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Los otros cuatro hombres presentes en la habitación, el sobrino de Jamie, George Willard, el célebre Ned Winship, y el aún más célebre Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), no rieron. Todos parecían muy embriagados. El cuarto hombre representaba el mayor enigma: Aarón Burr.

Jamie miró a sus cuatro compañeros.

– ¿No lo encontráis divertido?

– No mucho -repuso Burr con voz grave-. ¿Qué sentido tiene?

– Muy sencillo. Hoy en día el dinero vale más que el honor. Deberías saberlo.

Burr lo miró ceñudo.

Jamie lucía una chaqueta color rojo vino sin cruzar y con el cuello alzado, un chaleco de ante y pantalones oscuros. Burr vestía exactamente igual que él y, si estaba borracho, no lo parecía.

– Debéis ser gemelos -intervino Tonneman, sin sonreír-. Tíñete el pelo de castaño, Jamie, y serás idéntico a él.

– Difícilmente -gruñó Burr.

– Lo siento, señor… -El mayordomo inclinaba la cabeza repartiendo disculpas.

– Largo, Stevens.

– Señor. -El mayordomo se apresuró a retirarse.

Aquel día el hedor de la fábrica de cola era especialmente fuerte. Tonneman se preguntó distraído si Jamie era el propietario. ¿Por qué, si no, había de tolerar aquel olor?

– Qué alegría verte, John. -A Jamie le divertía la sorpresa reflejada en el rostro de Tonneman-. ¿Sabes qué tengo aquí? Una pareja de pistolas, de Hawkins, Londres. -Le tendió una, apuntándole el pecho con el cañón- Fíjate en el delicado grabado del unicornio y el león. Un hermoso trabajo. Y son armas precisas. El señor Burr acaba de regalármelas.

Aarón Burr frunció el entrecejo.

Nada detendría a Jamie, a quien el alcohol hacía arrastrar las palabras.

– El general Washington se las entregó al señor Burr. ¿Y sabes qué? Una de ellas se utilizó para matar a Hamilton aquel aciago día de julio de hace cuatro años.

– Jamison, eres un estúpido -espetó Burr con calma-. Guarda esas pistolas, viejo borracho, antes de que alguien resulte herido. No te las he regalado, y no es la misma pistola.

– Eso lo dices tú. Ah, ahora ya están cargadas las dos. Aarón nos ayudará a escenificar el duelo de aquel gran día en Weehawken. Él se representará a sí mismo, y yo desempeñaré el papel de Hamilton.

– Bah -exclamó Burr- Ya estoy harto de esta farsa.

– Con algunas diferencias -continuó Jamie. Apuntó a Burr con el arma y sonrió-. Hamilton no disparó.

– Él disparó antes -gruñó Burr.

– Y yo, por supuesto, sí lo haré. No quiero morir como Hamilton. -Jamie hizo una reverencia, y la pistola del duelo destelló en su mano-. Daré doce pasos. Después de eso, las armas deben ser cargadas y entregadas. Pero yo me he adelantado. George, conoces tu papel, ¿verdad?

– Caballeros aquí presentes -masculló George, ebrio.

– Burr levanta su arma.

– No, maldita sea. Hamilton la alzó primero -insistió Burr.

– Eso lo dices tú. Como prefieras. -Jamie guiñó un ojo a Tonneman-. Hamilton disparó antes. Es una pieza de excelente factura, ¿no te parece, John? -Jamie acarició la pistola, luego apuntó bruscamente a Tonneman.

Apretó el gatillo, y el martillo cayó con un inofensivo chasquido-. ¡Ja! He mentido. La segunda pistola no está cargada, pero lo estará enseguida.

Tonneman estaba empapado en sudor, y el corazón le latía con fuerza.

Con movimientos teatrales, Jamie cargó la segunda pistola y la dejó en el estuche con su pareja. A continuación la introdujo en la caja fuerte y en broma comenzó a arrojar billetes a su sobrino, Ned el Carnicero y Charlie Wright. Cuando se disponía a hacer lo mismo a Burr, éste lo fulminó con la mirada.

