalo tanto como a Grace. Creí que Jamie les había ayudado. Grace estaba frenética.

Un recuerdo asaltó a Tonneman; las espadas africanas de filo dentado de Sam Fraunces. Jamie había admirado la colección en la taberna de Sam, tanto que la había elogiado ante Tonneman. Lo recordaba tan claramente como el hecho de que Jamie y Gretel nunca habían congeniado.

– John, no puedes hablar en serio acerca de Jamie y Emma. -A Abigail se le quebró la voz de la emoción-. Jamie es un querido miembro de mi familia, y tú eres su mejor amigo. -Posó una mano sobre su brazo, invitándolo a recapacitar-. Por favor, hazlo por mí; no revuelvas el asunto.

Él observó en silencio a la mujer que había amado y, en cierto modo, seguía amando. Sin embargo, ¿cómo podía querer a Abigail? Ella representaba a la elite, como siempre. Mariana jamás habría dicho: «No revuelvas el asunto.» Habría reaccionado con ardor ante la injusticia, habría insistido en que debía enmendarse.

¿Y él? ¿Cómo podía ignorar el horrible problema que tenía Abigail con su hijo a fin de esclarecer un misterio que había transcurrido treinta años atrás? ¿Debía dejar correr el asunto cuando éste encubría una traición y un asesinato?

Educado, Tonneman hizo una reverencia y se retiró, preguntándose si volvería a entrar en aquella casa de Liberty Street.

ATENCIÓN, VIAJEROS

DILIGENCIAS CON RUMBO A FILADELFIA, BALTIMORE

Y LA CIUDAD DE WASHINGTON.

PASANDO POR TODAS LAS CIUDADES PRINCIPALES ENTRE NUEVA YORK Y FILADELFIA Y CRUZANDO EL HERMOSO PUENTE DE TRENTON.

COCHE DILIGENCIA PARTE DEL NÚM. 1 DE COURTLAND STREET CADA MAÑANA A LAS 8 H. (EXCEPTO DOMINGOS), PERNOCTA EN PRINCETON Y LLEGA A FILADELFIA AL DÍA SIGUIENTE PARA COMER. PRECIO POR PASAJERO: 5 DÓLARES.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

50

Miércoles 10 de febrero. A primera hora de la tarde

A John Tonneman sólo le quedaba un sitio adonde ir. Hacía tiempo que todos los caminos lo conducían hacia allí, pero había sido demasiado ciego, o estúpido, para verlo.

Si hubiera acudido a Abigail para reivindicar o incluso exigir su ayuda en su investigación, con toda seguridad se la habría negado. Sin embargo, había concedido validez a sus pensamientos con sólo pronunciarlos en alto. Jamie había sido el amante de la pobre Emma. Ésta había desaparecido. Jamie se había casado con la madre de Emma y heredado toda su fortuna. Tal vez no era la conclusión correcta, pero sí una hipótesis razonable: Jamie había asesinado a Emma para quedarse con el dinero de Grace. Había empleado la espada dentada que había utilizado poco después para matar a Gretel, probablemente porque ésta había descubierto de algún modo su secreto o los había visto juntos. ¿Y quién decía que una hipótesis no era una conclusión? A decir verdad, lo era.

Sócrates demostraba su cansancio a cada paso. Tonneman comprendía muy bien cómo se sentía.

El barro que cubría la calle hasta Greenwich Street era tal que apenas si se podía transitar. En Greenwich viraron hacia el norte, y se levantó viento procedente del Hudson. Unas nubes de color metálico oscurecieron el sol.

Tan absorto estaba en sus torturadores pensamientos que no reparó en el carruaje que cruzaba la calle hasta que a punto estuvo de derribarlo. La rueda trasera se había encallado en el espeso barro, y el cochero había pedido a un hombre harapiento ayuda para enderezar el vehículo. Tonneman lo reconoció. Era el marinero a quien recientemente había curado de una inflamación causada por la cola.

Dos mujeres elegantemente vestidas permanecían a un lado del camino, temblando de frío, con los cuellos de los abrigos alzados, las manos en manguitos y los pies manchados de fango. Compungidas e impacientes, esperaban a que repararan el coche. Ajenos a la actividad, tres gruesos cerdos se afincaron a los pies de las mujeres, estorbando en la reparación.

Nadie había resultado herido, y no era asunto suyo, de modo que Tonneman pasó de largo y continuó su camino.

Enfiló Duane hasta Hudson Street, que parecía lo bastante seca y transitable. Se dirigió hacia el norte por un camino de carro que discurría entre campos de manzanos y pastos. Las vacas pacían a su antojo, a veces en mitad del camino, y sus débiles mugidos rompían el silencio que rodeaba a todo aquel que osaba salir de los límites de la ciudad.

Mientras cruzaba el puente que atravesaba el arroyo, Tonneman meditaba sobre cómo se enfrentaría a su viejo amigo Jamie.

El hedor de la fábrica de cola le indicó que casi había llegado a la casa de Jamie antes de verla; allí estaba, Richmond Hill.

Desmontó, se sacudió la ropa, se colocó bien el sombrero y se irguió cuanto sus viejos huesos se lo permitieron Ató a Sócrates a la cerca y se encaminó hacia la puerta principal.

– Comunique al señor Jamison que estoy aquí -dijo cuando Stevens le abrió.

– Está reunido, señor.

El rostro de Stevens no revelaba ninguna emoción, pero a Tonneman no le pasó por alto un ligero temblor en el párpado del mayordomo. Algo flotaba en el aire.

– Infórmele.

– Pero, señor…

– Oh, demonio. -John Tonneman apartó de un empujón al atónito Stevens y entró en el salón, donde le esperaban diversas sorpresas. La habitación deslumbraba, pues por todas partes había velas y lámparas encendidas que se reflejaban y contrarreflejaban en los diversos espejos. Tonneman se protegió los ojos. Sobre los muebles y por el suelo yacían numerosas botellas que habían contenido o contenían licor o vino.

En la mesa de mármol francesa, uno de los bienes más preciados de Jamie, vio algo que conocía muy bien: la caja de caudales de la Collect Company. A su lado descansaba un estuche que contenía un par de pistolas bañadas en plata.

Jamie cargaba con torpeza una de ellas. La introdujo en el estuche y cogió la segunda. Estaba en mitad de un relato y no había advertido la presencia de Tonneman.

– …francés y un holandés están en el país de los simios. El francés adula a los simios, elogiando su inteligencia y belleza. Éstos lo recompensan generosamente con oro y diamantes. El holandés revela a los simios la terrible verdad; que son feos. Y éstos le dan muerte. El holandés tiene una muerte honrosa. Pero muere.