El corazón de Tonneman seguía latiendo con fuerza. Se había metido en la guarida del león, y éste estaba borracho… y tenía el poder. Había acudido allí para preguntar a Jamie acerca del pasado, y el presente lo había golpeado en la cara.

– Entonces ¿fuiste tú? -preguntó Tonneman con voz ronca a causa de la congoja y la cólera.

Jamie rió.

– Por supuesto. -Bebió un largo trago de una botella de vino; luego miró la etiqueta-. Del 83. Excelente año en París, pero no en Nueva York. Delicioso. -Tendió la botella a Tonneman-. ¿Un trago?

– No.

– ¿Qué hay del dinero? -preguntó Jamie, arrojando al aire billetes de la caja fuerte. A continuación metió unos pocos en los bolsillos de Tonneman.

– Ése dinero pertenece a la Collect Company.

Jamie rió.

– El dinero es de quien lo tiene, John. Llevo treinta años tratando de enseñarte esta lección, pero nunca la aprenderás. ¿Y sabes por qué? Porque eres simple.

George rió nervioso.

– Tu madre está preocupada por ti -dijo Tonneman al joven.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Ned el Carnicero.

– No tengo nada contra ti -replicó Tonneman-. Sólo con él.

El gran Ned se limpió la boca con el dorso de la mano y rompió el cuello de la botella contra la repisa de mármol de la chimenea.

– Tengo el presentimiento de que a la larga tendrá que ver conmigo.

Estas palabras aterrorizaron a Tonneman, que se esforzó por no demostrarlo.

– Soy un anciano que ha vivido mucho. -Su declaración iba dirigida a Ned, y también a Jamie. Debía aclarar un asunto con él-. ¿Mataste a Brown? -preguntó.

Jamie se limitó a sonreír a su viejo amigo. Tonneman se encolerizó.

– ¿Por qué? ¿Por el mísero contenido de la caja? Tienes mil veces más dinero. E ibas a permitir que colgaran a Peter por ello.

– Nunca viene mal un poco más de dinero -murmuró Jamie-. Tienes razón, John. Thaddeus Brown no murió por el contenido de esa caja, sino por su alma codiciosa. El estúpido Ala Ancha tuvo la osadía de amenazarme con acudir a ti y a Jake Hays para hablaros de los cincuenta mil que faltaban si no le pagaba mil dólares. ¡Gusano insolente! Me llevé la caja fuerte en un arrebato.

– Así pues ¿lo mataste?

Jamie sonrió con suficiencia.

– Ya no mato a nadie. Pago a otros para que lo hagan por mí, del mismo modo que contrato a gente para que me limpien las botas o la mierda del establo. Ned, aquí presente, hizo los honores.

– Dices que ya no matas. ¿Acaso lo has hecho alguna vez? ¿Has matado a alguien?

– Suponía que a estas alturas ya lo habrías adivinado; la espada dentada y todo eso. Pero está claro que no. -Jamie suspiró y buscó su copa con la mirada-. No eres tan inteligente como presumía, John.

– Y tú ¿te consideras muy inteligente?

– Por supuesto. Y rico. Tengo hombres que matan por dinero. Y puedo pagar ese dinero y mucho más. Tú estás solo aquí, acusándome de todos los crímenes cometidos desde la Crucifixión. Sí, soy inteligente. Y tú, John, eres un maldito imbécil.

Tonneman retrocedió como si lo hubiera golpeado.

– Tienes razón, Jamie. Soy un estúpido. Un estúpido por llamarme amigo tuyo, por no haber comprendido que fuiste tú quien mató a Emma.

– Bravo. No has utilizado la lógica socrática, pero si es preciso servirá. Maté a Emma con la espada dentada. ¿Ergo…?

De pronto Tonneman se sintió profundamente cansado.

– Asesinaste a Gretel Huntzinger.

– Exacto. Qué listo te has vuelto con los años. Tuve que matar a esa vieja bruja porque me vio con la joven bruja.

– Pero Gretel no conocía a Emma.

Jamie se encogió de hombros. John Tonneman no sabía si quería estrangular a su viejo compañero o hincarse de rodillas y llorar. Se volvió y se encaminó despacio hacia la puerta.